– Pues a mí esas bufonadas crudas me producen un detestable efecto.
– Porque eres un solitario, Augusto, un solitario, entiéndemelo bien, un solitario… Y yo las escribo para curar… No, no, no las escribo para nada, sino porque me divierte escribirlas, y si divierten a los que las lean me doy por pagado. Pero si a la vez logro con ellas poner en camino de curación a algún solitario como tú, de doble soledad…
– ¿Doble?
– Sí, soledad de cuerpo y soledad de alma.
– A propósito, Victor…
– Sí, ya sé lo que vas a decirme. Venías a consultarme sobre tu estado, que desde hace algún tiempo es alarmante, verdaderamente alarmante, ¿no es eso?
– Sí, eso es.
– Lo adiviné. Pues bien, Augusto, cásate y cásate cuanto antes.
– Pero ¿con cuál?
– ¡Ah!, pero ¿hay más de una?
– Y ¿cómo has adivinado también esto?
– Muy sencillo. Si hubieses preguntado: pero ¿con quién?, no habría supuesto que hay más de una ni que esa una haya; mas al preguntar: pero ¿con cuál?, se entiende con cuál de las dos, o tres, o diez, o ene.
– Es verdad.
– Cásate, pues, cásate, con una cualquiera de las ene de que estás enamorado, con la que tengas más a mano. Y sin pensarlo demasiado. Ya ves, yo me casé sin pensarlo; nos tuvieron que casar.
– Es que ahora me ha dado por dedicarme a las experiencias de psicología femenina.
– La única experiencia psicológica sobre la Mujer es el matrimonio. El que no se casa, jamás podrá experimentar psicológicamente el alma de la Mujer. El único laboratorio de psicología femenina o de ginepsicología es el matrimonio.
– Pero ¡eso no tiene remedio!
– Ninguna experimentación de verdad le tiene. Todo el que se mete a querer experimentar algo, pero guardando la retirada, no quemando las naves, nunca sabe nada de cierto. Jamás te fíes de otro cirujano que de aquel que se haya amputado a sí mismo algún propio miembro, ni te entregues a alienista que no esté loco. Cásate, pues, si quieres saber psicología.
– De modo que los solteros…
– La de los solteros no es psicología; no es más que metafísica, es decir, más allá de la física, más allá de lo natural.
– Y ¿qué es eso?
– Poco menos que en lo que estás tú.
– ¿Yo estoy en la metafísica? Pero ¡si yo, querido Victor, no estoy más allá de lo natural, sino más acá de ello!
– Es igual.
– ¿Cómo que es igual?
– Sí, más acá de lo natural es lo mismo que más allá, como más allá del espacio es lo mismo que más acá de él. ¿Ves esta línea? -y trazó una línea en un papel-. Prolongada por uno y otro extremo al infinito y los extremos se encontrarán, cerrarán en el infinito, donde se encuentra todo y todo se lía. Toda recta es curva de una circunferencia de radio infinito y en el infinito cierra. Luego lo mismo da lo de más acá de lo natural que lo de más allá. ¿No está claro?
– No, está oscurísimo, muy oscuro.
– Pues porque está tan oscuro, cásate.
– Sí, pero… ¡me asaltan tantas dudas!
– Mejor, pequeño Hamlet, mejor. ¿Dudas?, luego piensas; ¿piensas?, luego eres.
– Sí, dudar es pensar.
– Y pensar es dudar y nada más que dudar. Se cree, se sabe, se imagina sin dudar; ni la fe, ni el conocimiento, ni la imaginación suponen duda y hasta la duda las destruye, pero no se piensa sin dudar. Y es la duda lo que de la fe y del conocimiento, que son algo estático, quieto, muerto, hace pensamiento, que es dinámico, inquieto, vivo.
– ¿Y la imaginación?
