Augusto palideció. «¿Sabrá este todo?», se dijo, y esto le azaró aún más que su anterior sospecha de que aquel hombre supiese de Eugenia lo que él no sabía. Pero repúsose al pronto y exclamó:
– Y ¿a qué me viene usted ahora con eso?
– Me parece -prosiguió Mauricio, como si no hubiese oído nada- que a los despreciados se nos debe dejar el que nos consolemos los unos con los otros.
– Pero ¿qué quiere usted decir, hombre, qué quiere usted decir? -y pensó Augusto si allí, en aquel que fue escenario de su última aventura con Rosario, estrangularía o no a aquel hombre.
– ¡No se exalte así, don Augusto, no se exalte así! No quiero decir sino lo que he dicho. Ella… la que usted no quiere que yo miente, me despreció, me despachó, y yo me he encontrado con esa pobre chicuela, a la que otro despreció y…
Augusto no pudo ya contenerse; palideció primero, se encendió después, levantóse, cogió a Mauricio por los dos brazos, lo levantó en vilo y le arrojó en el sofá sin darse clara cuenta de lo que hacía, como para estrangularlo. Y entonces, al verse Mauricio en el sofá, dijo con la mayor frialdad:
– Mírese usted ahora, don Augusto, en mis pupilas y verá qué chiquito se ve…
El pobre Augusto creyó derretirse. Por lo menos se le derritió la fuerza toda de los brazos, empezó la estancia a convertirse en niebla a sus ojos; pensó: «¿Estaré soñando?», y se encontró con que Mauricio, de pie ya y frente a él, le miraba con una socarrona sonrisa:
– ¡Oh, no ha sido nada, don Augusto, no ha sido nada! Perdóneme usted, un arrebato… ni sé siquiera lo que me hice… ni me di cuenta… Y ¡gracias, gracias, otra vez gracias!, ¡gracias a usted y a… ella! ¡Adiós!
Apenas había salido Mauricio, llamó Augusto a Liduvina.
– Di, Liduvina, ¿quién ha estado aquí conmigo?
– Un joven.
– ¿De qué señas?
– Pero ¿necesita usted que se lo diga?
– ¿De veras, ha estado aquí alguien conmigo?
– ¡Señorito!
– No… no… júrame que ha estado aquí conmigo un joven y de las señas que me digas… alto, rubio, ¿no es eso?, de bigote, más bien grueso que flaco, de nariz aguileña… ¿ha estado?
– Pero ¿está usted bueno, don Augusto?
– ¿No ha sido un sueño…?
– Como no lo hayamos soñado los dos…
– No, no pueden soñar dos al mismo tiempo la misma cosa. Y precisamente se conoce que algo no es sueño en que no es de uno solo…
– Pues ¡sí, estése tranquilo, sí! Estuvo ese joven que dice.
– Y ¿qué dijo al salir?
– Al salir no habló conmigo… ni le vi…
– Y tú ¿sabes quién es, Liduvina?
– Sí, sé quién es. El que fue novio de…
– Sí, basta. Y ahora, ¿de quién lo es?
– Eso ya sería saber demasiado.
– Como las mujeres sabéis tantas cosas que no os enseñan…
– Sí, y en cambio no logramos aprender las que quieren enseñamos.
– Pues bueno, di la verdad, Liduvina: ¿no sabes con quién anda ahora ese… prójimo?
– No, pero me lo figuro.
– ¿Por qué?
– Por lo que está usted diciendo.
– Bueno, llama ahora a Domingo.
– ¿Para qué?
– Para saber si estoy también todavía soñando o no, y si tú eres de verdad Liduvina, su mujer, o si…
– ¿O si Domingo está soñando también? Pero creo que hay otra cosa mejor.
– ¿Cuál?
– Que venga Orfeo.
– Tienes razón; ¡ese no sueña!
Al poco rato, habiendo ya salido Liduvina, entraba el perro.
