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Salían a menudo juntos de paseo y así iban, en silencio, bajo el cielo, pensando ella en su difunto y él pensando en lo que primero pasaba a sus ojos. Y ella le decía siempre las mismas cosas, cosas cotidianas, muy antiguas y siempre nuevas. Muchas de ellas empezaban así: «Cuando te cases…»

Siempre que cruzaba con ellos alguna muchacha hermosa, o siquiera linda, su madre miraba a Augusto con el rabillo del ojo.

Y vino la muerte, aquella muerte lenta, grave y dulce, indolorosa, que entró de puntillas y sin ruido, como un ave peregrina, y se la llevó a vuelo lento, en una tarde de otoño. Murió con su mano en la mano de su hijo, con sus ojos en los ojos de él. Sintió Augusto que la mano se enfriaba, sintió que los ojos se inmovilizaban. Soltó la mano después de haber dejado en su frialdad un beso cálido, y cerró los ojos. Se arrodilló junto al lecho y pasó sobre él la historia de aquellos años iguales.

Y ahora estaba aquí, en la Alameda, bajo el gorjear de los pájaros, pensando en Eugenia. Y Eugenia tenía novio. «Lo que temo, hijo mío -solía decirle su madre-, es cuando te encuentres con la primera espina en el camino de tu vida.» ¡Si estuviera aquí ella para hacer florecer en rosa a esta primera espina!

«Si viviera mi madre encontraría solución a esto -se dijo Augusto-, que no es, después de todo, más difícil que una ecuación de segundo grado. Y no es, en el fondo, más que una ecuación de segundo grado.»

Unos débiles quejidos, como de un pobre animal, interrumpieron su soliloquio. Escudriñó con los ojos y acabó por descubrir, entre la verdura de un matorral, un pobre cachorrillo de perro que parecía buscar camino en tierra. «¡Pobrecillo! -se dijo-. Lo han dejado recién nacido a que muera; les faltó valor para matarlo.» Y lo recogió.

El animalito buscaba el pecho de la madre. Augusto se levantó y volvióse a casa pensando: «Cuando lo sepa Eugenia, ¡mal golpe para mi rival! ¡Qué cariño le va a tomar al pobre animalito! Y es lindo, muy lindo. ¡Pobrecito, cómo me lame la mano…!»

– Trae leche, Domingo; pero tráela pronto -le dijo al criado no bien este le hubo abierto la puerta.

– ¿Pero ahora se le ocurre comprar perro, señorito?

– No lo he comprado, Domingo; este perro no es esclavo, sino que es libre; lo he encontrado.

– Vamos, sí, es expósito.

– Todos somos expósitos, Domingo. Trae leche.

Le trajo la leche y una pequeña esponja para facilitar la succión. Luego hizo Augusto que se le trajera un biberón para el cachorrillo, para Orfeo, que así le bautizó, no se sabe ni sabía él tampoco por qué.

Y Orfeo fue en adelante el confidente de sus soliloquios, el que recibió los secretos de su amor a Eugenia.

«Mira, Orfeo -le decía silenciosamente-, tenemos que luchar. ¿Qué me aconsejas que haga? Si te hubiese conocido mi madre… Pero ya verás, ya verás cuando duermas en el regazo de Eugenia, bajo su mano tibia y dulce. Y ahora, ¿qué vamos a hacer, Orfeo?»

Fue melancólico el almuerzo de aquel día, melancólico el paseo, la partida de ajedrez melancólica y melancólico el sueño de aquella noche.

VI

«Tengo que tomar alguna determinación -se decía Augusto paseándose frente a la casa número 58 de la avenida de la Alameda -; esto no puede segúir así.»

En aquel momento se abrió uno de los balcones del piso segundo, en que vivía Eugenia, y apareció una señora enjuta y cana con una jaula en la mano. Iba a poner el canario al sol. Pero al ir a ponerlo faltó el clavo y la jaula se vino abajo. La señora lanzó un grito de desesperación: «¡Ay, mi Pichín!» Augusto se precipitó a recoger la jaula. El pobre canario revolotaba dentro de ella despavorido.

