– Pero ¿no dices -dijo el llamado Mauricio- que ese pretendiente es un pobre panoli que vive en Babia?
– Sí, pero tiene dinero y mi tía no me va a dejar en paz. Y, la verdad, no me gusta hacer feos a nadie, y tampoco quiero que me estén dando la jaqueca.
– ¡Despáchale!
– ¿De dónde?, ¿de casa de mis tíos? ¿Y si ellos no quieren?
– No le hagas caso.
– Ni le hago ni pienso hacerle, pero se me antoja que el pobrete va a dar en la flor de venir de visita a hora que esté yo. No es cosa, como comprendes, de que me encierre en mi cuarto y me niegue a que me vea, y sin solicitarme va a dedicarse a mártir silencioso.
– Déjale que se dedique.
– No, no puedo resistir a los mendigos de ninguna clase, y menos a esos que piden limosna con los ojos. ¡Y si vieras qué miradas me echa!
– ¿Te conmueve?
– Me encocora. Y, la verdad, ¿por qué no he de decírtelo?, sí, me conmueve.
– ¿Y temes?
– ¡Hombre, no seas majadero! No temo nada. Para mí no hay más que tú.
– ¡Ya lo sabía! -dijo lleno de convicción Mauricio, y poniendo una mano sobre una rodilla de Eugenia la dejó allí.
– Es preciso que te decidas, Mauricio.
– Pero ¿a qué, rica mía, a qué?
– ¿A qué ha de ser, hombre, a qué ha de ser? ¡A que nos casemos de una vez!
– Y ¿de qué vamos a vivir?
– De mi trabajo hasta que tú lo encuentres.
– ¿De tu trabajo?
– ¡Sí, de la odiosa música!
– ¿De tu trabajo? ¡Eso sí que no!; ¡nunca!, ¡nunca!, ¡nunca!; ¡todo menos vivir yo de tu trabajo! Lo buscaré, seguiré buscándolo, y en tanto, esperaremos…
– Esperaremos… esperaremos… ¡y así se nos irán los años! -exclamó Eugenia taconeando en el suelo con el pie sobre que estaba la rodilla en que Mauricio dejó descansar su mano.
Y él, al sentir así sacudida su mano, la separó de donde la posaba, pero fue para echar el brazo sobre el cuello y hacer juguetear entre sus dedos uno de los pendientes de su novia. Eugenia le dejaba hacer.
– Mira, Eugenia, para divertirte le puedes poner, si quieres, buena cara a ese panoli.
– ¡Mauricio!
– ¡Tienes razón, no te enfades, rica mía! -y contrayendo el brazo atrajo a la cabeza la de Eugenia, buscé con sus labios los de ella y los juntó, cerrando los ojos, en un beso húmedo, silencioso y largo.
– ¡Mauricio!
Y luego le besó en los ojos.
– ¡Esto no puede seguir así, Mauricio!
– ¿Cómo? Pero ¿hay mejor que esto?, ¿crees que lo pasaremos nunca mejor?
– Te digo, Mauricio, que esto no puede seguir así. Tienes que buscar trabajo. Odio la música.
Sentía la pobre oscuramente, sin darse de ello clara cuenta, que la música es preparación eterna, preparación a un advenimiento que nunca llega, eterna iniciación que no acaba cosa. Estaba harta de música.
– Buscaré trabajo, Eugenia, lo buscaré.
– Siempre dices lo mismo y siempre estamos lo mismo.
– Es que crees…
– Es que sé que en el fondo no eres más que un haragán y que va a ser preciso que sea yo la que busque trabajo para ti. Claro, ¡como a los hombres os cuesta menos esperar…!
– Eso creerás tú…
– Sí, sí, sé bien lo que me digo. Y ahora, te lo repito, no quiero ver los ojos suplicantes del señorito don Augusto como los de un perro hambriento…
– ¡Qué cosas se te ocurren, chiquilla!
– Y ahora -añadió levantándose y apartándole con la mano suya-, quietecito y a tomar el fresco, ¡que buena falta te hace!
– ¡Eugenia! ¡Eugenia! -le suspiró con voz seca, casi febril, al oído-, si tú quisieras…
– El que tiene que aprender a querer eres tú, Mauricio. Conque… ¡a ser hombre! Busca trabajo, decídete pronto; si no, trabajaré yo; pero decídete pronto. En otro caso…
– En otro caso, ¿qué?
– ¡Nada! ¡Hay que acabar con esto!
Y sin dejarle replicar se salió del cuchitril de la portería. Al cruzar con la portera le dijo:
– Ahí queda su sobrino, señora Marta, y dígale que se resuelva de una vez.
