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– No, está oscurísimo, muy oscuro.

– Pues porque está tan oscuro, cásate.

– Sí, pero… ¡me asaltan tantas dudas!

– Mejor, pequeño Hamlet, mejor. ¿Dudas?, luego piensas; ¿piensas?, luego eres.

– Sí, dudar es pensar.

– Y pensar es dudar y nada más que dudar. Se cree, se sabe, se imagina sin dudar; ni la fe, ni el conocimiento, ni la imaginación suponen duda y hasta la duda las destruye, pero no se piensa sin dudar. Y es la duda lo que de la fe y del conocimiento, que son algo estático, quieto, muerto, hace pensamiento, que es dinámico, inquieto, vivo.

– ¿Y la imaginación?

– Sí, ahí cabe alguna duda. Suelo dudar lo que les he de hacer decir o hacer a los personajes de mi nivola, y aun después de que les he hecho decir o hacer algo dudo de si estuvo bien y si es lo que en verdad les corresponde. Pero… ¡paso por todo! Sí, sí, cabe duda en el imaginar, que es un pensar…

Mientras Augusto y Victor sostenían esta conversación nivolesca, yo, el autor de esta nivola, que tienes, lector, en la mano y estás leyendo, me sonreía enigmáticamente al ver que mis nivolescos personajes estaban abogando por mí y justijïcando mis procedimientos, y me decía a mí mismo: «¡Cuán lejos estarán estos infelices de pensar que no están haciendo otra cosa que tratar de justificar lo que yo estoy haciendo con ellos! Así cuando uno busca razones para justificarse no hace en rigor otra cosa que justijicar a Dios. Y yo soy el Dios de estos dos pobres diablos nivolescos.»

XXVI

Augusto se dirigió a casa de Eugenia dispuesto a tentar la última experiencia psicológica, la definitiva, aunque temiendo que ella le rechazase. Y encontróse con ella en la escalera, que bajaba para salir cuando él subía para entrar.

– ¿Usted por aquí, don Augusto?

– Sí, yo; mas puesto que tiene usted que salir, lo dejaré para otro día; me vuelvo.

– No, está arriba mi tío.

– No es con su tío, es con usted, Eugenia, con quien tenía que hablar. Dejémoslo para otro día.

– No, no, volvamos. Las cosas en caliente.

– Es que si está su tío.

– ¡Bah!, ¡es anarquista! No le llamaremos.

Y obligó a Augusto a que subiese con ella. El pobre hombre, que había ido con aires de experimentador, sentíase ahora rana.

Cuando estuvieron solos en la sala, Eugenia, sin quitarse el sombrero, con el traje de calle con que había entrado, le dijo:

– Bien, sepamos qué es lo que tenía que decirme.

– Pues… pues… -y el pobre Augusto balbuceaba- pues… pues…

– Bien; pues ¿qué?

– Que no puedo descansar, Eugenia; que les he dado mil vueltas en el magín a las cosas que nos dijimos la última vez que hablamos, y que a pesar de todo no puedo resignarme, ¡no, no puedo resignarme, no lo puedo!

– Y ¿a qué es lo que no puede usted resignarse?

– Pues ¡a esto, Eugenia, a esto!

– Y ¿qué es esto?

– A esto, a que no seamos más que amigos…

– ¡Más que amigos…! ¿Le parece a usted poco, señor don Augusto?, ¿o es que quiere usted que seamos menos que amigos?

– No, Eugenia, no, no es eso.

– Pues ¿qué es?

– Por Dios, no me haga sufrir…

– El que se hace sufrir es usted mismo.

– ¡No puedo resignarme, no!

– Pues ¿qué quiere usted?

– ¡Que seamos… marido y mujer!

– ¡Acabáramos!

– Para acabar hay que empezar.

– ¿Y aquella palabra que me dio usted?

– No sabía lo que me decía.

– Y la Rosario aquella…

– ¡Oh, por Dios, Eugenia, no me recuerdes eso!, ¡no pienses en la Rosario!

