Cuando llegó aquel día a la tranquila plaza y se sentó en el banco, no sin antes haber despejado su asiento de las hojas secas que lo cubrían -pues era otoño-, jugaban allí cerca, como de ordinario, unos chiquillos. Y uno de ellos, poniéndole a otro junto al tronco de uno de los castaños de Indias, bien arrimadito a él, le decía: «Tú estabas ahí preso, te tenían unos ladrones…» «Es que yo …», empezó malhumorado el otro, y el primero le replicó: «No, tú no eras tú…» Augusto no quiso oír más; levantóse y se fue a otro banco. Y se dijo: «Así jugamos también los mayores; ¡tú no eres tú!, ¡yo no soy yo! Y estos pobres árboles, ¿son ellos? Se les cae la hoja antes, mucho antes que a sus hermanos del monte, y se quedan en esqueleto, y estos esqueletos proyectan su recortada sombra sobre los empedrados al resplandor de los reverberos de luz eléctrica. ¡Un árbol iluminado por la luz eléctrica!, ¡qué extraña, qué fantástica apariencia la de su copa en primavera cuando el arco voltaico ese le da aquella apariencia metálica!, ¡y aquí que las brisas no los mecen…! ¡Pobres árboles que no pueden gozar de una de esas negras noches del campo, de esas noches sin luna, con su manto de estrellas palpitantes! Parece que al plantar a cada uno de estos árboles en este sitio les ha dicho el hombre: “¡tú no eres tú!” y para que no lo olviden le han dado esa iluminación nocturna por luz eléctrica… para que no se duerman… ¡pobres árboles trasnochadores! ¡No, no, conmigo no se juega como con vosotros!»
Levantóse y empezó a recorrer calles como un sonámbulo.
XX
Emprendería el viaje, ¿sí o no? Ya lo había anunciado primero a Rosarito, sin saber bien lo que se decía, por decir algo, o más bien como un pretexto para preguntarle si le acompañaría en él, y luego a doña Ermelinda, para probarle… ¿qué?, ¿qué es lo que pretendió probarle con aquello de que iba a emprender un viaje? ¡Lo que fuese! Mas era el caso que había soltado por dos veces prenda, que había dicho que iba a emprender un viaje largo y lejano y él era hombre de carácter, él era él; ¿tenía que ser hombre de palabra?
Los hombres de palabra primero dicen una cosa y después la piensan, y por último la hacen, resulte bien o mal luego de pensada; los hombres de palabra no se rectifican ni se vuelven atrás de lo que una vez han dicho. Y él dijo que iba a emprender un viaje largo y lejano.
¡Un viaje largo y lejano! ¿Por qué?, ¿para qué?, ¿cómo?, ¿adónde?
Anunciáronle que una señorita deseaba verle. «¿Una señorita?» «Sí -dijo Liduvina-, me parece que es… ¡la pianista!» «¡Eugenia!» «La misma.» Quedóse suspenso. Como un relámpago de mareo pasóle por la mente la idea de despacharla, de que le dijeran que no estaba en casa. «Viene a conquistarme, a jugar conmigo como con un muñeco -se dijo-, a que le haga el juego, a que sustituya al otro…» Luego lo pensó mejor. «¡No, hay que mostrarse fuerte!»
– Dile que ahora voy.
Le tenía absorto la intrepidez de aquella mujer. «Hay que confesar que es toda una mujer, que es todo un carácter, ¡vaya un arrojo!, ¡vaya una resolución!, ¡vaya unos ojos!; pero, ¡no, no, no, no me doblega!, ¡no me conquista!»
Cuando entró Augusto en la sala, Eugenia estaba de pie. Hízole una seña de que se sentara, mas ella, antes de hacerlo, exclamó: «¡A usted, don Augusto, le han engañado lo mismo que me han engañado a mí!» Con lo que se sintió el pobre hombre desarmado y sin saber qué decir. Sentáronse los dos, y se siguió un brevísimo silencio.
– Pues sí, lo dicho, don Augusto, a usted le han engañado respecto a mí y a mí me han engañado respecto a usted; esto es todo.
– Pero ¡si hemos hablado uno con otro, Eugenia!
– No haga usted caso de lo que le dije. ¡Lo pasado, pasado!
– Sí, siempre es lo pasado pasado, ni puede ser de otra manera.
