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– ¿Y si se ha dado?

– No haberlo hecho.

«Está visto -se dijo Augusto- que a esta mozuela no la saco de ahí. Pero ya que está aquí, voy a poner en juego la psicología, a llevar a cabo un experimento.»

– ¡Ven acá, siéntate aquí! -y le ofreció sus rodillas.

La muchacha obedeció tranquilamente y sin inmutarse, como a cosa acordada y prevista. Augusto en cambio quedóse confuso y sin saber por dónde empezar su experiencia psicológica. Y como no sabía qué decir, pues… hacía. Apretaba a Rosario contra su pecho anhelante y le cubría la cara de besos, diciéndose entre tanto: «Me parece que voy a perder la sangre fría necesaria para la investigación psicológica.» Hasta que de pronto se detuvo, pareció calmarse, apartó a Rosario algo de sí y la dijo de repente:

– Pero ¿no sabes que quiero a otra mujer?

Rosario se calló, mirándole fijamente y encogiéndose de hombros.

– Pero ¿no lo sabes? -repitió él.

– ¿Y a mí qué me importa eso ahora…?

– ¿Cómo que no te importa?

– ¡Ahora, no! Ahora me quiere usted a mí, me parece.

– Y a mí también me parece, pero…

Y entonces ocurrió algo insólito, algo que no entraba en las previsiones de Augusto, en su programa de experiencia psicológica sobre la Mujer, y es que Rosario, bruscamente, le enlazó los brazos al cuello y empezó a besarle. Apenas si el pobre hombre tuvo tiempo para pensar: «Ahora soy yo el experimentado; esta mozuela está haciendo estudios de psicología masculina.» Y sin darse cuenta de lo que hacía sorprendióse acariciando con las temblorosas manos las pantorrillas de Rosario.

Levantóse de pronto Augusto, levantó luego en vilo a Rosario y la echó en el sofá. Ella se dejaba hacer, con el rostro encendido. Y él, teniéndola sujeta de los brazos con sus dos manos, se le quedó mirando a los ojos.

– ¡No los cierres, Rosario, no los cierres, por Dios! Ábrelos. Así, así, cada vez más. Déjame que me vea en ellos, tan chiquitito…

Y al verse a sí mismo en aquellos ojos como en un espejo vivo, sintió que la primera exaltación se le iba templando.

– Déjame que me vea en ellos como en un espejo, que me vea tan chiquitito… Sólo así llegaré a conocerme… viéndome en ojos de mujer…

Y el espejo le miraba de un modo extraño. Rosario pensaba: «Este hombre no me parece como los demás; debe de estar loco.»

Apartóse de pronto de ella Augusto, se miró a sí mismo, y luego se palpó, exclamando al cabo:

– Y ahora, Rosario, perdóname.

– ¿Perdonarle?, ¿por qué?

Y había en la voz de la pobre Rosario más miedo que otro sentimiento alguno. Sentía deseos de huir, porque ella se decía: «Cuando uno empieza a decir o hacer incongruencias no sé adónde va a parar. Este hombre sería capaz de matarme en un arrebato de locura.» Y le brotaron unas lágrimas.

– ¿Lo ves? -le dijo Augusto-, ¿lo ves? Sí, perdóname, Rosarito, perdóname; no sabía lo que me hacía.

Y ella pensó: «Lo que no sabe es lo que no se hace.»

– Y ahora, ¡vete, vete!

– ¿Me echa usted?

– No, me defiendo. ¡No te echo, no! ¡Dios me libre! Si quieres me ire yo y te quedas aquí tú, para que veas que no te echo.

«Decididamente, no está bueno», pensó ella y sintió lástima de él.

– Vete, vete, y no me olvides, ¿eh? -le cogió de la barbilla, acariciándosela-. No me olvides, no olvides al pobre Augusto.

La abrazó y la dio un largo y apretado beso en la boca. Al salir la muchacha le dirigió una mirada llena de un misterioso miedo. Y apenas ella salió, pensó para sí Augusto: «Me desprecia, indudablemente me desprecia; he estado ridículo, ridículo, ridículo… Pero ¿qué sabe ella, pobrecita, de estas cosas? ¿Qué sabe ella de psicología?»

