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¿Quién lo había mandado entonces?

No…

Todavía buscando el móvil, Tia cogió el teléfono fijo, lo descolgó y marcó. Guy Novak contestó al tercer timbre.

– Hola, Tia, ¿cómo estás?

– Le dijiste a la policía que habías mandado aquel vídeo.

– ¿Qué?

– El de Marianne en la cama con el señor Lewiston. Dijiste que lo habías mandado tú. Para vengarte.

– ¿Y qué?

– No tenías ni idea de que existía, ¿verdad, Guy?

Silencio.

– ¿Guy?

– Déjalo estar, Tia.

Colgó.

Subió la escalera en silencio. Jill estaba en su habitación. Tia no quería que la oyera. Todo empezaba a cobrar sentido. Tia se había preocupado por esto, que esas dos cosas horribles hubieran ocurrido a la vez: Nash comportándose como un loco y la desaparición de Adam. Alguien había bromeado diciendo que las cosas malas vienen de tres en tres y que no bajara la guardia. Pero Tia no creía en eso.

El mensaje sobre la fiesta en casa de Huff.

La pistola en el cajón de Guy Novak.

Aquel vídeo tan explícito que mandaron a la dirección de Dolly Lewiston.

¿Cuál era la relación entre todo ello?

Tia dobló la esquina y dijo:

– ¿Qué haces?

Jill se sobresaltó al oír la voz de su madre.

– Ah, hola. Jugando a BrickBreaker.

– No.

– ¿Qué?

Ella y Mike bromeaban con ello. Jill metía la nariz en todo. Jill era su Harriet la Espía.

– Estoy jugando.

Pero no estaba jugando. Ahora Tia lo sabía. Jill no le quitaba el móvil a todas horas para jugar. Lo hacía para mirar los mensajes de Tia. Jill no utilizaba el ordenador de la habitación de sus padres porque fuera más nuevo y funcionara mejor. Lo hacía para enterarse de lo que pasaba. Jill no soportaba que la trataran como a una niña. Así que fisgaba. Ella y su amiga Yasmin.

Cosas inocentes de niños, ¿eh?

– Sabías que estábamos vigilando el ordenador de Adam, ¿no?

– ¿Qué?

– Brett dijo que el que mandó el mensaje lo hizo desde esta casa. Lo mandaron, entraron en el correo de Adam antes de que volviera a casa, y lo borraron. No era capaz de pensar quién podía o querría hacer algo así. Pero fuiste tú, Jill. ¿Por qué?

Jill negó con la cabeza. Pero hay cosas que una madre sabe.

– Jill-Yo no quería que pasara esto.

– Lo sé. Cuéntame.

– Destruíais los informes, pero yo no entendía por qué de repente teníais una destructora en el dormitorio. Os oí cuchichear una noche. Y tú incluso tenías la página de E-SpyRight en tus favoritos.

– Así que supiste que estábamos espiando.

– Claro.

– ¿Y por qué mandaste aquel mensaje?

– Porque sabía que lo veríais.

– No lo comprendo. ¿Para qué querías que viéramos una convocatoria a una fiesta que no iba a celebrarse?

– Sabía lo que iba a hacer Adam. Creía que era demasiado peligroso. Quería detenerlo, pero no podía deciros la verdad sobre el Club Jaguar y todo el resto. No quería que tuviera problemas.

Tia asintió.

– Y te inventaste lo de la fiesta.

– Sí. Dije que habría alcohol y drogas.

– Pensaste que le obligaríamos a quedarse en casa.

– Sí. Para que estuviera a salvo. Pero Adam se escapó. No pensé que lo hiciera. Lo he estropeado todo. En serio. Todo es culpa mía.

– No es culpa tuya.

Jill se echó a llorar.

– Yasmin y yo. Todos nos tratan como si fuéramos bebés. Así que espiamos. Es como un juego. Los adultos ocultan cosas, y nosotras las descubrimos. Entonces el señor Lewiston dijo aquella cosa horrible sobre Yasmin. Eso lo cambió todo. Los otros niños eran tan mezquinos… Al principio Yasmin se puso muy triste, pero después fue como si se hubiera vuelto loca de rabia. Su madre siempre había sido una calamidad y supongo que, no sé, debió de ver en esto una oportunidad para ayudar a Yasmin.