– Sí, ahí cabe alguna duda. Suelo dudar lo que les he de hacer decir o hacer a los personajes de mi nivola, y aun después de que les he hecho decir o hacer algo dudo de si estuvo bien y si es lo que en verdad les corresponde. Pero… ¡paso por todo! Sí, sí, cabe duda en el imaginar, que es un pensar…
Mientras Augusto y Victor sostenían esta conversación nivolesca, yo, el autor de esta nivola, que tienes, lector, en la mano y estás leyendo, me sonreía enigmáticamente al ver que mis nivolescos personajes estaban abogando por mí y justijïcando mis procedimientos, y me decía a mí mismo: «¡Cuán lejos estarán estos infelices de pensar que no están haciendo otra cosa que tratar de justificar lo que yo estoy haciendo con ellos! Así cuando uno busca razones para justificarse no hace en rigor otra cosa que justijicar a Dios. Y yo soy el Dios de estos dos pobres diablos nivolescos.»
XXVI
Augusto se dirigió a casa de Eugenia dispuesto a tentar la última experiencia psicológica, la definitiva, aunque temiendo que ella le rechazase. Y encontróse con ella en la escalera, que bajaba para salir cuando él subía para entrar.
– ¿Usted por aquí, don Augusto?
– Sí, yo; mas puesto que tiene usted que salir, lo dejaré para otro día; me vuelvo.
– No, está arriba mi tío.
– No es con su tío, es con usted, Eugenia, con quien tenía que hablar. Dejémoslo para otro día.
– No, no, volvamos. Las cosas en caliente.
– Es que si está su tío.
– ¡Bah!, ¡es anarquista! No le llamaremos.
Y obligó a Augusto a que subiese con ella. El pobre hombre, que había ido con aires de experimentador, sentíase ahora rana.
Cuando estuvieron solos en la sala, Eugenia, sin quitarse el sombrero, con el traje de calle con que había entrado, le dijo:
– Bien, sepamos qué es lo que tenía que decirme.
– Pues… pues… -y el pobre Augusto balbuceaba- pues… pues…
– Bien; pues ¿qué?
– Que no puedo descansar, Eugenia; que les he dado mil vueltas en el magín a las cosas que nos dijimos la última vez que hablamos, y que a pesar de todo no puedo resignarme, ¡no, no puedo resignarme, no lo puedo!
– Y ¿a qué es lo que no puede usted resignarse?
– Pues ¡a esto, Eugenia, a esto!
– Y ¿qué es esto?
– A esto, a que no seamos más que amigos…
– ¡Más que amigos…! ¿Le parece a usted poco, señor don Augusto?, ¿o es que quiere usted que seamos menos que amigos?
– No, Eugenia, no, no es eso.
– Pues ¿qué es?
– Por Dios, no me haga sufrir…
– El que se hace sufrir es usted mismo.
– ¡No puedo resignarme, no!
– Pues ¿qué quiere usted?
– ¡Que seamos… marido y mujer!
– ¡Acabáramos!
– Para acabar hay que empezar.
– ¿Y aquella palabra que me dio usted?
– No sabía lo que me decía.
– Y la Rosario aquella…
– ¡Oh, por Dios, Eugenia, no me recuerdes eso!, ¡no pienses en la Rosario!
Eugenia entonces se quitó el sombrero, lo dejó sobre una mesilla, volvió a sentarse y luego pausadamente y con solemnidad dijo:
– Pues bien, Augusto, ya que tú, que eres al fin y al cabo un hombre, no te crees obligado a guardar la palabra, yo que no soy nada más que una mujer tampoco debo guardarla. Además, quiero librarte de la Rosario y de las demás Rosarios o Petras que puedan envolverte. Lo que no hizo la gratitud por tu desprendimiento ni hizo el despecho de lo que con Mauricio me paso -ya ves si te soy franca- hace la compasión. ¡Sí, Augusto, me das pena, mucha pena! -y al decir esto le dio dos leves palmaditas con la diestra en una rodilla.
– ¡Eugenia! -y le tendió los brazos como para cogerla.
– ¡Eh, cuidadito! -exclamó ella apartándoselos y hurtándose de ellos- ¡cuidadito!
– Pues la otra vez… la última vez…
– ¡Sí, pero entonces era diferente!
«Estoy haciendo de rana», pensó el psicólogo experimental.
– ¡Sí -prosiguió Eugenia-, a un amigo, nada más que amigo, pueden permitírsele ciertas pequeñas libertades que no se deben otorgar al… vamos, al… novio!