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– Y acaso los diálogos que usted forje no sean más que monólogos…

– Puede ser. Pero te digo y repito que tú no existes fuera de mí…

– Y yo vuelvo a insinuarle a usted la idea de que es usted el que no existe fuera de mí y de los demás personajes a quienes usted cree haber inventado. Seguro estoy de que serían de mi opinión don Avito Carrascal y el gran don Fulgencio…

– No mientes a ese…

– Bueno, basta, no le moteje usted. Y vamos a ver, ¿qué opina usted de mi suicidio?

– Pues opino que como tú no existes más que en mi fantasía, te lo repito, y como no debes ni puedes hacer sino lo que a mí me dé la gana, y como no me da la real gana de que te suicides, no te suicidarás. ¡Lo dicho!

– Eso de no me da la real gana, señor de Unamuno, es muy español, pero es muy feo. Y además, aun suponiendo su peregrina teoría de que yo no existo de veras y usted sí, de que yo no soy más que un ente de ficción, producto de la fantasía novelesca o nivolesca de usted, aun en ese caso yo no debo estar sometido a lo que llama usted su real gana, a su capricho. Hasta los llamados entes de ficción tienen su lógica interna…

– Sí, conozco esa cantata.

– En efecto; un novelista, un dramaturgo, no pueden hacer en absoluto lo que se les antoje de un personaje que creen; un ente de ficción novelesca no puede hacer, en buena ley de arte, lo que ningún lector esperaría que hiciese…

– Un ser novelesco tal vez…

– ¿Entonces?

– Pero un ser nivolesco…

– Dejemos esas bufonadas que me ofenden y me hieren en lo más vivo. Yo, sea por mí mismo, según creo, sea porque usted me lo ha dado, según supone usted, tengo mi carácter, mi modo de ser, mi lógica interior, y esta lógica me pide que me suicide…

– ¡Eso te creerás tú, pero te equivocas!

– A ver, ¿por qué me equivoco?, ¿en qué me equivoco? Muéstreme usted en qué está mi equivocación. Como la ciencia más difícil que hay es la de conocerse uno a sí mismo, fácil es que esté yo equivocado y que no sea el suicidio la solución más lógica de mis desventuras, pero demuéstremelo usted. Porque si es difícil, amigo don Miguel, ese conocimiento propio de sí mismo, hay otro conocimiento que me parece no menos difícil que el…

– ¿Cuál es? -le pregunté.

Me miró con una enigmática y socarrona sonrisa y lentamente me dijo:

– Pues más difícil aún que el que uno se conozca a sí mismo es el que un novelista o un autor dramático conozca bien a los personajes que finge o cree fingir…

Empezaba yo a estar inquieto con estas salidas de Augusto, y a perder mi paciencia.

– E insisto -añadió- en que aun concedido que usted me haya dado el ser y un ser ficticio, no puede usted, así como así y porque sí, porque le dé la real gana, como dice, impedirme que me suicide.

– ¡Bueno, basta!, ¡basta! -exclamé dando un puñetazo en la camilla- ¡cállate!, ¡no quiero oír más impertinencias…! ¡Y de una criatura mía! Y como ya me tienes harto y además no sé ya qué hacer de ti, decido ahora mismo no ya que no te suicides, sino matarte yo. ¡Vas a morir, pues, pero pronto! ¡Muy pronto!

– ¿Cómo? -exclamó Augusto sobresaltado-, ¿que me va usted a dejar morir, a hacerme morir, a matarme?

– ¡Sí, voy a hacer que mueras!

– ¡Ah, eso nunca!, ¡nunca!, ¡nunca! -gritó.

– ¡Ah! -le dije mirándole con lástima y rabia-. ¿Conque estabas dispuesto a matarte y no quieres que yo te mate? ¿Conque ibas a quitarte la vida y te resistes a que te la quite yo?

– Sí, no es lo mismo…

– En efecto, he oído contar casos análogos. He oído de uno que salió una noche armado de un revólver y dispuesto a quitarse la vida, salieron unos ladrones a robarle, le atacaron, se defendió, mató a uno de ellos, huyeron los demás, y al ver que había comprado su vida por la de otro renunció a su propósito.

