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Sintióse de pronto detenido. La de la cesta se había parado a hablar con otra compañera. Vaciló un momento Augusto, y diciéndose: «¡Bah, hay tantas mujeres hermosas desde que conocí a Eugenia…!», echó a andar, volviéndose camino del Casino.

«Si ella se empeña en preferir al otro, es decir, al uno, soy capaz de una resolución heroica, de algo que ha de espantar por lo magnánimo. Ante todo, quiérame o no me quiera, ¡eso de la hipoteca no puede quedar así!»

Arrancóle del soliloquio un estallido de goce que parecía brotar de la serenidad del cielo. Un par de muchachas reían junto a él, y era su risa como el gorjeo de dos pájaros en una enramada de flores. Clavó un momento sus ojos sedientos de hermosura en aquella pareja de mozas, y apareciéronsele como un solo cuerpo geminado. Iban cogidas de bracete. Y a él le entraron furiosas gams de detenerlas, coger a cada una de un brazo a irse así, en medio de eilas, mirando al cielo, adonde el viento de la vida los llevara.

«Pero ¡cuánta mujer hermosa hay desde que conocí a Eugenia! -se decía, siguiendo en tanto a aquella riente pareja- ¡esto se ha convertido en un paraíso!; ¡qué ojos!, ¡qué cabellera!, ¡qué risa! La una es rubia y morena la otra; pero ¿cuál es la rubia?, ¿cuál la morena? ¡Se me confunden una en otra!…»

– Pero, hombre, ¿vas despierto o dormido?

– Hola, Víctor.

– Te esperaba en el Casino, pero como no venías…

– Allá iba…

– ¿Allá?, ¿y en esa dirección? ¿Estás loco?

– Sí, tienes razón; pero mira, voy a decirte la verdad. Creo que te hablé de Eugenia…

– ¿De la pianista? Sí.

– Pues bien; estoy locamente enamorado de ella, como un…

– Sí, como un enamorado. Sigue.

– Loco, chico, loco. Ayer la vi en su casa, con pretexto de visitar a sus tíos; la vi…

– Y te miró, ¿no es eso?, ¿y creíste en Dios?

– No, no es que me miró, es que me envolvió en su mirada; y no es que creí en Dios, sino que me creí un dios.

– Fuerte te entró, chico…

– ¡Y eso que la moza estuvo brava! Pero no sé lo que desde entonces me pasa: casi todas las mujeres que veo me parecen hermosuras, y desde que he salido de casa, no hace aún media hora seguramente, me he enamorado ya de tres, digo, no, de cuatro: de una, primero, que era todo ojos, de otra después con una gloria de pelo, y hace poco de una pareja, una rubia y otra morena, que reían como los ángeles. Y las he seguido a las cuatro. ¿Qué es esto?

– Pues eso es, querido Augusto, que tu repuesto de amor dormía inerte en el fondo de tu alma, sin tener donde meterse; llegó Eugenia, la pianista, te sacudió y remejió con sus ojos esa charca en que tu amor dormía: se despertó este, brotó de ella, y como es tan grande se extiende a todas partes. Cuando uno como tú se enamora de veras de una mujer se enamora a la vez de todas las demás.

– Pues yo creí que sería todo lo contrario… Pero, entre paréntesis, ¡mira qué morena!, ¡es la noche luminosa! ¡Bien dicen que lo negro es lo que más absorbe la luz! ¿No ves qué luz oculta se siente bajo su pelo, bajo el azabache de sus ojos? Vamos a seguirla…

– Como quieras…

– Pues sí, yo creí que sería todo lo contrario; que cuando uno se enamora de veras es que concentra su amor, antes desparramado entre todas, en una sola, y que todas las demás han de parecerle como si nada fuesen ni valiesen… Pero ¡mira!, ¡mira ese golpe de sol en la negrura de su pelo!

– No; verás, verás si logro explicártelo. Tú estabas enamorado, sin saberlo por supuesto, de la mujer, del abstracto, no de esta ni de aquella; al ver a Eugenia, ese abstracto se concretó y la mujer se hizo una mujer y te enamoraste de ella, y ahora vas de ella, sin dejarla, a casi todas las mujeres, y te enamoras de la colectividad, del género. Has pasado, pues, de lo abstracto a lo concreto y de lo concreto a lo genérico, de la mujer a una mujer y de una mujer a las mujeres.

