Выбрать главу

CeJota8115: ¿Estás bien?

HockeyAdam1117: Sigo pensando que deberíamos decir algo.

CeJota8115: Hace mucho tiempo. Sigue callado y estarás a salvo.

Según el temporizador, no se había escrito nada en todo un minuto.

CeJota8115: ¿Sigues ahí?

HockeyAdam1117: Sí.

CeJota8115: ¿Todo bien?

HockeyAdamll17: Todo bien.

CeJota8115: Bien. Nos vemos el viernes.

Se acababa aquí.

– «Sigue callado y estarás a salvo» -repitió Mike.

– Sí.

– ¿Qué crees que significa? -preguntó.

– Ni idea.

– Podría ser algo de la escuela, como que hubieran visto copiar a alguien en un examen, por ejemplo.

– Podría ser.

– O podría no ser nada. Podría formar parte de uno de esos juegos de aventuras en la red.

– Podría ser -repitió Tia, sin ningún convencimiento.

– ¿Quién es CeJota8115? -preguntó Mike.

Ella sacudió la cabeza.

– Es la primera vez que veo a Adam chateando con él.

– O ella.

– Así es, o ella.

– «Nos vemos el viernes». Así que CeJota8115 estará en la fiesta de Huff. ¿Nos sirve de algo?

– No sé de qué nos puede servir.

– ¿Se lo preguntamos?

Tia meneó la cabeza.

– Demasiado impreciso, ¿no crees?

– Sí -aceptó Mike-. Y representaría reconocer que le estamos espiando.

Se callaron y Mike volvió a leerlo. Las palabras no habían cambiado.

– ¿Mike?

– Sí.

– ¿Sobre qué debería callar Adam para estar a salvo?

Nash, con el espeso bigote en el bolsillo, estaba sentado en el asiento del pasajero de la furgoneta. Pietra, sin la peluca de pelo pajizo, conducía.

En la mano derecha, Nash sostenía el móvil de Marianne. Era una BlackBerry Pearl con la que se podían mandar correos, hacer fotos, ver vídeos, enviar mensajes de texto, sincronizar el calendario y la libreta de direcciones con el ordenador, e incluso llamar.

Nash tocó una tecla. La pantalla se encendió. Apareció una fotografía de la hija de Marianne. La miró un momento. Pensó, pensó. Clicó sobre el icono del correo electrónico, encontró las direcciones que quería, y empezó a escribir.

¡Hola! Me voy unas semanas a Los Ángeles. Llamaré cuando vuelva.

Firmó «Marianne», y luego copió y agregó el mensaje a dos direcciones más. Después apretó ENVIAR. Los que conocían a Marianne no se preocuparían mucho. Por lo que sabía Nash, era su modus operandi: desaparecer y volver a aparecer.

Pero esta vez… bueno, desaparecer, sí.

Pietra había drogado la bebida de Marianne mientras Nash la distraía con su teoría de Caín y el simio. Después de meterla en la furgoneta, Nash la golpeó con saña y durante un buen rato. Al principio lo hizo para infligirle dolor. Quería que hablara. Cuando se convenció de que se lo había contado todo, la golpeó hasta matarla. Se mostró paciente. La cara tiene catorce huesos estáticos. Quería fracturar y hundir cuantos más mejor.

Nash golpeó la cara de Marianne con una precisión casi quirúrgica. Algunos golpes estaban dirigidos a neutralizar a su adversario: que no se defendiera; otros pretendían causar un dolor espantoso, y había otros cuya intención era originar destrucción física. Nash los conocía todos. Sabía cómo protegerse los nudillos y las manos utilizando la máxima fuerza posible, cómo cerrar el puño para no hacerse daño y cómo pegar con la palma de la mano eficazmente.