– Se comprende -observó Augusto-; la cosa era quitar a alguien la vida, matar un hombre, y ya que mató a otro, ¿a qué había de matarse? Los más de los suicidas son homicidas frustrados; se matan a sí mismos por falta de valor para matar a otros…

– ¡Ah, ya, te entiendo, Augusto, te entiendo! Tú quieres decir que si tuvieses valor para matar a Eugenia o a Mauricio o a los dos no pensarías en matarte a ti mismo, ¿eh?

– ¡Mire usted, precisamente a esos… no!

– ¿A quién, pues?

– ¡A usted! -y me miró a los ojos.

– ¿Cómo? -exclamé poniéndome en pie-, ¿cómo? Pero ¿se te ha pasado por la imaginación matarme?, ¿tú?, ¿y a mí?

– Siéntese y tenga calma. ¿O es que cree usted, amigo don Miguel, que sería el primer caso en que un ente de ficción, como usted me llama, matara a aquel a quien creyó darle ser… ficticio?

– ¡Esto ya es demasiado -decía yo paseándome por mi despacho-, esto pasa de la raya! Esto no sucede más que…

– Más que en las nivolas -concluyó él con sorna.

– ¡Bueno, basta!, ¡basta!, ¡basta! ¡Esto no se puede tolerar! ¡Vienes a consultarme, a mí, y tú empiezas por discutirme mi propia existencia, después el derecho que tengo a hacer de ti lo que me dé la real gana, sí, así como suena, lo que me dé la real gana, lo que me salga de…

– No sea usted tan español, don Miguel…

– ¡Y eso más, mentecato! ¡Pues sí, soy español, español de nacimiento, de educación, de cuerpo, de espíritu, de lengua y hasta de profesión y oficio; español sobre todo y ante todo, y el españolismo es mi religión, y el cielo en que quiero creer es una España celestial y eterna y mi Dios un Dios español, el de Nuestro Señor Don Quijote, un Dios que piensa en español y en español dijo: ¡sea la luz!, y su verbo fue verbo español…

– Bien, ¿y qué? -me interrumpió, volviéndome a la realidad.

– Y luego has insinuado la idea de matarme. ¿Matarme?, ¿a mí?, ¿tú? ¡Morir yo a manos de una de mis criaturas! No tolero más. Y para castigar tu osadía y esas doctrinas disolventes, extravagantes, anárquicas, con que te me has venido, resuelvo y fallo que te mueras. En cuanto llegues a tu casa te morirás. ¡Te morirás, te lo digo, te morirás!

– Pero ¡por Dios!… -exclamó Augusto, ya suplicante y de miedo tembloroso y pálido.

– No hay Dios que valga. ¡Te morirás!

– Es que yo quiero vivir, don Miguel, quiero vivir, quiero vivir…

– ¿No pensabas matarte?

– ¡Oh, si es por eso, yo le juro, señor de Unamuno, que no me mataré, que no me quitaré esta vida que Dios o usted me han dado; se lo juro… Ahora que usted quiere matarme quiero yo vivir, vivir, vivir…

– ¡Vaya una vida! -exclamé.

– Sí, la que sea. Quiero vivir, aunque vuelva a ser burlado, aunque otra Eugenia y otro Mauricio me desgarren el corazón. Quiero vivir, vivir, vivir…

– No puede ser ya… no puede ser…

– Quiero vivir, vivir… y ser yo, yo, yo…

– Pero si tú no eres sino lo que yo quiera…

– ¡Quiero ser yo, ser yo!, ¡quiero vivir! -y le lloraba la voz.

– No puede ser… no puede ser…

– Mire usted, don Miguel, por sus hijos, por su mujer, por lo que más quiera… Mire que usted no será usted… que se morirá.

Cayó a mis pies de hinojos, suplicante y exclamando:

– ¡Don Miguel, por Dios, quiero vivir, quiero ser yo!

– ¡No puede ser, pobre Augusto -le dije cogiéndole una mano y levantándole-, no puede ser! Lo tengo ya escrito y es irrevocable; no puedes vivir más. No sé qué hacer ya de ti. Dios, cuando no sabe qué hacer de nosotros, nos mata. Y no se me olvida que pasó por tu mente la idea de matarme…

– Pero si yo, don Miguel…

– No importa; sé lo que me digo. Y me temo que, en efecto, si no te mato pronto acabes por matarme tú.

– Pero ¿no quedamos en que…?

– No puede ser, Augusto, no puede ser. Ha llegado tu hora. Está ya escrito y no puedo volverme atrás. Te morirás. Para lo que ha de valerte ya la vida…