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– ¿Qué es eso, señorito? -le dijo Domingo entrando-, ¿qué le pasa?

– ¡Ay, Domingo -contestó Augusto con voz de fantasma-, no lo puedo remediar; siento un terror loco a acostarme!…

– Pues no se acueste.

– No, no, es preciso; no puedo tenerme en pie.

– Yo creo que el señorito debe pasear la cena. Ha cenado en demasía.

Intentó ponerse en pie Augusto.

– ¿Lo ves, Domingo, lo ves? No puedo tenerme en pie.

– Claro, con tanto embutir en el estómago…

– Al contrario, con lastre se tiene uno mejor en pie. Es que no existo. Mira, ahora poco, al cenar me parecía como si todo eso me fuese cayendo desde la boca en un tonel sin fondo. El que come vive, tiene razón Liduvina, pero el que come como he comido yo esta noche, por desesperación, es que no existe. Yo no existo…

– Vaya, vaya, déjese de bobadas; tome su café y su copa, para empujar todo eso y sentarlo, y vamos a dar un paseo. Le acompañaré yo.

– No, no puedo tenerme en pie, ¿lo ves?

– Es verdad.

– Ven que me apoye en ti. Quiero que esta noche duermas en mi cuarto, en un colchón que pondremos para ti, que me veles…

– Mejor será, señorito, que yo no me acueste, sino que me quede allí, en una butaca…

– No, no quiero que te acuestes y que te duermas; quiero sentirte dormir, oírte roncar, mejor…

– Como usted quiera…

– Y ahora, mira, tráeme un pliego de papel. Voy a goner un telegrama, que enviarás a su destino así que yo me muera…

– Pero ¡señorito!…

– ¡Haz lo que te digo!

Domingo obedeció, llevóle el papel y el tintero y Augusto escribió:

«Salamanca.

Unamuno.

Se salió usted con la suya. He muerto.

Augusto Pérez.»

– En cuanto me muera lo envías, ¿eh?

– Como usted quiera -contestó el criado por no discutir más con el amo.

Fueron los dos al cuarto. El pobre Augusto temblaba de tal modo al ir a desnudarse que no podía ni aun cogerse las ropas para quitárselas.

– ¡Desnúdame tú! -le dijo a Domingo.

– Pero ¿qué le pasa a usted, señorito? ¡Si parece que le ha visto al diablo! Está usted blanco y frlo como la nieve. ¿Quiere que se le llame al médico?

– No, no, es inútil.

– Le calentaremos la cama…

– ¿Para qué? ¡Déjalo! Y desnúdame del todo, del todo; déjame como mi madre me parió, como nací… ¡si es que nací!

– ¡No diga usted esas cosas, señorito!

– Ahora échame, échame tú mismo a la cama, que no me puedo mover.

El pobre Domingo, aterrado a su vez, acostó a su pobre amo.

– Y ahora, Domingo, ve diciéndome al oído, despacito, el padre nuestro, el ave maría y la salve. Así… así… poco a poco… poco a poco… -y después que los hubo repetido mentalmente-: Ahora, mira, cógeme la mano derecha, sácamela, me parece que no es mía, como si la hubiese perdido… y ayúdame a que me persigne… así… así… Este brazo debe de estar muerto… Mira a ver si tengo pulso… Ahora déjame, déjame a ver si duermo un poco… pero tápame, tápame bien…

– Sí, mejor es que duerma -le dijo Domingo, mientras le subía el embozo de las mantas-; esto se le pasará durmiendo…

– Sí, durmiendo se me pasará… Pero, di ¿es que no he hecho nunca más que dormir?, ¿más que soñar? ¿Todo eso ha sido más que una niebla?

– Bueno, bueno, déjese de esas cosas. Todo eso no son sino cosas de libros, como dice mi Liduvina.

– Cosas de libros… cosas de libros… ¿Y qué no es cosa de libros, Domingo? ¿Es que antes de haber libros en una u otra forma, antes de haber relatos, de haber palabra, de haber pensamiento, había algo? ¿Y es que después de acabarse el pensamiento quedará algo? ¡Cosas de libros! ¿Y quién no es cosa de libros? ¿Conoces a don Miguel de Unamuno, Domingo?

– Sí, algo he leído de él en los papeles. Dicen que es un señor un poco raro que se dedica a decir verdades que no hacen al caso…

– Pero ¿le conoces?

