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Y se separaron.

Augusto entró en su casa llena la cabeza de cuanto había oído a don Avito y a Víctor. A penas se acordaba ya ni de Eugenia ni de la hipoteca liberada, ni de la mozuela de la planchadora.

Cuando al entrar en casa salió saltando a recibirle Orfeo, le cogió, le tentó bien el gaznate, y apretándole el seno le dijo: «Cuidado con los huesos, Orfeo, mucho cuidadito con ellos, ¿eh? No quiero que te atragantes con uno; no quiero verte morir a mis ojos suplicándome vida. Ya ves, Orfeo, don Avito, el pedagogo, se ha convertido a la religión de sus abuelos… ¡es la herencia! Y Víctor no se resigna a ser padre. Aquel no se consuela de haber perdido a su hijo y este no se consuela de ir a tenerlo. y ¡qué ojos, Orfeo, qué ojos! ¡Cómo le fulguraban cuando me dijo: “¡Quiere usted comprarme!, ¡quiere usted comprar no mi amor, que ese no se compra, sino mi cuerpo! ¡Quédese con mi casa!” ¡Comprar yo su cuerpo… su cuerpo…! ¡Si me sobra el mío, Orfeo, me sobra el mío! Lo que yo necesito es alma, alma, alma. Y una alma de fuego, como la que irradia de los ojos de ella, de Eugenia. ¡Su cuerpo… su cuerpo… sí, su cuerpo es magnífico, espléndido, divino; pero es que su cuerpo es alma, alma pura, todo él vida, todo él significación, todo él idea! A mí me sobra el cuerpo, Orfeo, me sobra el cuerpo porque me falta alma. O ¿no es más bien que me falta alma porque me sobra cuerpo? Yo me toco el cuerpo, Orfeo, me lo palpo, me lo veo, pero ¿el alma?, ¿dónde está mi alma?, ¿es que la tengo? Sólo la sentí resollar un poco cuando tuve aquí abrazada, sobre mis rodillas, a Rosario, a la pobre Rosario; cuando ella lloraba y lloraba yo. Aquellas lágrimas no podían salir de mi cuerpo; salían de mi alma. El alma es un manantial que sólo se revela en lágrimas. Hasta que se llora de veras no se sabe si se tiene o no alma. Y ahora vamos a dormir, Orfeo, si es que nos dejan.»

XV

– Pero ¿qué has hecho, chiquilla? -preguntó doña Ermelinda a su sobrina.

– ¿Qué he hecho? Lo que usted, si es que tiene vergüenza, habría hecho en mi caso; estoy de ello segura. ¡Querer comprarme!, ¡querer comprarme a mí!

– Mira, chiquilla, es siempre mucho mejor que quieran comprarla a una que no es el que quieran venderla, no lo dudes.

– ¡Querer comprarme!, ¡querer comprarme a mí!

– Pero si no es eso, Eugenia, si no es eso. Lo ha hecho por generosidad, por heroísmo…

– No quiero héroes. Es decir, los que procuran serlo. Cuando el heroísmo viene por sí, naturalmente, ¡bueno!; pero ¿por cálculo? ¡Querer comprarme!, ¡querer comprarme a mí, a mí! Le digo a usted, tía, que me la ha de pagar. Me la ha de pagar ese…

– ¿Ese… qué? ¡Vamos, acaba!

– Ese… panoli desaborido. Y para mí como si no existiera. ¡Como que no existe!

– Pero qué tonterías estás diciendo…

– ¿Es que cree usted tía, que ese tío…?

– ¿Quién, Fermín?

– No, ese… ese del canario, ¿tiene algo dentro?

– Tendrá por lo menos sus entrañas…

– Pero ¿usted cree que tiene entrañas? ¡Quiá! ¡Si es hueco, como si lo viera, hueco!

– Pero ven acá, chiquilla, hablemos fríamente y no digas ni hagas tonterías. Olvida eso. Yo creo que debes aceptarle…

– Pero si no le quiero, tía…

– Y tú ¿qué sabes lo que es querer? Careces de experiencia. Tú sabrás lo que es una fusa o una corchea, pero lo que es querer…

– Me parece, tía, que está usted hablando por hablar…

– ¿Qué sabes tú lo que es querer, chiquilla?

– Pero si quiero a otro…

– ¿A otro? ¿A ese gandul de Mauricio, a quien se le pasea el alma por el cuerpo? ¿A eso le llamas querer?, ¿a eso le llamas otro? Augusto es tu salvación y sólo Augusto. ¡Tan fino, tan rico, tan bueno…!