Eugenia entonces se quitó el sombrero, lo dejó sobre una mesilla, volvió a sentarse y luego pausadamente y con solemnidad dijo:

– Pues bien, Augusto, ya que tú, que eres al fin y al cabo un hombre, no te crees obligado a guardar la palabra, yo que no soy nada más que una mujer tampoco debo guardarla. Además, quiero librarte de la Rosario y de las demás Rosarios o Petras que puedan envolverte. Lo que no hizo la gratitud por tu desprendimiento ni hizo el despecho de lo que con Mauricio me paso -ya ves si te soy franca- hace la compasión. ¡Sí, Augusto, me das pena, mucha pena! -y al decir esto le dio dos leves palmaditas con la diestra en una rodilla.

– ¡Eugenia! -y le tendió los brazos como para cogerla.

– ¡Eh, cuidadito! -exclamó ella apartándoselos y hurtándose de ellos- ¡cuidadito!

– Pues la otra vez… la última vez…

– ¡Sí, pero entonces era diferente!

«Estoy haciendo de rana», pensó el psicólogo experimental.

– ¡Sí -prosiguió Eugenia-, a un amigo, nada más que amigo, pueden permitírsele ciertas pequeñas libertades que no se deben otorgar al… vamos, al… novio!

– Pues no lo comprendo…

– Cuando nos hayamos casado, Augusto, te lo explicaré. Y ahora, quietecito, ¿eh?

«Esto es hecho», pensó Augusto, que se sintió ya completa y perfectamente rana.

– Y ahora -agregó Eugenia levantándose- voy a llamar a mi tío.

– ¿Para qué?

– ¡Toma, para darle parte!

– ¡Es verdad! --exclamó Augusto, consternado.

Al momento llegó don Fermín.

– Mire usted, tío -le dijo Eugenia-, aquí tiene usted a don Augusto Pérez, que ha venido a pedirme la mano. Y yo se la he concedido.

– ¡Admirable!, ¡admirable! -exclamó don Fermín-, ¡admirable! ¡Ven acá, hija mía, ven acá que te abrace!, ¡admirable!

– ¿Tanto le admira a usted que vayamos a casarnos, tío?

– No, lo que me admira, lo que me arrebata, lo que me subyuga es la manera de haber resuelto este asunto, los dos solos, sin medianeros… ¡viva la anarquía! Y es lástima, es lástima que para llevar a cabo vuestro propósito tengáis que acudir a la autoridad… Por supuesto, sin acatarla en el fuero interno de vuestra conciencia, ¿eh?, pro formula, nada más que pro formula. Porque yo sé que os consideráis ya marido y mujer. ¡Y en todo caso yo, yo solo, en nombre del Dios anárquico, os caso! Y esto basta. ¡Admirable!, ¡admirable! Don Augusto, desde hoy esta casa es su casa.

– ¿Desde hoy?

– Tiene usted razón, sí, lo fue siempre. Mi casa… ¿mía? Esta casa que habito fue siempre de usted, fue siempre de todos mis hermanos. Pero desde hoy… usted me entiende.

– Sí, le entiende a usted, tío.

En aquel momento llamaron a la puerta y Eugenia dijo:

– ¡La tía!

Y al entrar esta en la sala y ver aquello, exclamó:

– Ya, ¡enterada! ¿Conque es cosa hecha? Esto ya me lo sabía yo.

Augusto pensaba: «¡Rana, rana completa! Y me han pescado entre todos.»

– Se quedará usted hoy a comer con nosotros, por supuesto, para celebrarlo… -dijo doña Ermelinda.

– ¡Y qué remedio! -se le escapó al pobre rana.

XXVII

Empezó entonces para Augusto una nueva vida. Casi todo el día se lo pasaba en casa de su novia y estudiande no psicología, sino estética.

¿Y Rosario? Rosario no volvió por su casa. La siguiente vez que le llevaron la ropa planchada fue otra la que se la llevó, una mujer cualquiera. Y apenas se atrevié a preguntar por qué no venía ya Rosario. ¿Para qué, si le adivinaba? Y este desprecio, porque no era sino desprecio, bien lo conocía y, lejos de dolerle, casi le hizo gracia, Bien. Bien se desquitaría él en Eugenia. Que, por supuesto, seguía con lo de: «¡Eh, cuidadito y manos quedas!» ¡Buena era ella para otra cosa!