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Hubo un silencio. Víctor miraba al suelo.

– Bueno, bueno, guárdatelo; no quiero romper tus secretos.

– ¡Pues sea, te lo diré! fue que exacerbado por aquellas querellas intestinas con mi pobre mujer, llegué a imaginarme que la cuestión dependía no de la intensidad de lo que sea, sino del número, ¿me entiendes?

– Sí, creo entenderte…

– Y di en dedicarme a comer como un bárbaro lo que creí más sustancioso y nutritivo y bien sazonado con todo género de especias, en especial las que pasan por más afrodisiacas, y a frecuentar lo más posible a mi mujer. Y, claro…

– Te pusiste enfermo.

– ¡Natural! Y si no acudo a tiempo y entramos en razón me las lío al otro mundo. Pero curé de aquello en ambos sentidos, volví a mi mujer y nos calmamos y resignamos. Y poco a poco volvió a reinar en casa no ya la paz, sino hasta la dicha. Al principio de esta nueva vida, a los cuatro o cinco años de casados, lamentábamos alguna que otra vez nuestra soledad, pero muy pronto no sólo nos consolamos, sino que nos habituamos. Y acabamos no sólo por no echar de menos a los hijos, sino hasta por compadecer a los que los tienen. Nos habituamos uno a otro, nos hicimos el uno costumbre del otro. Tú no puedes entender esto…

– No, no lo entiendo.

– Pues bien; yo me hice una costumbre de mi mujer y Elena se hizo una costumbre mía. Todo estaba moderadamente regularizado en nuestra casa, todo, lo mismo que las comidas. A las doce en punto, ni minuto más ni minuto menos, la sopa en la mesa, y de tal modo, que comemos todos los días casi las mismas cosas, en el mismo orden y en la misma cantidad. Aborrezco el cambio y lo aborrece Elena. En mi casa se vive al reló.

– Vamos, sí, esto me recuerda lo que dice nuestro amigo Luis del matrimonio Romera, que suele decir que son marido y mujer solterones.

– En efecto, porque no hay solterón más solterón y recalcitrante que el casado sin hijos. Una vez, para suplir la falta de hijos, que al fin y al cabo ni en mí había muerto el sentimiento de la paternidad ni menos el de la maternidad en ella, adoptamos, o si quieres prohijamos, un perro; pero al verle un día morir a nuestra vista, porque se le atravesó un hueso en la garganta, y ver aquellos ojos húmedos que parecían suplicarnos vida, nos entró una pena y un horror tal que no quisimos más perros ni cosa viva. Y nos contentamos con unas muñecas, unas grandes peponas, que son las que has visto en casa, y que mi Elena viste y desnuda.

– Esas no se os morirán.

– En efecto. Y todo iba muy bien y nosotros contentísimos. Ni me turban el sueño llantos de niño, ni tenía que preocuparme de si será varón o hembra y qué he de hacer de él o de ella… Y, además, he tenido siempre mi mujer a mi disposición, cómodamente, sin estorbos de embarazos ni de lactancias; en fin, ¡un encanto de vida!

– ¿Sabes que eso en poco o nada se diferencia…?

– ¿De qué? ¿De un arrimo ilegal? Así lo creo. Un matrimonio sin hijos puede llegar a convertirse en una especie de concubinato legal, muy bien ordenado, muy higiénico, relativamente casto, pero, en fin, ¡lo dicho! Marido y mujer solterones, pero solterones arrimados, en efecto. Y así han transcurrido estos más de once años, van para doce… Pero ahora… ¿sabes lo que me pasa?

– Hombre, ¿cómo lo he de saber?

– Pero ¿no sabes lo que me pasa?

– Como no sea que has dejado encinta a tu mujer…

– Eso, hombre, eso. ¡Figúrate qué desgracia!

– ¿Desgracia? ¿Pues no lo deseasteis tanto…?

– Sí, al principio, los dos o tres primeros años, poco más. Pero ahora, ahora… Ha vuelto el demonio a casa, han vuelto las disensiones. Y ahora como antaño cada uno de nosotros culpaba al otro de la esterilidad del lazo, ahora cada uno culpa al otro de esto que se nos viene. Y ya empezamos a llamarle… no, no te lo digo…

– Pues no me lo digas si no quieres.

