»Esta es la revelación de la eternidad, Orfeo, de la terrible eternidad. Cuando el hombre se queda a solas y cierra los ojos al porvenir, al ensueño, se le revela el abismo pavoroso de la eternidad. La eternidad no es porvenir. Cuando morimos nos da la muerte media vuelta en nuestra órbita y emprendemos la marcha hacia atrás, hacia el pasado, hacia lo que fue. Y así, sin término, devanando la madeja de nuestro destino, deshaciendo todo el infinito que en una eternidad nos ha hecho, caminando a la nada, sin llegar nunca a ella, pues que ella nunca fue.
»Por debajo de esta corriente de nuestra existencia, por dentro de ella, hay otra corriente en sentido contrario; aquí vamos del ayer al mañana, allí se va del mañana al ayer. Se teje y se desteje a un tiempo. Y de vez en cuando nos llegan hálitos, vahos y hasta rumores misteriosos de ese otro mundo, de ese interior de nuestro mundo. Las entrañas de la historia son una contrahistoria, es un proceso inverso al que ella sigue. El río subterráneo va del mar a la fuente.
»Y ahora me brillan en el cielo de mi soledad los dos ojos de Eugenia. Me brillan con el resplandor de las lágrimas de mi madre. Y me hacen creer que existo, ¡dulce ilusión! Amo, ergo sum! Este amor, Orfeo, es como lluvia bienhechora en que se deshace y concreta la niebla de la existencia. Gracias al amor siento al alma de bulto, la toco. Empieza a dolerme en su cogollo mismo el alma, gracias al amor, Orfeo. Y el alma misma, ¿qué es sino amor, sino dolor encarnado?
»Vienen los días y van los días y el amor queda. Allá dentro, muy dentro, en las entrañas de las cosas se rozan y friegan la corriente de este mundo con la contraria corriente del otro, y de este roce y friega viene el más triste y el más dulce de los dolores: el de vivir.
»Mira, Orfeo, las lizas, mira la urdimbre, mira cómo la trama ya viene con la lanzadera, mira cómo juegan las primideras; pero, dime, ¿dónde está el enjullo a que se arrolla la tela de nuestra existencia, dónde?»
Como Orfeo no había visto nunca un telar, es muy difícil que entendiera a su amo. Pero mirándole a los ojos mientras hablaba adivinaba su sentir.
VIII
Augusto temblaba y sentíase como en un potro de suplicio en su asiento; entrábanle furiosas ganas de levantarse de él, pasearse por la sala aquella, dar manotadas al aire, gritar, hacer locuras de circo, olvidarse de que existía. Ni doña Ermelinda, la tía de Eugenia, ni don Fermín, su marido, el anarquista teórico y místico, lograban traerle a la realidad.
– Pues sí, yo creo -decía doña Ermelinda-, don Augusto, que esto es lo mejor, que usted se espere, pues ella no puede ya tardar en venir; la llamo, ustedes se ven y se conocen y este es el primer paso. Todas las relaciones de este género tienen que empezar por conocerse, ¿no es así?
– En efecto, señora -dijo, como quien habla desde otro mundo, Augusto-, el primer paso es verse y conocerse…
– Y yo creo que así que ella le conozca a usted, pues… ¡la cosa es clara!
– No tan clara -arguyó don Fermín-. Los caminos de la Providencia son misteriosos siempre… Y en cuanto a eso de que para casarse sea preciso o siquiera conveniente conocerse antes, discrepo… discrepo… El único conocimiento eficaz es el conocimiento post nuptias. Ya me has oído, esposa mía, lo que en lenguaje biblico significa conocer. Y, créemelo, no hay más conocimiento sustancial y esencial que ese, el conocimiento penetrante…
– Cállate, hombre, cállate, no desbarres.
– El conocimiento, Ermelinda…
Sonó el timbre de la puerta.
– ¡Ella! -exclamó con misteriosa voz el tío.
