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Eugenia le tenía a ración de vista y no más que de vista, encendiéndole el apetito. Una vez le dijo éclass="underline"

– ¡Me entran unas ganas de hacer unos versos a tus ojos!

Y ella le contestó:

– ¡Hazlos!

– Mas para ello -agregó él- sería conveniente que tocases un poco el piano. Oyéndote en él, en tu instrumento profesional, me inspiraría.

– Pero ya sabes, Augusto, que desde que, gracias a tu generosidad, he podido ir dejando mis lecciones no he vuelto a tocar el piano y que lo aborrezco. ¡Me ha costado tantas molestias!

– No importa, tócalo, Eugenia, tócalo para que yo escriba mis versos.

– ¡Sea, pero por única vez!

Sentóse Eugenia a tocar el piano y mientras lo tocaba escribió Augusto esto:

Mi alma vagaba lejos de mi cuerpo

en las brumas perdidas de la idea,

perdida allá en las notas de la música

que según dicen cantan las esferas;

y yacía mi cuerpo solitario

sin alma y triste errando por la tierra.

Nacidos para arar juntos la vida

no vivían; porque él era materia

tan sólo y ella nada más que espíritu

buscando completarse, ¡dulce Eugenia!

Mas brotaron tus ojos como fuentes

de viva luz encima de mi senda

y prendieron a mi alma y la trajeron

del vago cielo a la dudosa tierra,

metiéronla en mi cuerpo, y desde entonces

¡y sólo desde entonces vivo, Eugenia!

Son tus ojos cual clavos encendidos

que mi cuerpo a mi espíritu sujetan,

que hacen que sueñe en mi febril la sangre

y que en carne convierten mis ideas.

¡Si esa luz de mi vida se apagara,

desuncidos espíritu y materia,

perderíame en brumas celestiales

y del profundo en la voraz tiniebla!

– ¿Qué te parecen? -le preguntó Augusto luego que se los hubo leído.

– Como mi piano, poco o nada musicales. Y eso de «según dicen…».

– Sí, es para darle familiaridad…

– Y lo de «dulce Eugenia» me parece un ripio.

– ¿Qué?, ¿que eres un ripio tú?

– ¡Ahí, en esos versos, sí! Y luego todo eso me parece muy… muy…

– Vamos, sí, muy nivodesco.

– ¿Qué es eso?

– Nada, un timo que nos traemos entre Víctor y yo.

– Pues mira, Augusto, yo no quiero timos en mi casa luego que nos casemos, ¿sabes? Ni timos ni perros. Conque ya puedes ir pensando lo que has de hacer de Orfeo…

– Pero ¡Eugenia, por Dios!, ¡si ya sabes cómo le encontré, pobrecillo!, ¡si es además mi confidente…!, ¡si es a quien dirijo mis monólogos todos…!

– Es que cuando nos casemos no ha de haber monólogos en mi casa. ¡Está de más el perro!

– Por Dios, Eugenia, siquiera hasta que tengamos un hijo…

– Si lo tenemos…

– Claro, si lo tenemos. Y si no, ¿por qué no el perro?, ¿por qué no el perro, del que se ha dicho con tanta justicia que sería el mejor amigo del hombre si tuviese dinero…?

– No, si tuviese dinero el perro no sería amigo del hombre, estoy segura de ello. Porque no lo tiene es su amigo.

Otro día le dijo Eugenia a Augusto:

– Mira, Augusto, tengo que hablarte de una cosa grave, muy grave, y te ruego que me perdones de antemano si lo que voy a decirte…

– ¡Por Dios, Eugenia, habla!

– Tú sabes aquel novio que tuve…

– Sí, Mauricio.

– Pero no sabes por qué le tuve que despachar al muy sinvergüenza…

– No quiero saberlo.

– Eso te honra. Pues bien; le tuve que despachar al haragán y sinvergüenza aquel, pero…

– ¿Qué, te persigue todavía?

– ¡Todavía!

– ¡Ah, como yo le coja!…

– No, no es eso. Me persigue, pero no ya con las intenciones que tú crees, sino con otras.

– ¡A ver!, ¡a ver!

– No te alarmes, Augusto, no te alarmes. El pobre Mauricio no muerde, ladra.

– Ah, pues haz lo que dice el refrán árabe: «Si vas a detenerte con cada perro que te salga a ladrar al camino; nunca llegarás al fin de él.» No sirve tirarles piedras. No le hagas caso.

– Creo que hay otro medio mejor.

– ¿Cuál?

– Llevar a prevención mendrugos de pan en el bolsillo e irlos tirando a los perros que salen a ladrarnos, porque ladran por hambre.

– ¿Qué quieres decir?

– Que ahora Mauricio no pretende sino que le busque una colocación cualquiera o un modo de vivir y dice que me dejará en paz, y si no…

– Si no…

– Amenaza con perseguirme para comprometerme…

– ¡Desvergonzado!, ¡bandido!

– No te exaltes. Y creo que lo mejor es quitámosle de enmedio buscándole una colocación cualquiera que le dé para vivir y que sea lo más lejos posible. Es, además, de mi parte algo de compasión porque el pobrecillo es como es, y…

– Acaso tengas razón, Eugenia. Y mira, creo que podré arreglarlo todo. Mañana mismo hablaré a un amigo mío y me parece que le buscaremos ese empleo.

Y, en efecto, pudo encontrarle el empleo y conseguir que le destinasen bastante lejos.

XXVII

Torció el gesto Augusto cuando una mañana le anunció Liduvina que un joven le esperaba y se encontró luego con que era Mauricio. Estuvo por despedirlo sin oírle, pero le atraía aquel hombre que fue en un tiempo novio de Eugenia, al que esta quiso y acaso seguía queriendo en algún modo; aquel hombre que tal vez sabía de la que iba a ser mujer de él, de Augusto, intimidades que este ignoraba; de aquel hombre que… Había algo que les unía.

– Vengo, señor -empezó sumisamente Mauricio-, a darle las gracias por el favor insigne que merced a la mediación de Eugenia usted se ha dignado otorgarme…

– No tiene usted de qué darme las gracias, señor mío, y espero que en adelante dejará usted en paz a la que va a ser mi mujer.

– Pero ¡si yo no la he molestado lo más mínimo!

– Sé a qué atenerme.

– Desde que me despidió, a hizo bien en despedirme, porque no soy yo el que a ella corresponde, he procurado consolarme como mejor he podido de esa desgracia y respetar, por supuesto, sus determinaciones. Y si ella le ha dicho a usted otra cosa…

– Le ruego que no vuelva a mentar a la que va a ser mi mujer, y mucho menos que insinúe siquiera el que haya faltado lo más mínimo a la verdad. Consuélese como pueda y déjenos en paz.

– Es verdad. Y vuelvo a darles a ustedes dos las gracias por el favor que me han hecho proporcionándome ese empleíto. Iré a servirlo y me consolaré como pueda. Por cierto que pienso llevarme conmigo a una muchachita…

– Y ¿a mí qué me importa eso, caballero?

– Es que me parece que usted debe de conocerla…

– ¿Cómo?, ¿cómo?, ¿quiere usted burlarse…?

– No… no… Es una tal Rosario, que está en un taller de planchado y que me parece le solía llevar a usted la plancha…