– Pues por eso no le quiero, porque es tan bueno como usted dice… No me gustan los hombres buenos.

– Ni a mí, hija, ni a mí, pero…

– ¿Pero qué?

– Que hay que casarse con ellos. Para eso han nacido y son buenos, para maridos.

– Pero si no le quiero, ¿cómo he de casarme con él?

– ¿Cómo? ¡Casándote! ¿No me casé yo con tu tío…?

– Pero, tía…

– Sí, ahora creo que sí, me parece que sí; pero cuando me casé no sé si le quería. Mira, eso del amor es una cosa de libros, algo que se ha inventado no más que para hablar y escribir de ello. Tonterías de poetas. Lo positivo es el matrimonio. El Código civil no habla del amor y sí del matrimonio. Todo eso del amor no es más que música…

– ¿Música?

– Música, sí. Y ya sabes que la música apenas sirve sino para vivir de enseñarla, y que si no te aprovechas de una ocasión como esta que se te presenta vas a tardar en salir de tu purgatorio…

– Y ¿qué? ¿Les pido yo a ustedes algo? ¿No me gano por mí mi vida? ¿Les soy gravosa?

– No te sulfures así, polvorilla, ni digas esas cosas, porque vamos a reñir de veras. Nadie te habla de eso. Y todo lo que te digo y aconsejo es por tu bien.

– Sí, por mi bien… por mi bien… Por mi bien ha hecho el señor don Augusto Pérez esa hombrada, por mi bien… ¡Una hombrada, sí, una hombrada! ¡Quererme comprar…! ¡Quererme comprar a mí… a mí! ¡Una hombrada, lo dicho, una hombrada… una cosa de hombre! Los hombres, tía, ya lo voy viendo, son unos groseros, unos brutos, carecen de delicadeza. No saben hacer ni un favor sin ofender…

– ¿Todos?

– ¡Todos, sí todos! Los que son de veras hombres se entiende.

– ¡Ah!

– Sí, porque los otros, los que no son groseros y brutos y egoístas, no son hombres.

– Pues ¿qué son?

– ¡Qué sé yo… maricas!

– ¡Vaya unas teorías, chiquilla!

– En esta casa hay que contagiarse.

– Pero eso no se lo has oído nunca a tu tío.

– No, se me ha ocurrido a mí observando a los hombres.

– ¿También a tu tío?

– Mi tío no es un hombre… de esos.

– Entonces es un marica, ¿eh?, un marica. ¡Vamos, habla!

– No, no, no, tampoco. Mi tío es… vamos… mi tío… No me acostumbro del todo a que sea algo así… vamos… de carne y hueso.

– Pues ¿qué, qué crees de tu tío?

– Que no es más que… no sé cómo decirlo… que no es más que mi tío. Vamos, así como si no existiese de verdad.

– Eso te creerás tú, chiquilla. Pero yo te digo que tu tío existe, ¡vaya si existe!

– Brutos, todos brutos, brutos todos. ¿No sabe usted lo que ese bárbaro de Martín Rubio le dijo al pobre don Emeterio a los pocos días de quedarse este viudo?

– No lo he oído, creo.

– Pues verá usted; fue cuando la epidemia aquella, ya sabe usted. Todo el mundo estaba alarmadísimo, a mí no me dejaron ustedes salir de casa en una porción de días y hasta tomaba el agua hervida. Todos huían los unos de los otros, y si se veía a alguien de luto reciente era como si estuviese apestado. Pues bien; a los cinco o seis días de haber enviudado el pobre don Emeterio tuvo que salir de casa, de luto por supuesto, y se encontró de manos a boca con ese bárbaro de Martín. Este, al verle de luto, se mantuvo a cierta prudente distancia de él, como temiendo el contagio, y le dijo: «Pero, hombre, ¿qué es eso?, ¿alguna desgracia en tu casa?» «Sí -le contestó el pobre don Emeterio-, acabo de perder a mi pobre mujer…» «¡Lástima! Y ¿cómo, cómo ha sido eso?» «De sobreparto», le dijo don Emeterio. «¡Ah, menos mal!, le contestó el bárbaro de Martín, y entonces se le acercó a darle la mano. ¡Habráse visto caballería mayor…! ¡Una hombrada! Le digo a usted que son unos brutos, nada más que unos brutos.