Y salió Eugenia con la cabeza alta a la calle, donde en aquel momento un organillo de manubrio encentaba una rabiosa polca. «¡Horror!, ¡horror!, ¡horror!», se dijo la muchacha, y más que se fue huyó calle abajo.
X
Como Augusto necesitaba confidencia se dirigió al Casino, a ver a Víctor, su amigote, al día siguiente de aquella su visita a casa de Eugenia y a la misma hora en que esta espoleaba la pachorra amorosa de su novio en la portería.
Sentíase otro Augusto y como si aquella visita y la revelación en ella de la mujer fuerte -fluía de sus ojos fortaleza- le hubiera arado las entrañas del alma, alumbrando en ellas un manantial hasta entonces oculto. Pisaba con más fuerza, respiraba con más libertad.
«Ya tengo un objetivo, una finalidad en esta vida -se decía-, y es conquistar a esta muchacha o que ella me conquiste. Y es lo mismo. En amor lo mismo da vencer que ser vencido. Aunque ¡no… no! Aquí ser vencido es que me deje por el otro. Por el otro, sí, porque aquí hay otro, no me cabe duda. ¿Otro?, ¿otro qué? ¿Es que acaso yo soy uno? Yo soy un pretendiente, un solicitante, pero el otro… el otro se me antoja que no es ya pretendiente ni solicitante; que no pretende ni solicita porque ha obtenido. Claro que no más que el amor de la dulce Eugenia. ¿No más…?»
Un cuerpo de mujer irradiante de frescura, de salud y de alegría, que pasó a su vera, le interrumpió el soliloquio y le arrastró tras de sí. Púsose a seguir, casi maquinalmente, al cuerpo aquel, mientras proseguía soliloquizando:
«¡Y qué hermosa es! Esta y aquella, una y otra. Y el otro acaso en vez de pretender y solicitar es pretendido y solicitado; tal vez no le corresponde como ella se merece… Pero ¡qué alegría es esta chiquilla!, ¡y con qué gracia saluda a aquel que va por allá! ¿De dónde habrá sacado esos ojos? ¡Son casi como los otros, como los de Eugenia! ¡Qué dulzura debe de ser olvidarse de la vida y de la muerte entre sus brazos!, ¡dejarse brezar en ellos como en olas de carne! ¡El otro…! Pero el otro no es el novio de Eugenia, no es aquel a quien ella quiere; el otro soy yo. ¡Sí, yo soy el otro; yo soy otro!»
Al llegar a esta conclusión de que él era otro, la moza a que seguía entró en una casa. Augusto se quedó parado, mirando a la casa. Y entonces se dio cuenta de que la había venido siguiendo. Recapacitó que había salido para ir al Casino y emprendió el camino de este. Y proseguía:
«Pero ¡cuántas mujeres hermosas hay en este mundo, Dios mío! Casi todas. ¡Gracias, Señor, gracias; gratias agimus tibi propter magnam gloriam tuam! ¡Tu gloria es la hermosura de la mujer, Señor! Pero ¡qué cabellera, Dios mío, qué cabellera!»
Era, en efecto, una gloriosa cabellera la de aquella criada de servicio, que con su cesta al brazo cruzaba en aquel momento con él. Y se volvió tras ella. La luz parecía anidar en el oro de aquellos cabellos, y como si estos pugnaran por soltarse de su trenzado y esparcirse al aire fresco y claro. Y bajo la cabellera un rostro todo él sonrisa.
«Soy otro, soy el otro -prosiguió Augusto mientras seguía a la de la cesta-; pero ¿es que no hay otras? ¡Sí, hay otras para el otro! Pero como la una, como ella, como la única, ¡ninguna!, ¡ninguna! Todas estas no son sino remedos de ella, de la una, de la única, ¡de mi dulce Eugenia! ¿Mía? Sí; yo por el pensamiento, por el deseo la hago mía. Él, el otro, es decir, el uno, podrá llegar a poseerla materialmente; pero la misteriosa luz espiritual de aquellos ojos es mía, ¡mía, mía! Y ¿no reflejan también una misteriosa luz espiritual estos cabellos de oro? ¿Hay una sola Eugenia, o son dos, una la mía y otra la de su novio? Pues si es así, si hay dos, que se quede él con la suya, y con la mía me quedaré yo. Cuando la tristeza me visite, sobre todo de noche; cuando me entren ganas de llorar sin saber por qué, ¡oh, qué dulce habrá de ser cubrir mi cara, mi boca, mis ojos, con estos cabellos de oro y respirar el afire que a través de epos se filtre y se perfume! Pero…»