– Usted me entiende. Y yo quiero que no dé a mi aceptación de su generoso donativo otro sentido que el que tiene.
– Como yo deseo, señorita, que no dé a mi donativo otra significación que la que tiene.
– Así, lealtad por lealtad. Y ahora, como debemos hablar claro, he de decirle que después de todo lo pasado y de cuanto le dije, no podría yo, aunque quisiera, pretender pagarle esa generosa donación de otra manera que con mi más puro agradecimiento. Así como usted, por su parte, creo…
– En efecto, señorita, por mi parte yo, después de lo pasado, de lo que usted me dijo en nuestra última entrevista, de lo que me contó su señora tía y de lo que adivino, no podría, aunque lo deseara, pretender cotizar mi generosidad…
– ¿Estamos, pues, de acuerdo?
– De perfecto acuerdo, señorita.
– Y así, ¿podremos volver a ser amigos, buenos amigos, verdaderos amigos?
– Podremos.
Le tendió Eugenia su fina mano, blanca y fría como la nieve, de ahusados dedos hechos a dominar teclados, y la estrechó en la suya, que en aquel momento temblaba.
– Seremos, pues, amigos don Augusto, buenos amigos, aunque esta amistad a mí…
– ¿Qué?
– Acaso ante el público…
– ¿Qué? ¡Hable!, ¡hable!
– Pero, en fin, después de dolorosas experiencias recientes he renunciado ya a ciertas cosas…
– Explíquese usted más claro, señorita. No vale decir las cosas a medias.
– Pues bien, don Augusto, las cosas claras, muy claras. ¿Cree usted que es fácil que después de lo pasado y sabiendo, como ya se sabe entre nuestros conocimientos, que usted ha deshipotecado mi patrimonio regalándomelo así, es fácil que haya quien se dirija a mí con ciertas pretensiones?
«¡Esta mujer es diabólica!», pensó Augusto, y bajó la cabeza mirando al suelo sin saber qué contestar. Cuando, al instante, la levantó vio que Eugenia se enjugaba una furtiva lágrima.
– ¡Eugenia! -exclamó, y le temblaba la voz.
– ¡Augusto! -susurró rendidamente ella.
– Pero, ¿y qué quieres que hagamos?
– Oh, no, es la fatalidad, no es más que la fatalidad; somos juguete de ella. ¡Es una desgracia!
Augusto fue, dejando su butaca, a sentarse en el sofá, al lado de Eugenia.
– ¡Mira, Eugenia, por Dios, que no juegues así conmigo! La fatalidad eres tú; aquí no hay más fatalidad que tú. Eres tú, que me traes y me llevas y me haces dar vueltas como un argadillo; eres tú, que me vuelves loco; eres tú, que me haces quebrantar mis más firmes propósitos; eres tú, que haces que yo no sea yo…
Y le echó el brazo al cuello, la atrajo a sí y la apretó contra su seno. Y ella tranquilamente se quitó el sombrero.
– Sí, Augusto, es la fatalidad la que nos ha traído a esto. Ni… ni tú ni yo podemos ser infieles, desleales a nosotros mismos; ni tú puedes aparecer queriéndome comprar como yo en un momento de ofuscación te dije, ni yo puedo aparecer haciendo de ti un sustituto, un vice, un plato de segunda mesa, como a mi tía le dijiste, y queriendo no más que premiar tu generosidad…
– Pero ¿y qué nos importa, Eugenia mía, el aparecer de un modo o de otro?, ¿a qué ojos?
– ¡A los mismos nuestros!
– Y qué, Eugenia mía…
Volvió a apretarla a sí y empezó a llenarle de besos la frente y los ojos. Se oía la respiración de ambos.
– ¡Déjame!, ¡déjame! -dijo ella, mientras se arreglaba y componía el pelo.
– No, tú… tú… tú… Eugenia… tú…
– -No, yo no, no puede ser…
– ¿Es que no me quieres?
– Eso de querer… ¿quién sabe lo que es querer? No sé… no sé… no estoy segura de ello…
– ¿Y esto entonces?
– ¡Esto es una… fatalidad del momento!, producto de arrepentimiento… qué sé yo… estas cosas hay que ponerlas a prueba… Y además, ¿no habíamos quedado, Augusto, en que seríamos amigos, buenos amigos, pero nada más que amigos?