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– Y eso ¿para qué?

– Para redimirle.

– Sí, ya he oído decir que lo más liberador del arte es que le hace a uno olvidar que exista. Hay quien se hunde en la lectura de novelas para distraerse de sí mismo, para olvidar sus penas…

– No, lo más liberador del arte es que le hace a uno dudar de que exista.

– Y ¿qué es existir?

– ¿Ves? Ya te vas curando; ya empiezas a devorarte. Lo prueba esa pregunta. ¡Ser o no sere, que dijo Hamlet, uno de los que inventaron a Shakespeare.

– Pues a mí, Víctor, eso de ser o no ser me ha parecido siempre una solemne vaciedad.

– Las frases, cuanto más profundas, son más vacías. No hay profundidad mayor que la de un pozo sin fondo. ¿Qué te parece lo más verdadero de todo?

– Pues… pues… lo de Descartes: «Pienso, luego soy.»

– No, sino esto: A = A.

– Pero ¡eso no es nada!

– Y por lo mismo es lo más verdadero, porque no es nada. Pero esa otra vaciedad de Descartes, ¿la crees tan incontrovertible?

– ¡Y tanto…!

– Pues bien, ¿o dijo eso Descartes?

– ¡Sí!

– Y no era verdad. Porque como Descartes no ha sido más que un ente ficticio, una invención de la historia, pues… ¡ni existió… ni pensó!

– Y ¿quién dijo eso?

– Eso no lo dijo nadie; eso se dijo ello mismo.

– Entonces, ¿el que era y pensaba era el pensamiento ese?

– ¡Claro! Y, figúrate, eso equivale a decir que ser es pensar y lo que no piensa no es.

– ¡Claro está!

– Pues no pienses, Augusto, no pienses. Y si te empeñas en pensar…

– ¿Qué?

– ¡Devórate!

– Es decir, ¿que me suicide…?

– En eso ya no me quiero meter. ¡Adiós!

Y se salió Víctor, dejando aAugusto perdido y confundido en sus cavilaciones.

XXXI

Aquella tempestad del alma de Augusto terminó, como en terrible calma, en decisión de suicidarse. Quería acabar consigo mismo, que era la fuente de sus desdichas propias. Mas antes de llevar a cabo su propósito, como el náufrago que se agarra a una débil tabla, ocurriósele consultarlo conmigo, con el autor de todo este relato. Por entonces había leído Augusto un ensayo mío en que, aunque de pasada, hablaba del suicidio, y tal impresión pareció hacerle, así como otras cosas que de mí había leído, que no quiso dejar este mundo sin haberme conocido y platicado un rato conmigo. Emprendió, pues, un viaje acá, a Salamanca, donde hace más de veinte años vivo, para visitarme.

Cuando me anunciaron su visita sonreí enigmáticamente y le mandé pasar a mi despacho-librería. Entró en él como un fantasma, miró a un retrato mío al óleo que allí preside a los libros de mi librería, y a una seña mía se sentó, frente a mí.

Empezó hablándome de mis trabajos literarios y más o menos filosóficos, demostrando conocerlos bastante bien, lo que no dejó, ¡claro está!, de halagarme, y en seguida empezó a contarme su vida y sus desdichas. Le atajé diciéndole que se ahorrase aquel trabajo, pues de las vicisitudes de su vida sabía yo tanto como él, y se lo demostré citándole los más íntimos pormenores y los que él creía más secretos. Me miró con ojos de verdadero terror y como quien mira a un ser increííble; creí notar que se le alteraba el color y traza del semblante y que hasta temblaba. Le tenía yo fascinado.

– ¡Parece mentira! -repetía-, ¡parece mentira! A no verlo no lo creería… No sé si estoy despierto o soñando…

– Ni despierto ni soñando -le contesté.

– No me lo explico… no me lo explico -añadió-; mas puesto que usted parece saber sobre mí tanto como sé yo mismo, acaso adivine mi propósito…

– Sí -le dije-, tú -y recalqué este tú con un tono autoritario-, tú, abrumado por tus desgracias, has concebido la diabólica idea de suicidarte, y antes de hacerlo, movido por algo que has leído en uno de mis últimos ensayos, vienes a consultármelo.