– ¿Yo?, ¿para qué?

– Pues también Unamuno es cosa de libros… Todos lo somos… ¡Y él se morirá, sí, se morirá, se morirá también, aunque no lo quiera… se morirá! Y esa sera mi venganza. ¿No quiere dejarme vivir? ¡Pues se morirá, se morirá, se morirá!

– ¡Bueno, déjele en paz a ese señor, que se muera cuando Dios lo haga, y usted a dormirse!

– A dormir… dormir… a soñar…

¡Morir… dormir… dormir… soñar acaso…!

– Pienso, luego soy; soy, luego pienso… ¡No existo, no!, ¡no existo… madre mía! Eugenia… Rosario… Unamuno… -y se quedó dormido.

Al poco rato se incorporó en la cama lívido, anhelante, con los ojos todos negros y despavoridos, mirando más allá de las tinieblas, y gritando: «¡Eugenia, Eugenia!» Domingo acudió a él. Dejó caer la cabeza sobre el pecho y se quedó muerto.

Cuando llegó el médico se imaginó al pronto que aún vivía, habló de sangrarle, de ponerle sinapismos, pero pronto pudo convencerse de la triste verdad.

– Ha sido cosa del corazón… un ataque de asistolia -dijo el médico.

– No, señor -contestó Domingo-, ha sido un asiento. Cenó horriblemente, como no acostumbraba, de una manera desusada en él, como si quisiera…

– Sí, desquitarse de lo que no habría de comer en adelante, ¿no es eso? Acaso el corazón presintió su muerte.

– Pues yo -dijo Liduvina- creo que ha sido de la cabeza. Es verdad que cenó de un modo disparatado, pero como sin darse cuenta de lo que hacía y diciendo disParates…

– ¿Qué disparates? -preguntó el médico.

– Que él no existía y otras cosas así…

– ¿Disparates? -añadió el médico entre dientes y cual hablando consigo mismo-, ¿quién sabe si existía o no, y menos él mismo…? Uno mismo es quien menos sabe de su existencia… No se existe sino para los demás…

Y luego en voz alta agregó:

– El corazón, el estómago y la cabeza son los tres una sola y misma cosa.

– Sí, forman parte del cuerpo -dijo Domingo.

– Y el cuerpo es una sola y misma cosa.

– ¡Sin duda!

– Pero más que usted lo cree…

– ¿Y usted sabe, señor mío, cuánto lo creo yo?

– También es cierto, y veo que no es usted torpe.

– No me tengo por tal, señor médico, y no comprendo a esas gentes que a cualquier persona con quien tropiezan parecen estimarla tonta mientras no pruebe lo contrario.

– Bueno, pues, como iba diciendo -siguió el médico-, el estómago elabora los jugos que hacen la sangre, el corazón riega con ellos a la cabeza y al estómago para que funcione, y la cabeza rige los movimientos del estómago y del corazón. Y por lo tanto este señor don Augusto ha muerto de las tres cosas, de todo el cuerpo, por síntesis.

– Pues yo creo -intervino Liduvina- que a mi señorito se le había metido en la cabeza morirse, y ¡claro!, el que se empeña en morir, al fin se muere.

– ¡Es claro! -dijo el médico-. Si uno no creyese morirse, ni aun hallándose en la agonía, acaso no moriría. Pero así que le entre la menor duda de que no puede menos de morir, está perdido.

– Lo de mi señorito ha sido un suicidio y nada más que un suicidio. Ponerse a cenar como cenó viniendo como venía es un suicidio y nada más que un suicidio. ¡Se salió con la suya!

– Disgustos acaso…

– Y grandes, ¡muy grandes! ¡Mujeres!

– ¡Ya, ya! Pero, en fin, la cosa no tiene ya otro remedio que preparar el entierro.

Domingo lloraba.

XXXIII

Cuando recibí el telegrama comunicándome la muerte del pobre Augusto, y supe luego las circunstancias todas de ella, me quedé pensando en si hice o no bien en decirle lo que le dije la tarde aquella en que vino a visitarme y consultar conmigo su propósito de suicidarse. Y hasta me arrepentí de haberle matado. Llegué a pensar que tenía él razón y que debí haberle dejado salirse con la suya, suicidándose. Y se me ocurrió si le resucitaría.