– También a mí el tono de discurso me carga…
– Sí, es la complacencia del hombre en el habla, y en el habla viva… Y sobre todo que parezca que el autor no dice las cosas por sí, no nos molesta con su personalidad, con su yo satánico. Aunque, por supuesto, todo lo que digan mis personajes lo digo yo…
– Eso pasta cierto punto…
– ¿Cómo hasta cierto punto?
– Sí, que empezarás creyendo que los llevas tú, de tu mano, y es fácil que acabes convenciéndote de que son ellos los que te llevan. Es muy frecuente que un autor acabe por ser juguete de sus ficciones…
– Tal vez, pero el caso es que en esa novela pienso meter todo lo que se me ocurra, sea como fuere.
– Pues acabará no siendo novela.
– No, será… será… nivola.
– Y ¿qué es eso, qué es nivola?
– Pues le he oído contar a Manuel Machado, el poeta, el hermano de Antonio, que una vez le llevó a don Eduardo Benoit, para leérselo, un soneto que estaba en alejandrinos o en no sé qué otra forma heterodoxa. Se lo leyó y don Eduardo le dijo: «Pero ¡eso no es soneto!…» «No, señor -le contestó Machado-, no es soneto, es… sonite.» Pues así con mi novela, no va a ser novela, sino… ¿cómo dije?, navilo… nebulo, no, no, nivola, eso es, ¡nivola! Así nadie tendrá derecho a decir que deroga las leyes de su género… Invento el género, a inventar un género no es más que darle un nombre nuevo, y le doy las leyes que me place. ¡Y mucho diálogo!
– ¿Y cuando un personaje se queda solo?
– Entonces… un monólogo. Y para que parezca algo así como un diálogo invento un perro a quien el personaje se dirige.
– ¿Sabes, Víctor, que se me antoja que me estás inventando?…
– ¡Puede ser!
Al separarse uno de otro, Víctor y Augusto, iba diciéndose este: «Y esta mi vida, ¿es novela, es nivola o qué es? Todo esto que me pasa y que les pasa a los que me rodean, ¿es realidad o es ficción? ¿No es acaso todo esto un sueño de Dios o de quien sea, que se desvanecerá en cuanto Él despierte, y por eso le rezamos y elevamos a Él cánticos a himnos, para adormecerle, para cunar su sueño? ¿No es acaso la liturgia de todas las religiones un modo de brezar el sueño de Dios y que no despierte y deje de soñarnos? ¡Ay, mi Eugenia!, ¡mi Eugenia! Y mi Rosarito…»
– ¡Hola, Orfeo!
Orfeo le había salido al encuentro, brincaba, le quería trepar piernas arriba. Cogióle y el animalito empezó a lamerle la mano.
– Señorito -le dijo Liduvina-, ahí le aguarda Rosarito con la plancha.
– ¿Y cómo no la despachaste tú?
– Qué sé yo… Le dije que el señorito no podía tardar, que si quería aguardarse…
– Pero podías haberle despachado como otras veces…
– Sí, pero… en fin, usted me entiende…
– ¡Liduvina! ¡Liduvina!
– Es mejor que la despache usted mismo.
– Voy allá.
XVIII
– ¡Hola, Rosarito! -exclamó Augusto apenas la vio.
– Buenas tardes, don Augusto -y la voz de la muchacha era serena y clara y no menos clara y serena su mirada.
– ¿Cómo no has despachado con Liduvina como otras veces en que yo no estoy en casa cuando llegas?
– ¡No sé! Me dijo que me esperase. Creí que querría usted decirme algo…
«Pero ¿esto es ingenuidad o qué es?», pensó Augusto y se quedó un momento suspenso. Hubo un instante embarazoso, preñado de un inquieto silencio.
– Lo que quiero, Rosario, es que olvides lo del otro día, que no vuelvas a acordarte de ello, ¿entiendes?
– Bueno, como usted quiera…
– Sí, aquello fue una locura… una locura… no sabía bien lo que me hacía ni lo que decía… como no lo sé ahora… -e iba acercándose a la chica.
Esta le esperaba tranquilamente y como resignada. Augusto se sentó en un sofá, la llamó: ¡ven acá!, la dijo que se sentara, como la otra vez sobre sus rodillas, y la estuvo un buen rato mirando a los ojos. Ella resistió tranquilamente aquella mirada, pero temblaba toda ella como la hoja de un chopo.
– ¿Tiemblas, chiquilla…?
– ¿Yo? Yo no. Me parece que es usted…
– No tiembles, cálmate.
– No vuelva a hacerme llorar…
– Vamos, sí, que quieres que te vuelva a hacer llorar. Di, ¿tienes novio?
– Pero qué preguntas…
– Dímelo, ¿le tienes?
– ¡Novio… así, novio… no!
– Pero ¿es que no se te ha dirigido todavía ningún mozo de tu edad?
– Ya ve usted, don Augusto…
– ¿Y qué le has dicho?
– Hay cosas que no se dicen…
– Es verdad. Y vamos, di, ¿os queréis?
– Pero, ¡por Dios, don Augusto…!
– Mira, si es que vas a llorar te dejo.
La chica apoyó la cabeza en el pecho de Augusto, ocultándolo en él, y rompió a llorar procurando ahogar sus sollozos. «Esta chiquilla se me va a desmayar», pensó él mientras le acariciaba la cabellera.
– ¡Cálmate!, ¡cálmate!
– ¿Y aquella mujer…? -preguntó Rosario sin levantar la cabeza y tragándose sus sollozos.
– Ah, ¿te acuerdas? Pues aquella mujer ha acabado por rechazarme del todo. Nunca la gané, pero ahora la he perdido del todo, ¡del todo!
La chica levantó la frente y le miró cara a cara, como para ver si decía la verdad.
– Es que me quiere engañar… -susurró.
– ¿Cómo que te quiero engañar? Ah, ya, ya. Conque esas tenemos, ¿eh? Pues ¿no dices que tenías novio?
– Yo no he dicho nada…
– ¡Calma!, ¡calma! -y poniéndola junto a sí en el sofá se levantó él y empezó a pasearse por la estancia.
Pero al volver la vista a ella vio que la pobre muchacha estaba demudada y temblorosa. Comprendió que se encontraba sin amparo, que así, sola frente a él, a cierta distancia, sentada en aquel sofá como un reo ante el fiscal, sentíase desfallecer.
– ¡Es verdad! -exclamó-; estamos más protegidos cuanto más cerca.
Volvió a sentarse, volvió a sentarla sobre sí, la ciñó con sus brazos y la apretó a su pecho. La pobrecilla le echó un brazo sobre el hombro, como para apoyarse en él, y volvió a ocultar su cara en el seno de Augusto. Y allí, como oyese el martilleo del corazón de este, se alarmó.
– ¿Está usted malo, don Augusto?
– ¿Y quién está bueno?
– ¿Quiere usted que llame para que le traigan algo?
– No, no, déjalo. Yo sé cuál es mi enfermedad. Y lo que me hace falta es emprender un viaje. -Y después de un silencio-: ¿Me acompañarás en él?
– ¡Don Augusto!
– ¡Deja el don! ¿Me acompañarás?
– Como usted quiera…
Una niebla invadió la mente de Augusto; la sangre empezó a latirle en las sienes, sintió una opresión en el pecho. Y para libertarse de ello empezó a besar a Rosarito en los ojos, que los tenía que cerrar. De pronto se levantó y dijo dejándola:
– ¡Déjame!, ¡déjame!, ¡tengo miedo!
– ¿Miedo de qué?
La repentina serenidad de la mozuela le asustó más aún.
– Tengo miedo, no sé de quién, de ti, de mí; ¡de lo que sea!, ¡de Liduvina! Mira, vete, vete, pero volverás, ¿no es eso?, ¿volverás?