«¡Ven acá, Orfeo -le dijo su amo-, ven acá! ¡Pobrecito!, ¡qué pocos días te quedan ya de vivir conmigo! No te quiere ella en casa. Y ¿adónde voy a echarte?, ¿qué voy a hacer de ti?, ¿qué será de ti sin mí? Eres capaz de morirte, ¡lo sé! Sólo un perro es capaz de morirse al verse sin amo. Y yo he sido más que tu amo, ¡tu padre, tu dios! ¡No te quiere en casa; te echa de mi lado! ¿Es que tú, el símbolo de la felicidad, le estorbas en casa? ¡Quién lo sabe…! Acaso un perro sorprende los más secretos pensamientos de las personas con quienes vive, y aunque se calle… ¡Y tengo que casarme, no tengo más remedio que casarme… si no, jamás voy a salir del sueño! Tengo que despertar.»
«Pero ¿por qué me miras así, Orfeo? ¡Si parece que lloras sin lágrimas…! ¿Es que me quieres decir algo?, te veo sufrir por no tener palabras. ¡Qué pronto aseguré que tú no sueñas! ¡Tú sí que me estás soñando, Orfeo! ¿Por qué somos hombres los hombres sino porque hay perros y gatos y caballos y bueyes y ovejas y animales de toda clase, sobre todo domésticos?, ¿es que a falta de animales domésticos en que descargar el peso de la animalidad de la vida habría el hombre llegado a su humanidad? ¿Es que a no haber domesticado el hombre al caballo no andaría la mitad de nuestro linaje llevando a cuestas a la otra mitad? Sí, a vosotros se os debe la civilización. Y a las mujeres. Pero ¿no es acaso la mujer otro animal doméstico? Y de no haber mujeres, ¿serían hombres los hombres? ¡Ay, Orfeo, viene de fuera quien de casa te echa!»
Y le apretó contra su seno, y el perro, que parecía en efecto llorar, le lamía la barba.
XXIX
Todo estaba dispuesto ya para la boda. Augusto la quería recogida y modesta, pero ella, su mujer futura, parecía preferir que se le diese más boato y resonancia.
A medida que se acercaba aquel plazo, el novio ardía por tomarse ciertas pequeñas libertades y confianzas, y ella, Eugenia, se mantenía más en reserva.
– Pero ¡si dentro de unos días vamos a ser el uno del otro, Eugenia!
– Pues por lo mismo. Es menester que empecemos ya a respetarnos.
– Respeto… Respeto… El respeto excluye el cariño.
– Eso creerás tú… ¡Hombre al fin!
Y Augusto notaba en ella algo extraño, algo forzado. Alguna vez parecióle que trataba de esquivar sus miradas. Y se acordó de su madre, de su pobre madre, y del anhelo que sintió siempre porque su hijo se casara bien. Y ahora, próximo a casarse con Eugenia, le atormentaba más lo que Mauricio le dijera de llevarse a Rosario. Sentía celos, unos celos furiosos, y rabia por haber dejado pasar una ocasión, por el ridículo en que quedó ante la mozuela. «Ahora estarán riéndose los dos de mí -se decía-, y él doblemente, porque ha dejado a Eugenia encajándomela y porque se me lleva a Rosario.» Y alguna vez le entraron furiosas ganas de romper su compromiso y de ir a la conquista de Rosario, a arrebatársela a Mauricio.
– Y de aquella mocita, de aquella Rosario, ¿qué se ha hecho? -le preguntó Eugenia unos días antes del de la boda.
– Y ¿a qué viene recordarme ahora eso?
– ¡Ah, si no te gusta el recuerdo, lo dejaré!
– No… no… pero…
– Sí, como una vez interrumpió ella una entrevista nuestra… ¿No has vuelto a saber de ella? -y le miró con mirada de las que atraviesan.
– No, no he vuelto a saber de ella.
– ¿Quién la estará conquistando o quién la habrá conquistado a estas horas…? -y apartando su mirada de Augusto la fijó en el vacío, más allá de lo que miraba.
Por la mente del novio pasaron, en tropel, extraños agüeros. «Esta parece saber algo», se fijo, y luego en voz alta: