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– No puede ser ya… no puede ser…

– Quiero vivir, vivir… y ser yo, yo, yo…

– Pero si tú no eres sino lo que yo quiera…

– ¡Quiero ser yo, ser yo!, ¡quiero vivir! -y le lloraba la voz.

– No puede ser… no puede ser…

– Mire usted, don Miguel, por sus hijos, por su mujer, por lo que más quiera… Mire que usted no será usted… que se morirá.

Cayó a mis pies de hinojos, suplicante y exclamando:

– ¡Don Miguel, por Dios, quiero vivir, quiero ser yo!

– ¡No puede ser, pobre Augusto -le dije cogiéndole una mano y levantándole-, no puede ser! Lo tengo ya escrito y es irrevocable; no puedes vivir más. No sé qué hacer ya de ti. Dios, cuando no sabe qué hacer de nosotros, nos mata. Y no se me olvida que pasó por tu mente la idea de matarme…

– Pero si yo, don Miguel…

– No importa; sé lo que me digo. Y me temo que, en efecto, si no te mato pronto acabes por matarme tú.

– Pero ¿no quedamos en que…?

– No puede ser, Augusto, no puede ser. Ha llegado tu hora. Está ya escrito y no puedo volverme atrás. Te morirás. Para lo que ha de valerte ya la vida…

– Pero… por Dios…

– No hay pero ni Dios que valgan. ¡Vete!

– ¿Conque no, eh? -me dijo-, ¿conque no? No quiere usted dejarme ser yo, salir de la niebla, vivir, vivir, vivir, verme, oírme, tocarme, sentirme, dolerme, serme: ¿conque no lo quiere?, ¿conque he de morir ente de ficción? Pues bien, mi señor creador don Miguel, ¡también usted se morirá, también usted, y se volverá a la nada de que salió…! ¡Dios dejará de soñarle! ¡Se morirá usted, sí, se morirá, aunque no lo quiera; se morirá usted y se morirán todos los que lean mi historia, todos, todos, todos sin quedar uno! ¡Entes de ficción como yo; lo mismo que yo! Se morirán todos, todos, todos. Os lo digo yo, Augusto Pérez, ente ficticio como vosotros, nivolesco lo mismo que vosotros. Porque usted, mi creador, mi don Miguel, no es usted más que otro ente nivolesco, y entes nivolescos sus lectores, lo mismo que yo, que Augusto Pérez, que su víctima…

– ¿Víctima? -exclamé.

– ¡Víctima, sí! ¡Crearme para dejarme morir!, ¡usted también se morirá! El que crea se crea y el que se crea se muere. ¡Morirá usted, don Miguel, morirá usted, y morirán todos los que me piensen! ¡A morir, pues!

Este supremo esfuerzo de pasión de vida, de ansia de inmortalidad, le dejó extenuado al pobre Augusto.

Y le empujé a la puerta, por la que salió cabizbajo. Luego se tanteó como si dudase ya de su propia existencia. Yo me enjugué una lágrima furtiva.

XXII

Aquella misma noche se partió Augusto de esta ciudad de Salamanca adonde vino a verme. Fuese con la sentencia de muerte sobre el corazón y convencido de que no le sería ya hacedero, aunque lo intentara, suicidarse. El pobrecillo, recordando mi sentencia, procuraba alargar lo más posible su vuelta a su casa, pero una misteriosa atracción, un impulso íntimo le arrastraba a ella. Su viaje fue lamentable. Iba en el tren contando los minutos, pero contándolos al pie de la tetra: uno, dos, tres, cuatro… Todas sus desventuras, todo el triste ensueño de sus amores con Eugenia y con Rosario, toda la historia tragicómica de su frustrado casamiento habíanse borrado de su memoria o habíanse más bien fundido en una niebla. Apenas si sentía el contacto del asiento sobre que descansaba ni el peso de su propio cuerpo. «¿Será verdad que no existo realmente? -se decía- ¿tendrá razón este hombre al decir que no soy más que un producto de su fantasía, un puro ente de ficción?»