– Y… le tendió una trampa al señor Lewiston. ¿Os lo contó Marianne?

– No. Pero Yasmin también la espió a ella. Vimos el vídeo en su móvil. Yasmin le preguntó a Marianne, pero ella dijo que se había acabado y que el señor Lewiston también estaba sufriendo.

– O sea que tú y Yasmin…

– No queríamos perjudicar a nadie. Pero Yasmin estaba harta. Todos los adultos nos decían lo que era mejor. Todos los niños de la escuela se metían con ella, con las dos, en realidad. Así que lo hicimos aquel mismo día. No fuimos a su casa después de la escuela. Primero vinimos aquí. Yo mandé el mensaje sobre la fiesta para que intervinierais y después Yasmin mandó el vídeo para hacer que el señor Lewiston pagara por lo que le había hecho.

Tia se puso de pie y esperó que se le ocurriera algo. Los niños no hacen lo que sus padres dicen, hacen lo que ven que hacen sus padres. ¿Quién tenía la culpa de esto? Tia no estaba segura.

– Sólo hicimos eso -dijo Jill-. Sólo mandamos un par de mensajes. Nada más.

Y era cierto.

– Todo se arreglará -dijo Tia, haciéndose eco de las palabras que su marido había repetido a su hijo en la sala de interrogatorios.

Se arrodilló y abrazó a su hija. Las lágrimas que su hija había retenido salieron. Se apoyó en su madre y lloró. Tia le acarició la cabeza y la arrulló y dejó que llorara.

Haces lo que puedes, se recordó Tia. Los amas tan bien como puedes.

– Todo se arreglará -dijo una vez más.

Esta vez casi se lo creyó.

Una fría mañana de sábado -precisamente el día en que el fiscal del condado de Essex, Paul Copeland, iba a casarse por segunda vez- Cope estaba frente a una unidad de almacenaje en la Ruta 15.

Loren Muse estaba junto a él.

– No tienes por qué estar aquí.

– La boda no es hasta dentro de seis horas -dijo Cope.

– Pero Lucy…

– Lucy lo entiende.

Cope miró por encima del hombro donde Neil Cordova esperaba en el coche. Pietra había roto su silencio hacía unas horas. Después de callar como una muerta, a Cope se le ocurrió la simple idea de permitir que Neil Cordova hablara con ella. Dos minutos después, con su novio muerto y un trato firmado con su abogado, Pietra se ablandó y les contó dónde encontrarían el cadáver de Reba Cordova.

– Quiero estar aquí -dijo Cope.

Muse siguió su mirada.

– No deberías haberle permitido venir.

– Se lo prometí.

Cope y Neil Cordova habían hablado mucho desde la desaparición de Reba. En pocos minutos, si Pietra decía la verdad, tendrían algo horrible en común: la esposa muerta. Curiosamente, cuando investigaron los antecedentes del asesino, él también compartía con ellos este horrible atributo.

Como si leyera sus pensamientos, Muse preguntó:

– ¿Crees que hay alguna posibilidad de que Pietra mienta?

– No lo creo. ¿Y tú?

– Yo tampoco -dijo Muse-. Así que Nash mató a estas dos mujeres para ayudar a su cuñado. Para encontrar y destruir esa cinta con la infidelidad de Lewiston.

– Eso parece. Pero Nash tenía antecedentes. Seguro que si nos remontamos a su pasado, encontraremos muchas cosas malas. Creo que probablemente esto fue ante todo una excusa para hacer daño. Pero ni sé ni me importa la psicología. La psicología no se puede juzgar.

– Las torturó.

– Sí. En teoría para saber quién más sabía lo de la cinta.

– Como Reba Cordova.

– Así es.

Muse sacudió la cabeza.

– ¿Y el cuñado? ¿El profesor?

– ¿Lewiston? ¿Qué pasa con él?

– ¿Vas a presentar cargos contra él?

Cope se encogió de hombros.

– Afirma que se lo contó a Nash en confianza y que no tenía ni idea de que se volvería tan loco.

– ¿Y tú te lo tragas?

– Pietra lo respalda, pero no tengo pruebas suficientes en un sentido u otro todavía. -La miró-. Ahí es donde entran mis detectives.