Augusto sintió una oleada de fuego subirle del suelo hasta perderse, pasando por su cabeza, en lo alto, encima de él. Y empezó el corazón a martillarle el pecho.
Se oyó abrir la puerta, y ruido de unos pasos rápidos e iguales, rítmicos. Y Augusto, sin saber cómo, sintió que la calma volvía a reinar en él.
– Voy a llamarla -dijo don Fermín haciendo conato de levantarse.
– ¡No, de ningún modo! -exclamó doña Ermelinda, y llamó.
Y luego a la criada, al presentarse:
– ¡Di a la señorita Eugenia que venga!
Se siguió un silencio. Los tres, como en complicidad, callaban. Y Augusto se decía: «¿Podré resistirlo?, ¿no me pondré rojo como una amapola o blanco cual un lirio cuando sus ojos llenen el hueco de esa puerta?, ¿no estallará mi corazón?»
Oyóse un ligero rumor, como de paloma que arranca en vuelo, un ¡ah! breve y seco, y los ojos de Eugenia, en un rostro todo frescor de vida y sobre un cuerpo que no parecía pesar sobre el suelo, dieron como una nueva y misteriosa luz espiritual a la escena. Y Augusto se sintió tranquilo, enormemente tranquilo, clavado a su asiento y como si fuese una planta nacida en él, como algo vegetal, olvidado de sí, absorto en la misteriosa luz espiritual que de aquellos ojos irradiaba. Y sólo al oír que doña Ermelinda empezaba a decir a su sobrina: «Aquí tienes a nuestro amigo don Augusto Pérez…», volvió en sí y se puso en pie procurando sonreír.
– Aquí tienes a nuestro amigo don Augusto Pérez, que desea conocerte…
– ¿El del canario? -preguntó Eugenia.
– Sí, el del canario, señorita -contestó Augusto acercándose a ella y alargándole la mano. Y pensó: «¡Me va a quemar con la suya!»
Pero no fue así. Una mano blanca y fría, blanca como la nieve y como la nieve fría, tocó su mano. Y sintió Augusto que se derramaba por su ser todo como un fluido de serenidad.
Sentóse Eugenia.
– Y este caballero -empezó la pianista.
«¡Este caballero… este caballero… -pensó Augusto rapidísimamente- este caballero! ¡Llamarme caballero! ¡Esto es de mal agüero!»
– Este caballero, hija mía, que ha hecho por una feliz casualidad…
– Sí, la del canario.
– ¡Son misteriosos los caminos de la Providencia -sentenció el anarquista.
– Este caballero, digo -agregó la tía-, que por una feliz casualidad ha hecho conocimiento con nosotros y resulta ser el hijo de una señora a quien conocí algo y respeté mucho; este caballero, puesto que es amigo ya de casa, ha deseado conocerte, Eugenia.
– ¡Y admirarla! -añadió Augusto.
– ¿Admirarme? -exclamó Eugenia.
– ¡Sí, como pianista!
– ¡Ah, vamos!
– Conozco, señorita, su gran amor al arte…
– ¿Al arte? ¿A cuál, al de la música?
– ¡Claro está!
– ¡Pues le han engañado a usted, don Augusto!
«¡Don Augusto! ¡Don Augusto! -pensó este, ¡Don…! ¡De qué mal agüero es este don! ¡casi tan malo como aquel caballero!» Y luego, en voz alta:
– ¿Es que no le gusta la música?
– Ni pizca, se lo aseguro.
«Liduvina tiene razón -pensó Augusto-; esta, después que se case, y si el marido la puede mantener, no vuelve a teclear un piano.» Y luego, en voz alta:
– Como es voz pública que es usted una excelente profesora…
– Procuro cumplir lo mejor posible con mi deber profesional, y ya que tengo que ganarme la vida…
– Eso de tener que ganarte la vida… -empezó a decir don Fermín.
– Bueno, basta -interrumpió la tía-; ya el señor don Augusto está informado de todo…