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– ¡El mismo, Augustito, el mismo!

– Pero ¿usted por aquí?

– Sí, yo por aquí; enseña mucho la vida, y más la muerte; enseñan más, mucho más que la ciencia.

– Pero ¿y el candidato a genio?

Don Avito Carrascal le contó la lamentable historia de su hijo [2]. Y concluyó diciéndo: «Ya ves, Augustito, cómo he venido a esto…»

Augusto callaba mirando al suelo. Iban por la Ala meda.

– Sí, Augusto, sí -prosiguió don Avito-; la vida es la única maestra de la vida; no hay pedagogía que valga. Sólo se aprende a vivir viviendo, y cada hombre tiene que recomenzar el aprendizaje de la vida de nuevo…

– ¿Y la labor de las generaciones, don Avito, el legado de los siglos?

– No hay más que dos legados: el de las ilusiones y el de los desengaños, y ambos sólo se encuentran donde nos encontramos hace poco: en el templo. De seguro que te llevó allá o una gran ilusión o un gran desengaño.

– Las dos cosas.

– Sí, las dos cosas, sí. Porque la ilusión, la esperanza, engendra el desengaño, el recuerdo, y el desengaño, el recuerdo, engendra a su vez la ilusión, la esperanza. La ciencia es realidad, es presente, querido Augusto, y yo no puedo vivir ya de nada presente. Desde que mi pobre Apolodoro, mi víctima -y al decir esto le lloraba la voz-, murió, es decir, se mató, no hay ya presente posible, no hay ciencia ni realidad que valgan para mí; no puedo vivir sino recordándole o esperándole. Y he ido a parar a ese hogar de todas las ilusiones y todos los desengaños: ¡a la iglesia!

– ¿De modo es que ahora cree usted?

– ¡Qué sé yo…!

– Pero ¿no cree usted?

– No sé si creo o no creo; sé que rezo. Y no sé bien lo que rezo. Somos unos cuantos que al anochecer nos reunimos ahí a rezar el rosario. No sé quiénes son, ni ellos me conocen, pero nos sentimos solidarios, en íntima comunión unos con otros. Y ahora pienso que a la humanidad maldita la falta que le hacen los genios.

– ¿Y su mujer, don Avito?

– ¡Ah, mi mujer! -exclamó Carrascal, y una lágrima que se le había asomado a un ojo pareció irradiarle luz interna-. ¡Mi mujer!, ¡la he descubierto! Hasta mi tremenda desgracia no he sabido lo que tenía en ella. Sólo he penetrado en el misterio de la vida cuando en las noches terribles que sucedieron al suicidio de mi Apolodoro reclinaba mi cabeza en el regazo de ella, de la madre, y lloraba, lloraba, lloraba. Y ella, pasándome dulcemente la mano por la cabeza, me decía: «¡Pobre hijo mío!, ¡pobre mío!» Nunca, nunca ha sido más madre que ahora. Jamás creí al hacerla madre, ¿y cómo?, nada más que para que me diese la materia prima del genio… jamás creí al hacerla madre que como tal la necesitaría para mí un día. Porque yo no conocí a mi madre, Augusto, no la conocí; yo no he tenido madre, no he sabido qué es tenerla hasta que al perder mi mujer a mi hijo y suyo se ha sentido madre mía. Tú conociste a tu madre, Augusto, a la excelente doña Soledad; si no, te aconsejaría que te casases.

– La conocí, don Avito, pero la perdí, y ahí, en la iglesia, estaba recordándola…

– Pues si quieres volver a tenerla, ¡cásate, Augusto, cásate!

– No, aquélla no, aquélla, no la volveré a tener

– Es verdad, pero ¡cásate!

– ¿Y cómo? -añadió Augusto con una forzada sonrisa y recordando lo que había oído de una de las doctrinal de don Avito- ¿cómo?, ¿deductiva o inductivamente?

– ¡Déjate ahora de esas cosas; por Dios, Augusto, no me recuerdes tragedias! Pero… En fin, si te he de seguir el humor, ¡cásate intuitivamente!

– ¿Y si la mujer a quien quiero no me quiere?

