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Nash se levantó y sacó el cuchillo. Por primera vez no sabía exactamente qué hacer. La caja del teléfono estaba en el otro extremo de la habitación. Podía arrancarlo, pero la niña seguramente tenía un móvil.

El tiempo apremiaba.

Nash miró a Yasmin. Ella saltó detrás de su padre. El hombre intentó rodar, intentó sentarse, intentó hacer lo que fuera para convertirse en una pared protectora para su hija. El esfuerzo, con las ataduras de la cinta adhesiva, fue casi cómico.

La mujer también se levantó. Fue hacia la niña. Ni siquiera era la suya esta vez. Valiente. Pero ahora los tres estaban juntos. Bien. Podía encargarse de todos rápidamente. No tardaría nada.

– ¡Jill! -gritó Nash otra vez-. ¡Último aviso!

Yasmin volvió a gritar. Nash fue hacia ellas, con el cuchillo levantado, pero una voz le retuvo.

– No le haga daño a mi madre, por favor.

La voz venía de detrás de él. Oía los sollozos.

Jill había vuelto.

Nash miró a la madre y sonrió. La cara de la mujer se contorsionó de angustia.

– ¡No! -gritó la madre-. ¡No, Jill! ¡Corre!

– ¿Mami?

– ¡Corre! ¡Por Dios, cielo, corre, por favor!

Pero Jill no la escuchaba. Bajó la escalera. Nash se volvió hacia ella y entonces se dio cuenta de su error. Se preguntó por un momento si había dejado intencionadamente que Jill llegara a la escalera. Les había soltado el cuello, ¿no? ¿Había sido descuidado o había algo más? Se preguntó si de alguna manera había sido dirigido por alguien, alguien que ya había visto bastante y quería que estuviera en paz.

Creyó verla de pie junto a la niña.

– Cassandra -gritó con fuerza.

Un minuto o dos antes, Jill había sentido la presión de la mano del hombre sobre su cuello.

El hombre era fuerte. No parecía esforzarse en absoluto. Sus dedos habían encontrado un punto y dolía de mala manera. Después vio a su madre y la forma en que estaba atado el señor Novak en el suelo. Jill estaba muy asustada.

– Suéltelas -dijo su madre.

El modo de decirlo tranquilizó un poco a Jill. Era horrible y aterrador, pero su madre estaba allí. Haría lo que fuera para salvar a Jill. Y Jill supo que era el momento de demostrar que ella también haría lo que fuera por su madre.

El apretón del hombre aumentó. Jill jadeó un poco y lo miró a la cara. El hombre parecía contento. Después miró a Yasmin. Estaba mirando directamente a Jill. Consiguió ladear un poco la cabeza. Esto era lo que hacía Yasmin en clase cuando el profesor estaba mirando pero quería mandar un mensaje a Jill.

Jill no lo entendió. Yasmin empezó a mirarse la mano.

Despistada, Jill siguió sus ojos y vio lo que estaba haciendo Yasmin.

Estaba formando una pistola con los dedos índice y pulgar.

– ¿Niñas?

El hombre que las tenía agarradas por el cuello apretó y se volvió un poco para que se vieran obligadas a mirarlo.

– Si huís, mataré a mamá y a papá. ¿Lo habéis comprendido?

Las dos asintieron. Volvieron a mirarse. Yasmin abrió la boca. Jill captó la idea. El hombre las soltó. Jill esperó la distracción. No tardó mucho.

Yasmin gritó y Jill corrió para salvar la vida. No sólo su vida, en realidad. Para salvar la vida a todos.

Sintió los dedos del hombre en su tobillo, pero lo apartó. Le oyó aullar, pero no miró atrás.

– ¡Jill! ¡Tu madre está muerta si no bajas inmediatamente!

No tenía más remedio. Jill subió la escalera corriendo. Pensó en el correo anónimo que había mandado al señor Novak aquel mismo día.

Hazme caso, por favor. Tienes que esconder mejor tu pistola.

Rezó por que no lo hubiera leído o que, de haberlo leído, no hubiera tenido tiempo de hacer nada al respecto. Jill corrió al dormitorio de Novak y abrió el cajón a lo bruto. Tiró el contenido en el suelo.