Si el pobre Augusto hubiese podido entonces leer en el espíritu de Rosario habríase desesperado más. Porque la ingenua mozuela iba pensando: «Cualquier día vuelvo a darme yo un rato así a beneficio de la otra prójima…»

Íbale volviendo la exaltación a Augusto. Sentía que el tiempo perdido no vuelve trayendo las ocasiones que se desperdiciaron. Entróle una rabia contra sí mismo. Sin saber qué hacía y por ocupar el tiempo llamó a Liduvina y al verla ante sí, tan serena, tan rolliza, sonriéndose maliciosamente, fue tal y tan insólito el sentimiento que le invadió, que diciéndole: «¡Vete, vete, vete!», se salió a la calle. Es que temió un momento no poder contenerse y asaltar a Liduvina.

Al salir a la calle se encalmó. La muchedumbre es como un bosque; le pone a uno en su lugar, le reencaja.

«¿Estaré bien de la cabeza?», iba pensando Augusto. «¿No será acaso que mientras yo creo ir formalmente por la calle, como las personas normales -¿y qué es una persona normal?-, vaya haciendo gestos, contorsiones y pantomimas, y que la gente que yo creo pasa sin mirarme o que me mira indiferentemente no sea así, sino que están todos fijos en mí y riéndose o compadeciéndome…? Y esta ocurrencia, ¿no es acaso locura? ¿Estaré de veras loco? Y en último caso, aunque lo esté, ¿qué? Un hombre de corazón, sensible, bueno, si no se vuelve loco es por ser un perfecto majadero. El que no está loco es o tonto o pillo. Lo que no quiere decir, claro está, que los pillos y los tontos no enloquezcan.»

«Lo que he hecho con Rosario -prosiguió pensando- ha sido ridículo, sencillamente ridículo. ¿Qué habrá pensado de mí? Y ¿qué me importa lo que de mí piense una mozuela así?… ¡Pobrecilla! Pero… ¡con qué ingenuidad se dejaba hacer! Es un ser fisiológico, perfectamente fisiológico, nada más que fisiológico, sin psicología alguna. Es inútil, pues, tomarla de conejilla de Indias o de ranita para experimentos psicológicos. A lo sumo fisiológico… Pero ¿es que la psicología, y sobre todo la feminidad, es algo más que fisiología, o si se quiere psicología fisiológica? ¿Tiene la mujer alma? Y a mí para meterme en experimentos psicofisiológicos me falta preparación técnica. Nunca asistí a ningún laboratorio… carezco, además, de aparatos. Y la psicofisiología exige aparatos. ¿Estaré, pues, loco?»

Después de haberse desahogado con estas meditaciones callejeras, por en medio de la atareada muchedumbre indiferente a sus cuitas, sintióse ya tranquilo y se volvió a casa.

XXV

Fue Augusto a ver a Víctor, a acariciar al tardío hijo de este, a recrearse en la contemplación de la nueva felicidad de aquel hogar, y de paso a consultar con él sobre el estado de su espíritu. Y al encontrarse con su amigo a solas, le dijo:

– ¿Y de aquella novela o… ¿cómo era?… ¡ah, sí, nivola!… que estabas escribiendo?, ¿supongo que ahora, con lo del hijo, la habrás abandonado?

– Pues supones mal. Precisamente por eso, por ser ya padre, he vuelto a ella. Y en ella desahogo el buen humor que me llena.

– ¿Querrías leerme algo de ella?

Sacó Víctor las cuartillas y empezó a leer por aquí y por allá a su amigo.

– Pero, hombre, ¡te me han cambiado! -exclamó Augusto.

– ¿Por qué?

– Porque ahí hay cosas que rayan en lo pornográfico y hasta a las veces pasan de ello…

– ¿Pornográfico? ¡De ninguna manera! Lo que hay aquí son crudezas, pero no pornografías. Alguna vez algún desnudo, pero nunca un desvestido… Lo que hay es realismo…

– Realismo, sí, y además…

– Cinismo, ¿no es eso?

– ¡Cinismo, sí!

– Pero el cinismo no es pornografía. Estas crudezas son un modo de excitar la imaginación para conducirla a un examen más penetrante de la realidad de las cosas; estas crudezas son crudezas… pedagógicas. ¡Lo dicho, pedagógicas!

– Y algo grotescas…

– En efecto, no te lo niego. Gusto de la bufonería.

– Que es siempre en el fondo tétrica.

– Por lo mismo. No me agradan sino los chistes lúgubres, las gracias funerarias. La risa por la risa misma me da grima, y hasta miedo. La risa no es sino la preparación para la tragedia.