– Cásate con la mujer que te quiera, aunque no lo quieras tú. Es rnejor casarse para que le conquisten a uno el amor que para conquistarlo. Busca una que te quiera.

Por la mente de Augusto pasó en rapidísima visión la imagen de la chica de la planchadora. Porque se había hecho la ilusión de que aquella pobrecita quedó enamorada de él.

Cuando al cabo Augusto se despidió de don Avito dirigióse al Casino. Quería despejar la niebla de su cabeza y la de su corazón echando una partida de ajedrez con Víctor.

XIV

Notó Augusto que algo insólito le ocurría a su amigo Víctor; no acertaba ninguna jugada, estaba displicente y silencioso.

– Víctor, algo te pasa…

– Sí, hombre, sí; me pasa una cosa grave. Y como necesito desahogo, vamos fuera; la noche está muy hermosa; te lo contaré.

Víctor, aunque el más íntimo amigo de Augusto, le llevaba cinco o seis años de edad y hacía más de doce que estaba casado, pues contrajo matrimonio siendo muy joven, por deber de conciencia, según decían. No tenía hijos.

Cuando estuvieron en la calle, Víctor comenzó:

– Ya sabes, Augusto, que me tuve que casar muy joven…

– ¿Que te tuviste que casar?

– Sí, vamos, no te hagas el de nuevas, que la murmuración llega a todos. Nos casaron nuestros padres, los míos y los de mi Elena, cuando éramos unos chiquillos. Y el matrimonio fue para nosotros un juego. Jugábamos a marido y mujer. Pero aquello fue una falsa alarma…

– ¿Qué es lo que fue una falsa alarma?

– Pues aquello porque nos casaron. Pudibundeces de nuestros sendos padres. Se enteraron de un desliz nuestro, que tuvo su cachito de escándalo, y sin esperar a ver qué consecuencias tenía, o si las tenía, nos casaron.

– Hicieron bien.

– No diré yo tanto. Mas el caso fue que ni tuvo consecuencias aquel desliz ni las tuvieron los consiguientes deslices de después de casados.

– ¿Deslices?

– Sí, en nuestro caso no eran sino deslices. Nos deslizábamos. Ya te he dicho que jugábamos a marido y mujer…

– ¡Hombre!

– No, no seas demasiado malicioso. Éramos y aún somos jóvenes para pervertirnos. Pero en lo que menos pensábamos era en constituir un hogar. Éramos dos mozuelos que vivían juntos haciendo eso que se llama vida marital. Pero pasó el año y al ver que no venía fruto empezamos a ponernos de morro, a mirarnos un poco de reojo, a incriminarnos mutuamente en silencio. Yo no me avenía a no ser padre. Era un hombre ya, tenía más de veintiún años y, francamente, eso de que yo fuese menos que otros, menos que cualquier bárbaro que a los nueve meses justos de haberse casado, o antes, tiene su primer hijo… a esto no me resignaba.

– Pero, hombre, ¿qué culpa…?

– Y, es claro, yo, aun sin decírselo, le echaba la culpa a ella y me decía: «Esta mujer es estéril y te pone en ridículo.» Y ella, por su parte, no me cabía duda, me culpaba a mí, y hasta suponía, qué sé yo…

– ¿Qué?

– Nada, que cuando pasa un año y otro y otro y el matrimonio no tiene hijos, la mujer da en pensar que la culpa es del marido y que lo es porque no fue sano al matrimonio, porque llevó cualquier dolencia… El caso es que nos sentíamos enemigos el uno del otro; que el demonio se nos había metido en casa. Y al fin estalló el tal demonio y llegaron las reconvenciones mutuas y aquello de «tú no sirves» y «quien no sirve eres tú» y todo lo demás.

– ¿Sería por eso que hubo una temporada, a los dos o tres años de haberte casado, que anduviste tan malo, tan preocupado, neurasténico?, ¿cuando tuviste que ir solo a aquel sanatorio?

– No, no fue eso… fue algo peor.

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[2] Historia que he contado en mi novela Amor y pedagogía. (Note del autor)