«Ahora -prosiguió pensando-, ¡una idea luminosa, luminosísima! Voy a fingir que quiero pretender de nuevo a Eugenia, voy a solicitarla de nuevo, a ver si me admite de novio, de futuro marido, claro que no más que para probarla, como un experimento psicológico y seguro como estoy de que ella me rechazará… ¡pues no faltaba más! Tiene que rechazarme. Después de lo pasado, después de lo que en nuestra última entrevista me dijo, no es posible ya que me admita. Es una mujer de palabra, creo. Mas… ¿es que las mujeres tienen palabra?, ¿es que la mujer, la Mujer, así, con letra mayúscula, la única, la que se reparte entre millones de cuerpos femeninos y más o menos hermosos -más bien más que menos-; es que la Mujer está obligada a guardar su palabra? Eso de guardar su palabra, ¿no es acaso masculino? Pero ¡no, no! Eugenia no puede admitirme; no me quiere. No me quiere y aceptó ya mi dádiva. Y si aceptó mi dádiva y la disfruta, ¿para qué va a quererme?»
«Pero… ¿y si, volviéndose atrás de lo que me dijo -pensó luego-, me dice que sí y me acepta como novio, como futuro marido? Porque hay que ponerse en todo. ¿Y si me acepta?, digo. ¡Me fastidia! ¡Me pesca con mi propio anzuelo! ¡Eso sí que sería el pescador pescado! Pero ¡no, no!, ¡no puede ser! ¿Y si es? ¡Ah! entonces no queda sino resignarse. ¿Resignarse? Sí, resignarse. Hay que saber resignarse a la buena fortuna. Y acaso la resignación a la dicha es la ciencia más difícil. ¿No nos dice Píndaro que las desgracias todas de Tántalo le provinieron de no haber podido digerir su felicidad? ¡Hay que digerir la felicidad! Y si Eugenia me dice que sí, si me acepta, entonces… ¡venció la psicología! ¡Viva la psicología! Pero ¡no, no, no! No me aceptará, no puede aceptarme, aunque sólo sea por salirse con la suya. Una mujer como Eugenia no da su brazo a torcer; la Mujer, cuando se pone frente al Hombre a ver cuál es de más tesón y constancia en sus propósitos, es capaz de todo. ¡No, no me aceptará!»
– Rosarito le espera.
Con tres palabras, preñadas de sentimientos, interrumpió Liduvina el curso de las reflexiones de su amo.
– Di, Liduvina, ¿crees tú que las mujeres sois fieles a lo que una vez hayáis dicho?, ¿sabéis guardar vuestra palabra?
– Según y conforme.
– Sí, el estribillo de tu marido. Pero contesta derechamente y no como acostumbráis hacer las mujeres, que rara vez contestáis a lo que se os pregunta, sino a lo que se os figuraba que se os iba a preguntar.
– Y ¿qué es lo que usted quiso preguntarme?
– Que si vosotras las mujeres guardáis una palabra que hubiéseis dado.
– Según la palabra.
– ¿Cómo según la palabra?
– Pues claro está. Unas palabras se dan para guardarlas y otras para no guardarlas. Ya nadie se engaña, porque es valor entendido…
– Bueno, bueno, di a Rosario que entre.
Y cuando Rosario entró preguntóle Augusto:
– Di Rosario, ¿qué crees tú, que una mujer debe guardar la palabra que dio o que no debe guardarla?
– No recuerdo haberle dado a usted palabra alguna…
– No se trata de eso, sino de si debe o no una mujer guardar la palabra que dio…
– Ah, sí, lo dice usted por la otra… por esa mujer…
– Por lo que lo diga; ¿qué crees tú?
– Pues yo no entiendo de esas cosas…
– ¡No importa!
– Bueno, ya que usted se empeña, le diré que lo mejor es no dar palabra alguna.
– ¿Y si se ha dado?
– No haberlo hecho.
«Está visto -se dijo Augusto- que a esta mozuela no la saco de ahí. Pero ya que está aquí, voy a poner en juego la psicología, a llevar a cabo un experimento.»
– ¡Ven acá, siéntate aquí! -y le ofreció sus rodillas.
La muchacha obedeció tranquilamente y sin inmutarse, como a cosa acordada y prevista. Augusto en cambio quedóse confuso y sin saber por dónde empezar su experiencia psicológica. Y como no sabía qué decir, pues… hacía. Apretaba a Rosario contra su pecho anhelante y le cubría la cara de besos, diciéndose entre tanto: «Me parece que voy a perder la sangre fría necesaria para la investigación psicológica.» Hasta que de pronto se detuvo, pareció calmarse, apartó a Rosario algo de sí y la dijo de repente:
– Pero ¿no sabes que quiero a otra mujer?
Rosario se calló, mirándole fijamente y encogiéndose de hombros.
– Pero ¿no lo sabes? -repitió él.
– ¿Y a mí qué me importa eso ahora…?
– ¿Cómo que no te importa?
– ¡Ahora, no! Ahora me quiere usted a mí, me parece.
– Y a mí también me parece, pero…
Y entonces ocurrió algo insólito, algo que no entraba en las previsiones de Augusto, en su programa de experiencia psicológica sobre la Mujer, y es que Rosario, bruscamente, le enlazó los brazos al cuello y empezó a besarle. Apenas si el pobre hombre tuvo tiempo para pensar: «Ahora soy yo el experimentado; esta mozuela está haciendo estudios de psicología masculina.» Y sin darse cuenta de lo que hacía sorprendióse acariciando con las temblorosas manos las pantorrillas de Rosario.
Levantóse de pronto Augusto, levantó luego en vilo a Rosario y la echó en el sofá. Ella se dejaba hacer, con el rostro encendido. Y él, teniéndola sujeta de los brazos con sus dos manos, se le quedó mirando a los ojos.
– ¡No los cierres, Rosario, no los cierres, por Dios! Ábrelos. Así, así, cada vez más. Déjame que me vea en ellos, tan chiquitito…
Y al verse a sí mismo en aquellos ojos como en un espejo vivo, sintió que la primera exaltación se le iba templando.
– Déjame que me vea en ellos como en un espejo, que me vea tan chiquitito… Sólo así llegaré a conocerme… viéndome en ojos de mujer…
Y el espejo le miraba de un modo extraño. Rosario pensaba: «Este hombre no me parece como los demás; debe de estar loco.»
Apartóse de pronto de ella Augusto, se miró a sí mismo, y luego se palpó, exclamando al cabo:
– Y ahora, Rosario, perdóname.
– ¿Perdonarle?, ¿por qué?
Y había en la voz de la pobre Rosario más miedo que otro sentimiento alguno. Sentía deseos de huir, porque ella se decía: «Cuando uno empieza a decir o hacer incongruencias no sé adónde va a parar. Este hombre sería capaz de matarme en un arrebato de locura.» Y le brotaron unas lágrimas.
– ¿Lo ves? -le dijo Augusto-, ¿lo ves? Sí, perdóname, Rosarito, perdóname; no sabía lo que me hacía.
Y ella pensó: «Lo que no sabe es lo que no se hace.»
– Y ahora, ¡vete, vete!
– ¿Me echa usted?
– No, me defiendo. ¡No te echo, no! ¡Dios me libre! Si quieres me ire yo y te quedas aquí tú, para que veas que no te echo.
«Decididamente, no está bueno», pensó ella y sintió lástima de él.
– Vete, vete, y no me olvides, ¿eh? -le cogió de la barbilla, acariciándosela-. No me olvides, no olvides al pobre Augusto.