– Empezamos a llamarle ¡el intruso! Y yo he soñado que se nos moría una mañana con un hueso atravesado en la garganta…

– ¡Qué barbaridad!

– Sí, tienes razón, una barbaridad. Y ¡adiós regularidad, adiós comodidad, adiós costumbres! Todavía ayer estaba Elena de vómitos; parece que es una de las molestias anejas al estado que llaman… ¡Interesante! ¡Interesante! ¡Interesante! ¡Vaya un interés! ¡De vómito! ¿Has visto nada más indecoroso, nada más sucio?

– Pero ¿ella estará gozosísima al sentirse madre?

– ¿Ella? ¡Como yo! Esto es una mala jugada de la Pro videncia, de la Naturaleza o de quien sea, una burla. Si hubiera venido… el nene o nena, lo que fuere… si hubiera venido cuando, inocentes tórtolos llenos, más que de amor paternal, de vanidad, le esperábamos; si hubiera venido cuando creíamos que el no tener hijos era ser menos que otros; si hubiera venido entonces, ¡santo y muy bueno!, pero ¿ahora, ahora? Te digo que esto es una burla. Si no fuera por…

– ¿Qué hombre, qué?

– Te lo regalaba, para que hiciese compañía a Orfeo.

– Hombre, cálmate, y no digas disparates…

– Tienes razón, disparato. Perdóname. Pero ¿te parece bien, al cabo de cerca de doce años, cuando nos iba tan ricamente, cuando estábamos curados de la ridícula vanidad de los recién casados, venirnos esto? Es claro, ¡vivíamos tan tranquilos, tan seguros, tan confiados…!

– ¡Hombre, hombre!

– Tienes razón, sí, tienes razón. Y lo más terrible es, ¿a que no te figuras?, que mi pobre Elena no puede defenderse del sentimiento del ridículo que la asalta. ¡Se siente en ridículo!

– Pues no veo…

– No, tampoco yo lo veo, pero así es; se siente en ridículo. Y hace tales cosas que temo por el… intruso… o intrusa.

– ¡Hombre! -exclamó Augusto alarmado.

– ¡No, no, Augusto, no, no! No hemos perdido el sentido moral, y Elena, que es como sabes profundamente religiosa, acata, aunque a regañadientes, los designios de la Providencia y se resigna a ser madre. Y será buena madre, no me cabe de ello duda, muy buena madre. Pero es tal el sentimiento del ridículo en ella, que para ocultar su estado, para encubrir su embarazo, la creo capaz de cosas que… En fin, no quiero pensar en ello. Por de pronto, hace ya una semana que no sale de casa; dice que le da vergüenza, que se le figura que van a quedarse todos mirándola en la calle. Y ya habla de que nos vayamos, de que si ella ha de salir a tomar el aire y el sol cuando esté ya en meses mayores, no ha de hacerlo donde haya gentes que la conozcan y que acaso vayan a felicitarla por ello.

Callaron los dos amigos un rato, y después que el breve silencio selló el relato dijo Víctor:

– Conque ¡anda, Augusto, anda y cásate, para que acaso te suceda algo por el estilo; anda y cásate con la pianista!

– Y ¡quién sabe…! -dijo Augusto como quien habla consigo mismo- ¡quién sabe…! Acaso casándome volveré a tener madre…

– Madre, sí -añadió Víctor-, ¡de tus hijos! Si los tienes…

– ¡Y la madre mía! Acaso ahora, Víctor, empieces a tener en tu mujer una madre, una madre tuya.

– Lo que voy a empezar ahora es a perder noches…

– O a ganarlas, Víctor, o a ganarlas.

– En fin, que no sé lo que me pasa, ni lo que nos pasa. Y yo por mí creo que llegaría a resignarme; pero mi Elena, mi pobre Elena… ¡Pobrecita!

– ¿Ves? Ya empiezas a compadecerla.

– En fin, Augusto, ¡que pienses mucho antes de casarte!