Tristísima, dolorosísima había sido últimamente su vida, pero le era mucho más triste, le era más doloroso pensar que todo ello no hubiese sido sino sueño, y no sueño de él, sino sueño mío. La nada le parecía más pavorosa que el dolor. ¡Soñar uno que vive… pase, pero que le sueñe otro…!

«Y ¿por qué no he de existir yo? -se decía-, ¿por qué? Supongamos que es verdad que ese hombre me ha fingido, me ha soñado, me ha producido en su imaginación; pero ¿no vivo ya en las de otros, en las de aquellos que lean el relato de mi vida? Y si vivo así en las fantasías de varios, ¿no es acaso real lo que es de varios y no de uno solo? Y ¿por qué surgiendo de las páginas del libro en que se deposite el relato de mi ficticia vida, o más bien de las mentes de aquellos que la lean -de vosotros, los que ahora la leéis-, por qué no he de existir como un alma eterna y eternamente dolorosa?, ¿por qué?»

El pobre no podía descansar. Pasaban a su vista los páramos castellanos, ya los encinares, ya los pinares; contemplaba las cimas nevadas de las sierras, y viendo hacia atrás, detrás de su cabeza, envueltas en bruma las figuras de los compañeros y compañeras de su vida, sentíase arrastrado a la muerte.

Llegó a su casa, Ilamó, y Liduvina, que salió a abrirle, palideció al verle.

– ¿Qué es eso, Liduvina, de qué te asustas?

– ¡Jesús! ¡Jesús! El señorito parece más muerto que vivo… Trae cara de ser del otro mundo…

– Del otro mundo vengo, Liduvina, y al otro mundo voy. Y no estoy ni muerto ni vivo.

– Pero ¿es que se ha vuelto loco? ¡Domingo! ¡Domingo!

– No llames a tu marido, Liduvina. Y no estoy loco, ¡no! Ni estoy, te repito, muerto, aunque me moriré muy pronto, ni tampoco vivo.

– Pero ¿qué dice usted?

– Que no existo, Liduvina, que no existo; que soy un ente de ficción, como un personaje de novela…

– ¡Bah, cosas de libros! Tome algo fortificante, acuéstese, arrópese y no haga caso de esas fantasías…

– Pero ¿tú crees Liduvina, que yo existo?

– ¡Vamos, vamos, déjese de esas andróminas, señorito; a cenar y a la cama! ¡Y mañana será otro día!

«Pienso, luego soy -se decía Augusto, añadiéndose-: Todo lo que piensa es y todo lo que es piensa. Sí, todo lo que es piensa. Soy, luego pienso.»

Al pronto no sentía ganas ningunas de cenar, y no más que por hábito y por acceder a los ruegos de sus fieles sirvientes pidió le sirviesen un par de huevos pasados por agua, y nada más, una cosa ligerita. Mas a medida que iba comiéndoselos abríasele un extraño apetito, una rabia de comer más y más. Y pidió otros dos huevos, y después un bisteque.

– Así, así -le decía Liduvina-; coma usted; eso debe de ser debilidad y no más. El que no come se muere.

– Y el que come también, Liduvina -observó tristemente Augusto.

– Sí, pero no de hambre.

– ¿Y qué más da morirse de hambre que de otra enfermedad cualquiera?

Y luego pensó: «Pero ¡no, no!, ¡yo no puedo morirme; sólo se muere el que está vivo, el que existe, y yo, como no existo, no puedo morirme… soy inmortal! No hay inmortalidad como la de aquello que, cual yo, no ha nacido y no existe. Un ente de ficción es una idea, y una idea es siempre inmortal…»

– ¡Soy inmortal!, ¡soy inmortal! -exclamó Augusto.

– ¿Qué dice usted? -acudió Liduvina.

– Que me traigas ahora… ¡qué sé yo!… jamón en dulce, fiambres, foiegras, lo que haya… ¡Siento un apetito voraz!

– Así me gusta verle, señorito, así. ¡Coma, coma, que el que tiene apetito es que está sano y el que está sano vive!

– Pero, Liduvina, ¡yo no vivo!

– Pero ¿qué dice?

– Claro, yo no vivo. Los inmortales no vivimos, y yo no vivo, sobrevivo; ¡yo soy idea!, ¡soy idea!