Mucho se me ocurre atañedero al inesperado final de este relato y a la versión que en él da don Miguel de la muerte de mi desgraciado amigo Augusto, versión que estimo errónea; pero no es cosa de que me ponga yo ahora aquí a discutir en este prólogo con mi prologado. Pero debo hacer constar en descargo de mi conciencia que estoy profundamente convencido de que Augusto Pérez, cumpliendo el propósito de suicidarse que me comunicó en la última entrevista, que con él tuve, se suicidó realmente y de hecho, y no sólo idealmente y de deseo. Creo tener pruebas fehacientes en apoyo de mi opinión; tantas y tales pruebas, que deja de ser opinión para llegar a conocimiento.
Y con esto acabo.
VÍCTOR GOTI [1].
POST-PROLOGO
De buena gana discutiría aquí alguna de las afirmaciones de mi prologuista, Víctor Goti, pero como estoy en el secreto de su existencia -la de Goti-, prefiero dejarle la entera responsabilidad de lo que en ese su prólogo dice. Además, como fui yo quien le rogué que me lo escribiese, comprometiéndome de antemano -o sea a priori- a aceptarlo tal y como me lo diera, no es cosa ni de que lo rechace, ni siquiera de que me ponga a corregirlo y rectificarlo ahora a trasmano -o sea a posteriori-. Pero otra cosa es que deje pasar ciertas apreciaciones suyas sin alguna mía. ¡No sé hasta qué punto sea lícito hacer uso de confidencias vertidas en el seno de la más íntima amistad y llevar al público opiniones o apreciaciones que no las destinaba a él quien las profiriera. Y Goti ha cometido en su prólogo la indiscreción de publicar juicios míos que nunca tuve intención de que se hiciesen públicos. O por lo menos nunca quise que se publicaran con la crudeza con que en privado los exponía.
Y respecto a su afirmación de que el desgraciado… Aunque, desgraciado, ¿por qué? Bien; supongamos que lo hubiese sido. Su afirmación, digo, de que el desgraciado, o lo que fuese, Augusto Pérez se suicidó y no murió como yo cuento su muerte, es decir, por mi libérrimo albedrío y decisión, es cosa que me hace sonreír. Opiniones hay, en efecto, que no merecen sino una sonrisa. Y debe andarse mi amigo y prologuista Goti con mucho tiento en discutir así mis decis.iones, porque si me fastidia mucho acabaré por hacer con él lo que con su amigo Pérez hice, y es que le dejaré morir o le mataré a guisa de médico. Los cuales ya saben mis lectores que se mueven en este dilema: o dejan morir al enfermo por miedo a matarle, o le matan por miedo de que se les muera. Y así yo soy capaz de matar a Goti si veo que se me va a morir, o de dejarle morir si temo haber de matarle.
Y no quiero prolongar más este post-prólogo, que es lo bastante para darle la alternativa a mi amigo Víctor Goti, a quien agradezco su trabajo.
M.DE U.
PRÓLOGO A ESTA EDICIÓN
La primera edición de esta mi obra -¿mía sólo?- apareció en 1914 en la Biblioteca «Renacimiento», a la que luego se la han llevado la trampa y los tramposos. Parece que hay otra segunda, de 1928, pero de ella no tengo nás que noticia bibliográfica. No la he visto, sin que sea le extrañar, pues en ese tiempo se encontraba la dictadura en el poder y yo desterrado, para no acatarla, en Hendaya. En 1914, al habérseme echado -más bien desenjauladole mi primera rectoría de la Universidad de Salamanca, entré en una nueva vida con la erupción de la guerra de las laciones que sacudió a nuestra España, aunque esta no beligerante. Dividiónos a los españoles en germanófilos y antigermanófilos -aliadófilos si se quiere-, más según nuestros temperamentos que según los motivos de la guerra. Fue la ocasión que nos marcó el curso de nuestra ulterior historia hasta llegar a la supuesta revolución de 1931, al suicidio de la monarquía borbónica. Es cuando me sentí envuelto en la niebla histórica de nuestra España, de nuestra Europa y hasta de nuestro universo humano.
Ahora, al ofrecérseme en 1935 coyuntura de reeditar mi NIEBLA, la he revisado, y al revisarla la he rehecho íntimamente, la he vuelto a hacer; la he revivido en mí. Que el pasado revive; revive el recuerdo y se rehace. Es una obra nueva para mí, como lo será, de seguro, para aquellos de mis lectores que la hayan leído y la vuelvan a leer de nuevo. Que me relean al releerla. Pensé un momento si hacerla de nuevo, renovarla; pero sería otra… ¿Otra? Cuando aquel mi Augusto Pérez de hace veintiún años -tenía yo entonces cincuenta- se me presentó en sueños creyendo yo haberle finado y pensando, arrepentido, resucitarle, me preguntó si creía yo posible resucitar a don Quijote, y al contestarle que ¡imposible!: «Pues en el mismo caso estamos todos los demás antes de ficción», me arguyó, y al yo replicarle: «¿Y si te vuelvo a soñar?», éclass="underline" «No se sueña dos veces el mismo sueño. Ese que usted vuelve a soñar y crea soy yo será otro…» ¿Otro? ¡Cómo me ha perseguido y me persigue ese otro! Basta ver mi tragedia El otro. Y en cuanto a la posibilidad de resucitar a don Quijote, creo haber resucitado al de Cervantes y creo que le resucitan todos los que le contemplan y le oyen. No los eruditos, por supuesto, ni los cervantistas. Resucitan al héroe como al Cristo los cristianos siguiendo a Pablo de Tarso. Que así es la historia, o sea la leyenda. Ni hay otra resurrección.
¿Ente de ficción? ¿Ente de realidad? De realidad de ficción, que es ficción de realidad. Cuando una vez sorprendí a mi hijo Pepe, casi niño entonces, dibujando un muñeco y diciéndose: «¡Soy de carne, soy de carne, no pintado!», palabras que ponía en el muñeco, reviví mi niñez, me rehíce y casi me espanté. Fue una aparición espiritual. Y hace poco mi nieto Miguelín me preguntaba si el gato Félix -el de los cuentos para niños- era de carne. Quería decir vivo. Y al insinuarle yo que cuento, sueño o mentira, me replicó: «¿Pero sueño de carne?» Hay aquí toda una metafísica. O una metahistoria.
Pensé también continuar la biografía de mi Augusto Pérez, contar su vida en el otro mundo, en la otra vida. Pero el otro mundo y la otra vida están dentro de este mundo y de esta vida. Hay la biografía y la historia universal de un personaje cualquiera, sea de los que llamamos históricos o de los literarios o de ficción. Ocurrióseme un momento hacerle escribir a mi Augusto una autobiografía en que me rectificara y contase cómo él se soñó a sí mismo. Y dar así a este relato dos conclusiones diferentes -acaso a dos columnas- para que el lector escogiese. Pero el lector no resiste esto, no tolera que se le saque de su sueño y se le sumerja en el sueño del sueño, en la terrible conciencia de la conciencia, que es el congojoso problema. No quiere que le arranquen la ilusión de realidad. Se cuenta de un predicador rural que describía la pasión de Nuestro Señor y al oír llorar a moco tendido a las beatas campesinas exclamó: «No lloréis así, que esto fue hace más de diecinueve siglos, y además acaso no sucedió así como os lo cuento…» Y en otros casos debe decir al oyente: «acaso sucedió…».