– ¿Qué le pasa a usted, don Augusto, se pone malo?
– No, no es nada; qué sé yo…
– ¿Quiere algo?, ¿necesita algo?
– Un vaso de agua.
Eugenia, como quien ve un agarradero, salió de la estancia para ir ella misma a buscar el vaso de agua, que se lo trajo al punto. El agua tembloteaba en el vaso; pero más tembló este en manos de Augusto, que se lo bebió de un trago, atropelladamente, vertiéndosele agua por la barba, y sin quitar en tanto sus ojos de los ojos de Eugenia.
– Si quiere usted -dijo ella-, mandaré que le hagan una taza de té, o de manzanilla, o de tila… ¿Qué, se ha pasado?
– No, no, no fue nada; gracias, Eugenia, gracias -y se enjugaba el agua de la barba.
– Bueno, pues ahora siéntese usted -y cuando estuvieron sentados prosiguió ella-: Le esperaba cualquier día y di orden a la criada de que aunque no estuviesen mis tíos, como sucede algunas tardes, le hiciese a usted pasar y me avisara. Así como así, deseaba que hablásemos a solas.
– ¡Oh, Eugenia, Eugenia!
– Bueno, las cosas más fríamente. Nunca me pude imaginar que le daría tan fuerte, porque me dio usted miedo cuando entré aquí; parecía un muerto.
– Y más muerto que vivo estaba, créamelo.
– Va a ser menester que nos expliquemos.
– ¡Eugenia! -exclamó el pobre, y extendió una mano que recogió al punto.
– Todavía me parece que no está usted en disposición de que hablemos tranquilamente, como buenos amigos. ¡A ver! -y le cogió la mano para tomarle el pulso.
Y este empezó a latir febril en el pobre Augusto; se puso rojo, ardíale la frente. Los ojos de Eugenia se le borraron de la vista y no vio ya nada sino una niebla, una niebla roja. Un momento creyó perder el sentido.
– ¡Ten compasión, Eugenia, ten compasión de mí!
– ¡Cálmese usted, don Augusto, cálmese!
– Don Augusto… don Augusto… don… don…
– Sí, mi bueno de don Augusto, cálmese usted y hablemos tranquilamente.
– Pero, permítame… -y le cogió entre sus manos la diestra aquella blanca y fría como la nieve, de ahusados dedos, hecha para acariciar las teclas del piano, para arrancarles dulces arpegios.
– Como usted quiera, don Augusto.
Este se la llevó a los labios y la cubrió de besos que apenas entibiaron la frialdad blanca.
– Cuando usted acabe, don Augusto, empezaremos a hablar.
– Pero mira, Eugenia, ven…
– No, no, no, ¡formalidad! -y desprendiendo su mano de las de él prosiguió-: Yo no sé qué género de esperanzas le habrán hecho concebir mis tíos, o más bien mi tía, pero el caso es que me parece que usted está engañado.
– ¿Cómo engañado?
– Sí, han debido decirle que tengo novio.
– Lo sé.
– ¿Se lo han dicho ellos?
– No, no me lo ha dicho nadie, pero lo sé.
– Entonces…
– Pero es, Eugenia, que yo no pretendo nada, que no busco nada, que nada pido; es, Eugenia, que yo me contento con que se me deje venir de cuando en cuando a bañar mi espíritu en la mirada de esos ojos, a embriagarme en el vaho de su respiración…
– Bueno, don Augusto, esas son cosas que se leen en los libros; dejemos eso. Yo no me opongo a que usted venga cuantas veces se le antoje, a que me vea y me revea, a que hable conmigo y hasta… ya lo ha visto usted, hasta a que me bese la mano, pero yo tengo un novio, del cual estoy enamorada y con el cual pienso casarme.
– Pero ¿de veras está usted enamorada de él?
– ¡Vaya una pregunta!
– Y ¿en qué conoce usted que está de él enamorada?
– Pero ¿es que se ha vuelto usted loco, don Augusto?
– No, no; lo digo porque mi amigo mejor me ha dicho que hay muchos que creen estar enamorados sin estarlo…
– Lo ha dicho por usted, ¿no es eso?
– Sí, por mí lo ha dicho, ¿pues?
– Porque en el caso de usted acaso sea verdad eso…
– Pero ¿es que cree usted, es que crees, Eugenia, que no estoy de veras enamorado de ti?
– No alce usted tanto la voz, don Augusto, que puede oírle la criada…
– ¡Sí, sí -continuó exaltándose-, hay quien me cree incapaz de enamorarme de veras…!
– Dispense un momento -le interrumpió Eugenia, y se salió dejándole solo.
Volvió al poco rato y con la mayor tranquilidad le dijo:
– Y bien, don Augusto, ¿se ha calmado ya?
– ¡Eugenia, Eugenia!
En este momento se oyó llamar a la puerta y Eugenia dijo: «¡Mis tíos!» A los pocos momentos entraban estos en la sala.
– Vino don Augusto a visitaros, salí yo misma a abrirle, quería irse, pero le dije que pasara, que no tardaríais en venir, ¡y aquí está!
– ¡Vendrán tiempos -exclamó don Fermín- en que se disiparán los convencionalismos sociales todos! Estoy convencido de que las cercas y tapias de las propiedades privadas no son más que un incentivo para los que llamamos ladrones, cuando los ladrones son los otros, los propietarios. No hay propiedad más segura que la que está sin cercas ni tapias, al alcance de todo el mundo. El hombre nace bueno, es naturalmente bueno; la sociedad le malea y pervierte…
– ¡Cállate, hombre -exclamó doña Ermelinda-, que no me dejas oír cantar al canario! ¿No le oye usted, don Augusto?, ¡es un encanto oírle! Y cuando esta se ponía a aprender sus lecciones de piano había que oírle a un canario que entonces tuve: se excitaba, y cuanto más esta daba a las teclas, más él a cantar y más cantar. Como que se murió de eso, reventado…
– ¡Hasta los animales domésticos se contagian de nuestros vicios! -agregó el tío-. ¡Hasta a los animales que con nosotros conviven les hemos arrancado del santo estado de naturaleza! ¡Oh, humanidad, humanidad!
– Y ¿ha tenido usted que esperar mucho, don Augusto? -preguntó la tía.
– Oh, no, señora, no, nada, nada, un momento, un relámpago… por lo menos así me lo pareció…
– ¡Ah, vamos!
– Sí, tía, muy poco tiempo, pero lo bastante para que se haya repuesto de una ligera indisposición que trajo de la calle…
– ¿Cómo?
– Oh, no fue nada, señora, nada…
– Ahora yo les dejo, tengo que hacer -dijo Eugenia, y dando la mano a Augusto se fue.
– Y ¿qué, cómo va eso? -le preguntó a Augusto la tía así que Eugenia hubo salido.
– Y ¿qué es eso?
– ¡La conquista, naturalmente!
– ¡Mal, muy mal! Me ha dicho que tiene novio y que se ha de casar con él.
– ¿No te lo decía yo, Ermelinda, no te lo decía?
– Pues ¡no, no y no!, no puede ser. Eso del novio es una locura, don Augusto, ¡una locura!