El pobre hombre temblaba como un azogado, mirándome como un poseído miraría. Intentó levantarse, acaso para huir de mí; no podía. No disponía de sus fuerzas.

– ¡No, no te muevas! -le ordené.

– Es que… es que… -balbuceó.

– Es que tú no puedes suicidarte, aunque lo quieras.

– ¿Cómo? -exclamó al verse de tal modo negado y contradicho.

– Sí. Para que uno se pueda matar a sí mismo, ¿qué es menester? -le pregunté.

– Que tenga valor para hacerlo -me contestó.

– No -le dije-, ¡que esté vivo!

– ¡Desde luego!

– ¡Y tú no estás vivo!

– ¿Cómo que no estoy vivo?, ¿es que me he muerto? -y empezó, sin darse clara cuenta de lo que hacía, a palparse a sí mismo.

– ¡No, hombre, no! -le repliqué-. Te dije antes que no estabas ni despierto ni dormido, y ahora te digo que no estás ni muerto ni vivo.

– ¡Acabe usted de explicarse de una vez, por Dios!, ¡acabe de explicarse! -me suplicó consternado-, porque son tales las cosas que estoy viendo y oyendo esta tarde, que temo volverme loco.

– Pues bien; la verdad es, querido Augusto -le dije con la más dulce de mis voces-, que no puedes matarte porque no estás vivo, y que no estás vivo, ni tampoco muerto, porque no existes…

– ¿Cómo que no existo? --exclamó.

– No, no existes más que como ente de ficción; no eres, pobre Augusto, más que un producto de mi fantasía y de las de aquellos de mis lectores que lean el relato que de tus fingidas venturas y malandanzas he escrito yo; tú no eres más que un personaje de novela, o de nivola, o como quieras llamarle. Ya sabes, pues, tu secreto.

Al oír esto quedóse el pobre hombre mirándome un rato con una de esas miradas perforadoras que parecen atravesar la mira a ir más allá, miró luego un momento a mi retrato al óleo que preside a mis libros, le volvió el color y el aliento, fue recobrándose, se hizo dueño de sí, apoyó los codos en mi camilla, a que estaba arrimado frente a mí y, la cara en las palmas de las manos y mirándome con una sonrisa en los ojos, me dijo lentamente:

– Mire usted bien, don Miguel… no sea que esté usted equivocado y que ocurra precisamente todo lo contrario de lo que usted se cree y me dice.

– Y ¿qué es lo contrario? -le pregunté alarmado de verle recobrar vida propia.

– No sea, mi querido don Miguel -añadió-, que sea usted y no yo el ente de ficción, el que no existe en realidad, ni vivo, ni muerto… No sea que usted no pase de ser un pretexto para que mi historia llegue al mundo…

– ¡Eso más faltaba! -exclamé algo molesto.

– No se exalte usted así, señor de Unamuno -me replicó-, tenga calma. Usted ha manifestado dudas sobre mi existencia…

– Dudas no -le interrumpí-; certeza absoluta de que tú no existes fuera de mi producción novelesca.

– Bueno, pues no se incomode tanto si yo a mi vez dudo de la existencia de usted y no de la mía propia. Vamos a cuentas: ¿no ha sido usted el que no una sino varias veces ha dicho que don Quijote y Sancho son no ya tan reales, sino más reales que Cervantes?

– No puedo negarlo, pero mi sentido al decir eso era…

– Bueno, dejémonos de esos sentires y vamos a otra cosa. Cuando un hombre dormido a inerte en la cama sueña algo, ¿qué es lo que más existe, él como conciencia que sueña, o su sueño?

– ¿Y si sueña que existe él mismo, el soñador? -le repliqué a mi vez.

– En ese caso, amigo don Miguel, le pregunto yo a mi vez, ¿de qué manera existe él, como soñador que se sueña, o como soñado por sí mismo? Y fíjese, además, en que al admitir esta discusión conmigo me reconoce ya existencia independiente de sí.

– ¡No, eso no!, ¡eso no! -le dije vivamente-. Yo necesito discutir, sin discusión no vivo y sin contradicción, y cuando no hay fuera de mí quien me discuta y contradiga invento dentro de mí quien lo haga. Mis monólogos son diálogos.