Justo antes de que Marianne muriera, cuando su respiración se volvió áspera por la sangre acumulada en la garganta, Nash hizo lo que siempre hacía en aquellas situaciones. Paró y comprobó que todavía siguiera consciente. Después la obligó a mirarle, fijó sus ojos en los de ella y vio su terror.

– ¿Marianne?

Quería que le prestara atención. La tenía. Y entonces susurró las últimas palabras que oiría Marianne:

– Dile a Cassandra que la echo de menos, por favor.

Y entonces, finalmente, la dejó morir.

La furgoneta no era robada. Le habían cambiado las matrículas para confundir. Nash se instaló en el asiento de atrás, metió un pañuelo en la mano de Marianne y le apretó los dedos con él. Utilizó una hoja de afeitar para cortar la ropa de la moribunda y, cuando estuvo desnuda, sacó ropa limpia de una bolsa de plástico. Le costó pero logró vestirla. La camiseta rosa era demasiado ceñida, pero era justamente lo que quería. La falda de piel era ridículamente corta.

Pietra había elegido la ropa.

Habían encontrado a Marianne en un bar de Teaneck, Nueva Jersey. Ahora estaban en Newark, en los barrios bajos del Distrito Quinto, conocido por sus prostitutas y asesinos. La confundirían con una de ellas, una puta apaleada hasta la muerte. Newark tenía un índice de asesinatos per cápita tres veces mayor que Nueva York. Por eso Nash le había pegado una buena paliza y le había roto casi todos los dientes. No todos. De haberle quitado todos los dientes habría sido demasiado evidente que quería ocultar su identidad.

Así que dejó algunos intactos. Pero una comprobación dental, suponiendo que encontraran suficientes pruebas para hacer una comparación, sería difícil y llevaría mucho tiempo.

Nash volvió a ponerse el bigote y Pietra la peluca. Era una precaución innecesaria. No había nadie. Descargaron el cadáver en un contenedor de basura. Nash echó una mirada al cuerpo de Marianne.

Pensó en Cassandra. Sentía un peso en el corazón, pero al mismo tiempo esto le daba ánimos.

– ¿Nash? -dijo Pietra.

Él le sonrió débilmente y volvió a subir a la furgoneta. Pietra puso en marcha la furgoneta y se marcharon.

Mike se paró frente a la puerta de Adam, respiró hondo y la abrió. Adam, vestido de negro gótico, se volvió rápidamente.

– ¿No sabes llamar?

– Es mi casa.

– Y ésta es mi habitación.

– ¿En serio? ¿Pagas por ella?

En cuanto pronunció estas palabras, las detestó. Una justificación paterna clásica. Los niños se burlaban y dejaban de prestar atención. Él lo habría hecho de pequeño. ¿Por qué lo hacemos? ¿Por qué, cuando juramos no repetir los errores de la generación anterior, hacemos exactamente lo mismo?

Adam ya había apretado una tecla que había dejado la pantalla en blanco. No quería que su padre supiera por dónde estaba navegando. Si él supiera…

– Tengo buenas noticias -dijo Mike.

Adam lo miró. Cruzó los brazos e intentó poner mala cara, pero no lo consiguió. El chico era alto, más alto que su padre ya, y Mike sabía que podía ser duro. Era implacable en la portería. No esperaba que los defensas le protegieran. Si alguien se metía en su área, Adam lo echaba.

– ¿Qué? -preguntó Adam.

– Mo nos ha conseguido asientos de tribuna para los Rangers contra los Flyers.

La expresión del joven no cambió.

– ¿Para cuándo?

– Para mañana por la noche. Mamá se va a Boston para hacer una deposición. Mo nos recogerá a las seis.

– Llévate a Jill.

– Se queda a dormir en casa de Yasmin.

– ¿La dejas quedarse en casa de XY?

– No la llames así, es mezquino.

Adam se encogió de hombros.

– Lo que tú digas.

«Lo que tú digas», típica respuesta adolescente.

– Vuelve directamente del instituto y pasaré a recogerte.