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– La conocí, don Avito, pero la perdí, y ahí, en la iglesia, estaba recordándola…

– Pues si quieres volver a tenerla, ¡cásate, Augusto, cásate!

– No, aquélla no, aquélla, no la volveré a tener

– Es verdad, pero ¡cásate!

– ¿Y cómo? -añadió Augusto con una forzada sonrisa y recordando lo que había oído de una de las doctrinal de don Avito- ¿cómo?, ¿deductiva o inductivamente?

– ¡Déjate ahora de esas cosas; por Dios, Augusto, no me recuerdes tragedias! Pero… En fin, si te he de seguir el humor, ¡cásate intuitivamente!

– ¿Y si la mujer a quien quiero no me quiere?

– Cásate con la mujer que te quiera, aunque no lo quieras tú. Es rnejor casarse para que le conquisten a uno el amor que para conquistarlo. Busca una que te quiera.

Por la mente de Augusto pasó en rapidísima visión la imagen de la chica de la planchadora. Porque se había hecho la ilusión de que aquella pobrecita quedó enamorada de él.

Cuando al cabo Augusto se despidió de don Avito dirigióse al Casino. Quería despejar la niebla de su cabeza y la de su corazón echando una partida de ajedrez con Víctor.

XIV

Notó Augusto que algo insólito le ocurría a su amigo Víctor; no acertaba ninguna jugada, estaba displicente y silencioso.

– Víctor, algo te pasa…

– Sí, hombre, sí; me pasa una cosa grave. Y como necesito desahogo, vamos fuera; la noche está muy hermosa; te lo contaré.

Víctor, aunque el más íntimo amigo de Augusto, le llevaba cinco o seis años de edad y hacía más de doce que estaba casado, pues contrajo matrimonio siendo muy joven, por deber de conciencia, según decían. No tenía hijos.

Cuando estuvieron en la calle, Víctor comenzó:

– Ya sabes, Augusto, que me tuve que casar muy joven…

– ¿Que te tuviste que casar?

– Sí, vamos, no te hagas el de nuevas, que la murmuración llega a todos. Nos casaron nuestros padres, los míos y los de mi Elena, cuando éramos unos chiquillos. Y el matrimonio fue para nosotros un juego. Jugábamos a marido y mujer. Pero aquello fue una falsa alarma…

– ¿Qué es lo que fue una falsa alarma?

– Pues aquello porque nos casaron. Pudibundeces de nuestros sendos padres. Se enteraron de un desliz nuestro, que tuvo su cachito de escándalo, y sin esperar a ver qué consecuencias tenía, o si las tenía, nos casaron.

– Hicieron bien.

– No diré yo tanto. Mas el caso fue que ni tuvo consecuencias aquel desliz ni las tuvieron los consiguientes deslices de después de casados.

– ¿Deslices?

– Sí, en nuestro caso no eran sino deslices. Nos deslizábamos. Ya te he dicho que jugábamos a marido y mujer…

– ¡Hombre!

– No, no seas demasiado malicioso. Éramos y aún somos jóvenes para pervertirnos. Pero en lo que menos pensábamos era en constituir un hogar. Éramos dos mozuelos que vivían juntos haciendo eso que se llama vida marital. Pero pasó el año y al ver que no venía fruto empezamos a ponernos de morro, a mirarnos un poco de reojo, a incriminarnos mutuamente en silencio. Yo no me avenía a no ser padre. Era un hombre ya, tenía más de veintiún años y, francamente, eso de que yo fuese menos que otros, menos que cualquier bárbaro que a los nueve meses justos de haberse casado, o antes, tiene su primer hijo… a esto no me resignaba.

– Pero, hombre, ¿qué culpa…?

– Y, es claro, yo, aun sin decírselo, le echaba la culpa a ella y me decía: «Esta mujer es estéril y te pone en ridículo.» Y ella, por su parte, no me cabía duda, me culpaba a mí, y hasta suponía, qué sé yo…

– ¿Qué?

