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– Sí, pero… ¿Y aquello de tu sacrificio? ¿Aquello de que por haber aceptado mi dádiva, por ser amiga, nada más que amiga mía, no va ya a haber quien te pretenda?

– ¡Ah, eso no importa; tengo tomada mi resolución!

– ¿Acaso después de aquella ruptura…?.

– Acaso…

– ¡Eugenia! ¡Eugenia!

En este momento se oyó llamar a la puerta, y Augusto, tembloroso, encendido su rostro, exclamó con voz seca: «¿Qué hay?»

– ¡ La Rosario, que espera! -dijo la voz de Liduvina.

Augusto cambió de color, poniéndose lívido.

– ¡Ah! -exclamó Eugenia-, aquí estorbo ya. Es la… Rosario que le espera a usted. ¿Ve usted cómo no podemos ser más que amigos, buenos amigos, muy buenos amigos?

– Pero Eugenia…

– Que espera la Rosario…

– Y si me rechazaste, Eugenia, como me rechazaste, diciéndome que te quería comprar y en rigor porque tenías otro, ¿qué iba a hacer yo luego que al verte aprendí a querer? ¿No sabes acaso lo que es el despecho, lo que es el cariño desnidado?

– Vaya, Augusto, venga esa mano; volveremos a vernos, pero conste que lo pasado, pasado.

– No, no, lo pasado, pasado, ¡no!, ¡no!, ¡no!… -Bien, bien, que espera la Rosario…

– Por Dios, Eugenia…

– No, si nada de extraño tiene; también a mí me esperaba en un tiempo el… Mauricio. Volveremos a vemos. Y seamos serios y leales a nosotros mismos.

Púsose el sombrero, tendió su mano a Augusto que, cogiéndosela, se la llevó a los labios y la cubrió de besos, y salió, acompañándola él hasta la puerta. La miró un rato bajar las escaleras garbosa y con pie firme. Desde un descansillo de abajo alzó ella sus ojos y le saludó con la mirada y con la mano. Volvióse Augusto, entró al gabinete, y al ver a Rosario allí de pie, con la cesta de la plancha, le dijo bruscamente: «¿Qué hay?»

– Me parece, don Augusto, que esa mujer le está engañando a usted…

– Y a ti ¿qué te importa?

– Me importa todo lo de usted.

– Lo que quieres decir es que te estoy engañando…

– Eso es lo que no me importa.

– ¿Me vas a hacer creer que después de las esperanzas que te he hecho concebir no estás celosa?

– Si usted supiera, don Augusto, cómo me he criado y en qué familia, comprendería que aunque soy una chiquilla estoy ya fuera de esas cosas de celos. Nosotras, las de rni posición…

– ¡Cállate!

– Como usted quiera. Pero le repito que esa mujer le está a usted engañando. Si no fuera así y si usted la quiere y es ese su gusto, ¿qué más quisiera yo sino que usted se casase con ella?

– Pero ¿dices todo eso de verdad?

– De verdad.

– ¿Cuántos años tienes?

– Diecinueve.

– Ven acá -y cogiéndola con sus dos manos de los sendos hombros la puso cara a cara consigo y se le quedó rnirando a los ojos.

Y fue Augusto quien se demudó de color, no ella.

– La verdad es, chiquilla, que no te entiendo.

– Lo creo.

– Yo no sé qué es esto, si inocencia, malicia, burla, precoz perversidad…

– Esto no es más que cariño.

– ¿Cariño?, ¿y por qué?

– ¿Quiere usted saber por qué?, ¿no se ofenderá si se lo digo?, ¿me promete no ofenderse?

– Anda, dímelo.

– Pues bien, por… por… porque es usted un infeliz, un pobre hombre…

– ¿También tú?

– Como usted quiera. Pero fíese de esta chiquilla; fíese de… la Rosario. Más leal a usted… ¡ni Orfeo!

– ¿Siempre?

– ¡Siempre!

– ¿Pase lo que pase?

– Sí, pase lo que pase.

– Tú, tú eres la verdadera -y fue a cogerla.

– No, ahora no, cuando esté usted más tranquilo. Y cuando no…

– Basta, te entiendo.

Y se despidieron.