Subió Augusto a la casa, con el canario agitándose en la jaula y el corazón en el pecho. La señora le esperaba.

– ¡Oh, gracias, gracias, caballero!

– Las gracias a usted, señora.

– ¡Pichín mío! ¡mi Pichincito! ¡Vamos, cálmate! ¿Gusta usted pasar, caballero?

– Con mucho gusto, señora.

Y entró Augusto.

Llevólo la señora a la sala, y diciéndole: «Aguarde un poco, que voy a dejar a mi Pichín», le dejó solo.

En este momento entró en la sala un caballero anciano, el tío de Eugenia sin duda. Llevaba anteojos ahumados y un fez en la cabeza. Acercóse a Augusto, y tomando asiento junto a él le dirigió estas palabras:

– (Aquí una frase en esperanto que quiere decir: ¿Y usted no cree conmigo que la paz universal llegará pronto merced al esperanto?)

Augusto pensó en la huida, pero el amor a Eugenia le contuvo. El otro prosiguió hablando, en esperanto también.

Augusto se decidió por fin.

– No le entiendo a usted una palabra, caballero.

– De seguro que le hablaba a usted en esa maldita jerga que llaman esperanto -dijo la tía, que a este punto entraba. Y añadió dirigiéndose a su marido-: Fermín, este señor es el del canario.

– Pues no te entiendo más que tú cuando te hablo en esperanto -le contestó su marido.

– Este señor ha recogido a mi pobre Pichín, que cayó a la calle, y ha tenido la bondad de traérmelo. Y usted -añadió volviéndose a Augusto- ¿quién es?

– Yo soy, señora, Augusto Pérez, hijo de la difunta viuda de Pérez Rovira, a quien usted acaso conocería.

– ¿De doña Soledad?

– Exacto; de doña Soledad.

– Y mucho que conocí a la buena señora. Fue una viuda y una madre ejemplar. Le felicito a usted por ello.

– Y yo me felicito de deber al feliz accidente de la caída del canario el conocimiento de ustedes.

– ¡Feliz! ¿Llama usted feliz a ese accidente?

– Para mí, sí.

– Gracias, caballero -dijo don Fermín, agregando-: Rigen a los hombres y a sus cosas enigmáticas leyes, que el hombre, sin embargo, puede vislumbrar. Yo, señor mío, tengo ideas particulares sobre casi todas las cosas…

– Cállate con tu estribillo, hombre -exclamó la tía-. ¿Y cómo es que pudo usted acudir tan pronto en socorro de mi Pichín?

– Seré franco con usted, señora; le abriré mi pecho. Es que rondaba la casa.

– ¿Esta casa?

– Sí, señora. Tienen ustedes una sobrina encantadora.

– Acabáramos, caballero. Ya, ya veo el feliz accidente. Y veo que hay canarios providenciales.

– ¿Quién conoce los caminos de la Providencia? -dijo don Fermín.

– Yo los conozco, hombre, yo -exclamó su señora; y volviéndose a Augusto-: tiene usted abiertas las puertas de esta casa… Pues ¡no faltaba más! Al hijo de doña Soledad… Así como así, va usted a ayudarme a quitar a esa chiquilla un caprichito que se le ha metido en la cabeza…

– ¿Y la libertad? -insinuó don Fermín.

– Cállate tú, hombre, y quédate con tu anarquismo.

– ¿Anarquismo? -exclamó Augusto.

Irradió de gozo el rostro de don Fermín, y añadió con la más dulce de sus voces:

– Sí, señor mío, yo soy anarquista, anarquista místico, pero en teoría, entiéndase bien, en teoría. No tema usted, amigo -y al decir esto le puso amablemente la mano sobre la rodilla-, no echo bombas. Mi anarquismo es puramente espiritual. Porque yo, amigo mío, tengo ideas propias sobre casi todas las cosas…