– Nada, que cuando pasa un año y otro y otro y el matrimonio no tiene hijos, la mujer da en pensar que la culpa es del marido y que lo es porque no fue sano al matrimonio, porque llevó cualquier dolencia… El caso es que nos sentíamos enemigos el uno del otro; que el demonio se nos había metido en casa. Y al fin estalló el tal demonio y llegaron las reconvenciones mutuas y aquello de «tú no sirves» y «quien no sirve eres tú» y todo lo demás.

– ¿Sería por eso que hubo una temporada, a los dos o tres años de haberte casado, que anduviste tan malo, tan preocupado, neurasténico?, ¿cuando tuviste que ir solo a aquel sanatorio?

– No, no fue eso… fue algo peor.

Hubo un silencio. Víctor miraba al suelo.

– Bueno, bueno, guárdatelo; no quiero romper tus secretos.

– ¡Pues sea, te lo diré! fue que exacerbado por aquellas querellas intestinas con mi pobre mujer, llegué a imaginarme que la cuestión dependía no de la intensidad de lo que sea, sino del número, ¿me entiendes?

– Sí, creo entenderte…

– Y di en dedicarme a comer como un bárbaro lo que creí más sustancioso y nutritivo y bien sazonado con todo género de especias, en especial las que pasan por más afrodisiacas, y a frecuentar lo más posible a mi mujer. Y, claro…

– Te pusiste enfermo.

– ¡Natural! Y si no acudo a tiempo y entramos en razón me las lío al otro mundo. Pero curé de aquello en ambos sentidos, volví a mi mujer y nos calmamos y resignamos. Y poco a poco volvió a reinar en casa no ya la paz, sino hasta la dicha. Al principio de esta nueva vida, a los cuatro o cinco años de casados, lamentábamos alguna que otra vez nuestra soledad, pero muy pronto no sólo nos consolamos, sino que nos habituamos. Y acabamos no sólo por no echar de menos a los hijos, sino hasta por compadecer a los que los tienen. Nos habituamos uno a otro, nos hicimos el uno costumbre del otro. Tú no puedes entender esto…

– No, no lo entiendo.

– Pues bien; yo me hice una costumbre de mi mujer y Elena se hizo una costumbre mía. Todo estaba moderadamente regularizado en nuestra casa, todo, lo mismo que las comidas. A las doce en punto, ni minuto más ni minuto menos, la sopa en la mesa, y de tal modo, que comemos todos los días casi las mismas cosas, en el mismo orden y en la misma cantidad. Aborrezco el cambio y lo aborrece Elena. En mi casa se vive al reló.

– Vamos, sí, esto me recuerda lo que dice nuestro amigo Luis del matrimonio Romera, que suele decir que son marido y mujer solterones.

– En efecto, porque no hay solterón más solterón y recalcitrante que el casado sin hijos. Una vez, para suplir la falta de hijos, que al fin y al cabo ni en mí había muerto el sentimiento de la paternidad ni menos el de la maternidad en ella, adoptamos, o si quieres prohijamos, un perro; pero al verle un día morir a nuestra vista, porque se le atravesó un hueso en la garganta, y ver aquellos ojos húmedos que parecían suplicarnos vida, nos entró una pena y un horror tal que no quisimos más perros ni cosa viva. Y nos contentamos con unas muñecas, unas grandes peponas, que son las que has visto en casa, y que mi Elena viste y desnuda.

– Esas no se os morirán.

– En efecto. Y todo iba muy bien y nosotros contentísimos. Ni me turban el sueño llantos de niño, ni tenía que preocuparme de si será varón o hembra y qué he de hacer de él o de ella… Y, además, he tenido siempre mi mujer a mi disposición, cómodamente, sin estorbos de embarazos ni de lactancias; en fin, ¡un encanto de vida!

– ¿Sabes que eso en poco o nada se diferencia…?

– ¿De qué? ¿De un arrimo ilegal? Así lo creo. Un matrimonio sin hijos puede llegar a convertirse en una especie de concubinato legal, muy bien ordenado, muy higiénico, relativamente casto, pero, en fin, ¡lo dicho! Marido y mujer solterones, pero solterones arrimados, en efecto. Y así han transcurrido estos más de once años, van para doce… Pero ahora… ¿sabes lo que me pasa?

– Hombre, ¿cómo lo he de saber?

– Pero ¿no sabes lo que me pasa?

– Como no sea que has dejado encinta a tu mujer…