La pistola no estaba.

Se le encogió el corazón. Oyó gritos procedentes de abajo. El hombre podía estar matándolos a todos. Empezó a tirarlo todo al suelo hasta que su mano tropezó con algo metálico.

La pistola.

– ¡Jill! ¡Último aviso!

¿Cómo se quitaba el seguro? Maldita sea. No tenía ni idea. Pero entonces Jill recordó algo.

Yasmin no había vuelto a ponerlo. Probablemente el seguro estaba quitado.

Yasmin gritó.

Jill se puso de pie. No había bajado aún la escalera cuando gritó con la vocecita más infantil que fue capaz de fingir:

– No le haga daño a mi mamá, por favor.

Corrió a la planta baja. No sabía si sería capaz de apretar el gatillo con la fuerza suficiente para disparar. Pensó que sostendría la pistola con ambas manos y apretaría con dos dedos.

Resultó que eso fue fuerza suficiente.

Nash oyó las sirenas.

Vio la pistola y sonrió. Parte de él quería dar un salto, pero Cassandra meneó la cabeza. Tampoco quería esto. La niña dudó. Él se acercó un poco más a ella y levantó el cuchillo por encima de la cabeza de la niña.

Cuando Nash tenía diez años, preguntó a su padre qué les sucedía a las personas cuando morían. Su padre dijo que quizá Shakespeare lo había descrito mejor que nadie diciendo que la muerte era «la tierra ignota de cuyos confines ningún viajero regresa».

En suma, nadie lo sabe.

La primera bala le dio en pleno pecho.

Vaciló acercándose a Jill, con el cuchillo levantado, esperando.

Nash no sabía dónde le llevaría la segunda bala, pero esperaba que fuera junto a Cassandra.

40

Mike estaba en la misma sala de interrogatorios que antes. Esta vez estaba con su hijo.

El agente especial Darryl LeCrue y el ayudante del fiscal Scott Duncan habían intentado encajar las piezas del caso. Mike sabía que todos estaban allí: Rosemary, Carson, DJ Huff y probablemente su padre, y los demás góticos. Los habían separado, esperando hacer tratos y presentar cargos.

Llevaban cuatro horas allí. Mike y Adam todavía no habían respondido una sola pregunta. Hester Crimstein, su abogada, se negaba a dejarlos hablar. En ese momento Mike y Adam estaban solos en la sala de interrogatorio.

Mike miró a su hijo y se le rompió el corazón.

– Todo se arreglará -dijo, quizá por quinta o sexta vez.

Adam no reaccionaba. Seguramente por el shock. Por supuesto, había una fina línea entre el shock y el resentimiento adolescente. Hester estaba en modo enloquecido y la cosa iba a peor. Se notaba. No paraba de entrar y salir y de hacer preguntas. Adam se limitaba a sacudir la cabeza cuando ella le pedía detalles.

Hizo su última visita hacía media hora y acabó diciendo tres palabras a Mike:

– No va bien.

La puerta se abrió de golpe otra vez. Hester entró, cogió una silla y la acercó a Adam. Se sentó y situó la cara a dos centímetros de la del chico. Él se apartó. Ella le cogió la cara entre las manos, le obligó a mirarla y dijo:

– Mírame, Adam.

Él la miró de muy mala gana.

– Éste es el problema que tienes. Rosemary y Carson te echan la culpa a ti. Dicen que fue idea tuya robar los talonarios de recetas de tu padre y llevar el negocio al siguiente nivel. Dicen que tú los buscaste a ellos. Dependiendo de su estado de ánimo, también aseguran que tu padre estaba en el ajo. Aquí tu padre estaba buscando la manera de sacarse un dinerillo extra. Los agentes de la DEA que están aquí se llevaron muchos honores por arrestar a un médico en Bloomfield por lo mismo: suministrar recetas ilegales para el mercado negro. Así que les gusta este enfoque, Adam. Quieren al médico y a su hijo en una conspiración porque atrae la atención de los medios y significa promociones para ellos. ¿Entiendes lo que te digo?

Adam asintió.

– Entonces, ¿por qué no me dices la verdad?

– No importa -dijo Adam.

Ella hizo un gesto de desesperación.

– ¿Qué significa esto?