– ¡Vaya una metafísica!

– Y ¿qué es el amor sino metafísica?

– ¡Hombre!

– Sobre todo en ti. Porque todo tu enamoramiento no es sino cerebral, o como suele decirse, de cabeza.

– Eso lo creerás tú… -exclamó Augusto un poco picado y de mal humor, pues aquello de que su enamoramiento no era sino de cabeza le había llegado, doliéndole, al fondo del alma.

– Y si me apuras mucho te digo que tú mismo no eres sino una pura idea, un ente de ficción…

– ¿Es que no me crees capaz de enamorarme de veras, como los demás…?

– De veras estás enamorado, ya lo creo, pero de cabeza sólo. Crees que estás enamorado…

– Y ¿qué es estar uno enamorado sino creer que lo está?

– ¡Ay, ay, ay, chico, eso es más complicado de lo que te figuras!…

– ¿En qué se conoce, dime, que uno está enamorado y no solamente que cree estarlo?

– Mira, más vale que dejemos esto y hablemos de otras cosas.

Cuando luego volvió Augusto a su casa tomó en brazos a Orféo y le dijo: «Vamos a ver, Orfeo mío, ¿en qué se diferencia estar uno enamorado de creer que lo está? ¿Es que estoy yo o no estoy enamorado de Eugenia?, ¿es que cuando la veo no me late el corazón en el pecho y se me enciende la sangre?, ¿es que yo no soy como los demás hombres? ¡Tengo que demostrarles, Orféo, que soy tanto como ellos!»

Y a la hora de cenar, encarándose con Liduvina le preguntó:

– Di, Liduvina, ¿en qué se conoce que un hombre está de veras enamorado?

– Pero ¡qué cosas se le ocurren a usted, señorito…!

– Vamos, di, ¿en qué se conoce?

– Pues se conoce… se conoce en que hace y dice muchas tonterías. Cuando un hombre se enamora de veras, se chala, vamos al decir, por una mujer, ya no es un hombre…

– Pues ¿qué es?

– Es… es… es… una cosa, un animalito… Una hace de él lo que quiere.

– Entonces, cuando una mujer se enamora de veras de un hombre, se chala, como dices, ¿hace de ella el hombre lo que quiere?

– El caso no es enteramente igual…

– ¿Cómo, cómo?

– Eso es muy difícil de explicar, señorito. Pero ¿está usted de veras enamorado?

– Es lo que trato de averiguar. Pero tonterías, de las gordas, no he dicho ni hecho todavía ninguna… me parece…

Liduvina se calló, y Augusto se dijo: «¿Estaré de veras enamorado?»

XI

Cuando llamó aquel otro día Augusto a casa de don Fermín y doña Ermelinda, la criada le pasó a la salita diciéndole: «Ahora aviso.» Quedóse un momento solo y como si estuviese en el vacío. Sentía una profunda opresión en el pecho. Ceñíale una angustiosa sensación de solemnidad. Sentóse para levantar al punto y se entretuvo en mirar los cuadros que colgaban de las paredes, un retrato de Eugenia entre ellos. Entráronle ganas de echar a correr, de escaparse. De pronto, al oír unos pasos menudos, sintió un puñal de hielo atravesarle el pecho y como una bruma invadirle la cabeza. Abrióse la puerta de la sala y apareció Eugenia. El pobre se apoyó en el respaldo de una butaca. Ella, al verle lívido, palideció un momento y se quedó suspensa en medio de la sala, y luego, acercándose a él, le dijo con voz seca y baja:

– ¿Qué le pasa a usted, don Augusto, se pone malo?

– No, no es nada; qué sé yo…

– ¿Quiere algo?, ¿necesita algo?

– Un vaso de agua.

Eugenia, como quien ve un agarradero, salió de la estancia para ir ella misma a buscar el vaso de agua, que se lo trajo al punto. El agua tembloteaba en el vaso; pero más tembló este en manos de Augusto, que se lo bebió de un trago, atropelladamente, vertiéndosele agua por la barba, y sin quitar en tanto sus ojos de los ojos de Eugenia.