Y al quedarse solo se decía Augusto: «Entre una y otra me van a volver loco de atar… yo ya no soy yo…»

– Me parece que el señorito debía dedicarse a la política o a algo así por el estilo -le dijo Liduvina mientras le servía la comida-; eso le distraería.

– ¿Y cómo se te ha ocurrido eso, mujer de Dios?

– Porque es mejor que se distraiga uno a no que le distraigan y… ¡ya ve usted!

– Bueno, pues llama ahora a tu marido, a Domingo, en cuanto acabe de comer, y dile que quiero echar con él una partida de tote… que me distraiga.

Y cuando la estaba jugando dejó de pronto Augusto la baraja sobre la mesa y preguntó:

– Di, Domingo, cuando un hombre está enamorado de dos o más mujeres a la vez, ¿qué debe hacer?

– ¡Según y conforme!

– ¿Cómo según y conforme?

– ¡Sí! Si tiene mucho dinero y muchas agallas, casarse con todas ellas, y si no no casarse con ninguna.

– Pero ¡hombre, eso primero no es posible!

– ¡En teniendo mucho dinero todo es posible!

– ¿Y si ellas se enteran?

– Eso a ellas no les importa.

– ¿Pues no ha de importarle, hombre, a una mujer el que otra le quite parte del cariño de su marido?

– Se contenta con su parte, señorito, si no se le pone tasa al dinero que gasta. Lo que le molesta a una mujer es que su hombre la ponga a ración de comer, de vestir, de todo lo demás así, de lujo; pero si le deja gastar lo que quiera… Ahora, si tiene hijos de él…

– Si tiene hijos, ¿qué?

– Que los verdaderos celos vienen de ahí, señorito, de los hijos. Es una madre que no tolera otra madre o que puede serlo, es una madre que no tolera que se les merme a sus hijos para otros hijos o para otra mujer. Pero si no tiene hijos y no le tasan el comedero y el vestidero, y la pompa y la fanfarria, ¡bah!, hasta le ahorran así molestias… Si uno tiene además de una mujer que le cueste otra que no le cueste nada, aquella que le cuesta apenas si siente celos de esta otra que no le cuesta, y si además de no costarle nada le produce encima… si lleva a una mujer dinero que de otra saca, entonces…

– Entonces, ¿qué?

– Que todo marcha a pedir de boca. Créame usted, señorito, no hay Otelas…

– Ni Desdémonos.

– ¡Puede ser…!

– Pero qué cosas dices…

– Es que antes de haberme casado con Liduvina y venir a servir a casa del señorito había servido yo en muchas casas de señorones… me han salido los dientes en ellas…

– ¿Y en vuestra clase?

– ¿En nuestra clase? ¡bah!, nosotros no nos permitimos ciertos lujos…

=¿Y a qué llamas lujos?

– A esas cosas que se ve en los teatros y se lee en las novelas…

– ¡Pues, hombre, pocos crímenes de esos que llaman pasionales, por celos, se ven en vuestra clase…!

– ¡Bah!, eso es porque esos… chulos van al teatro y leen novelas, que si no…

– Si no, ¿qué?

– Que a todos nos gusta, señorito, hacer papel y nadie es el que es, sino el que le hacen los demás.

– Filósofo estás…

– Así me llamaba el último amo que tuve antes. Pero yo creo lo que le ha dicho mi Liduvina, que usted debe dedicarse a la política.

XXI

– Sí, tiene usted razón -le decía don Antonio a Augusto aquella tarde, en el Casino, hablando a solas, en un rinconcito-, tiene usted razón, hay un misterio doloroso, dolorosisímo en mi vida. Usted ha adivinado algo. Pocas veces ha visitado usted mi pobre hogar… ¿hogar?, pero habrá notado…

– Sí, algo extraño, yo no sé qué tristeza flotante que me atraía a él…

– A pesar de mis hijos, de mis pobres hijos, a usted le habrá parecido un hogar sin hijos, acaso sin esposos…

– No sé… no sé…

– Vinimos de lejos, de muy lejos, huyendo, pero hay cosas que van siempre con uno, que le rodean y envuelven como un ánimo misterioso. Mi pobre mujer…