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«Sí -me dije-, voy a resucitarle y que haga luego lo que se le antoje, que se suicide si es así su capricho.» Y con esta idea de resucitarle me quedé dormido.

A poco de haberme dormido se me apareció Augusto en sueños. Estaba blanco, con la blancura de una nube, y sus contornos iluminados como por un sol poniente. Me miró fijamente y me dijo:

– ¡Aquí estoy otra vez!

– ¿A qué vienes? -le dije.

– A despedirme de usted, don Miguel, a despedirme de usted hasta la eternidad y a mandarle, así, a mandarle, no a rogarle, a mandarle que escriba usted la nivola de mis aventuras…

– ¡Está ya escrita!

– Lo sé, todo está escrito. Y vengo también a decirle que eso que usted ha pensado de resucitarme para que luego me quite yo a mí mismo la vida es un disparate, más aún, es una imposibilidad…

– ¿Imposibilidad? -le dije yo; por supuesto, todo esto en sueños.

– ¡Sí, una imposibilidad! Aquella tarde en que nos vimos y hablamos en el despacho de usted, ¿recuerda?, estando usted despierto y no como ahora, dormido y soñando, le dije a usted que nosotros, los entes de ficción, según usted, tenemos nuestra lógica y que no sirve que quien nos finge pretenda hacer de nosotros lo que le dé la gana, ¿recuerda?

– Sí que lo recuerdo.

– Y ahora de seguro que, aunque tan español, no tendrá usted real gana de nada, ¿verdad, don Miguel?

– No, no siento gana de nada.

– No, el que duerme y sueña no tiene reales ganas de nada. Y usted y sus compatriotas duermen y sueñan, y sueñan que tienen ganas, pero no las tienen de veras.

– Da gracias a que estoy durmiendo -le dije-, que si no…

– Es igual. Y respecto a eso de resucitarme he de decirle que no le es hacedero, que no lo puede aunque lo quiera o aunque sueñe que lo quiere…

– Pero ¡hombre!

– Sí, a un ente de ficción, como a uno de carne y hueso, a lo que llama usted hombre de carne y hueso y no de ficción de carne y de ficción de hueso, puede uno engendrarlo y lo puede matar; pero una vez que lo mató no puede, ¡no!, no puede resucitarlo. Hacer un hombre mortal y carnal, de carne y hueso, que respire aire, es cosa fácil, muy fácil, demasiado fácil por desgracia… matar a un hombre mortal y carnal, de carne y hueso, que respire aire, es cosa fácil, muy fácil, demasiado fácil por desgracia… pero ¿resucitarlo?, ¡resucitarlo es imposible!

– ¡En efecto -le dije-, es imposible!

– Pues lo mismo -me contestó-, exactamente lo mismo sucede con eso que usted llama entes de ficción; es fácil darnos ser, acaso demasiado fácil, y es fácil, facilísimo, matarnos, acaso demasiadamente demasiado fácil, pero ¿resucitamos?, no hay quien haya resucitado de veras a un ente de ficción que de veras se hubiese muerto. ¿Cree usted posible resucitar a don Quijote? -me preguntó.

– ¡Imposible! -contesté.

– Pues en el mismo caso estamos todos los demás entes de ficción.

– ¿Y si te vuelvo a soñar?

– No se sueña dos veces el mismo sueño. Ese que usted vuelva a soñar y crea soy yo será otro. Y ahora, ahora que está usted dormido y soñando y que reconoce usted estarlo y que yo soy un sueño y reconozco serlo, ahora vuelvo a decirle a usted lo que tanto le excitó cuando la otra vez se lo dije: mire usted, mi querido don Miguel, no vaya a ser que sea usted el ente de ficción, el que no existe en realidad, ni vivo ni muerto… no vaya a ser que no pase usted de un pretexto para que mi historia, y otras historias como la mía, corran por el mundo. Y luego, cuando usted se muera del todo, llevemos su alma nosotros. No, no, no se altere usted, que aunque dormido y soñando aún vivo. ¡Y ahora, adiós!

Y se disipó en la niebla negra.

Yo soñé luego que me moría, y en el momento mismo en que soñaba dar el último respiro me desperté con cierta opresión en el pecho.

Y aquí está la historia de Augusto Pérez.

ORACIÓN FÚNEBRE POR MODO DE EPÍLOGO

Suele ser costumbre al final de las novelas y luego que muere o se casa el héroe o protagonista dar noticia de la suerte que corrieron los demás personajes. No la vamos a seguir aquí ni a dar por consiguiente noticia alguna de cómo les fue a Eugenia y Mauricio, a Rosario, a Liduvina y Domingo; a don Fermín y doña Ermelinda, a Víctor y su mujer y a todos los demás que en tomo a Augusto se nos han presentado, ni vamos siquiera a decir lo que de la singular muerte de este sintieron y pensaron. Sólo haremos una excepción y es en favor del que más honda y más sinceramente sintió la muerte de Augusto, que fue su perro, Orfeo.

Orfeo, en efecto, encontróse huérfano. Cuando saltando en la cama olió a su amo muerto, olió la muerte de su amo, envolvió a su espíritu perruno una densa nube negra. Tenía experiencia de otras muertes, había olido y visto perros y gatos muertos, había matado algún ratón, había olido muertes de hombres, pero a su amo le creía inmortal. Porque su amo era para él como un dios. Y al sentirle ahora muerto sintió que se desmoronaban en su espíritu los fundamentos todos de su fe en la vida y en el mundo, y una inmensa desolación llenó su pecho.

Y acurrucado a los pies de su amo muerto pensó así: «¡Pobre amo mío!, ¡pobre amo mío! ¡Se ha muerto; se me ha muerto! ¡Se muere todo, todo, todo; todo se me muere! Y es peor que se me muera todo a que me muera para todo yo. ¡Pobre amo mío!, ¡pobre amo mío! Esto que aquí yace, blanco, frío, con olor a próxima podredumbre, a carne de ser comida, esto ya no es mi amo. No, no lo es. ¿Dónde se fue mi amo?, ¿dónde el que me acariciaba, el que me hablaba?

» ¡Qué extraño animal es el hombre! Nunca está en lo que tiene delante. Nos acaricia sin que sepamos por qué y no cuando le acariciamos más, y cuando más a él nos rendimos nos rechaza o nos castiga. No hay modo de saber lo que quiere, si es que lo sabe él mismo. Siempre parece estar en otra cosa que en lo que está, y ni mira a lo que mira. Es como si hubiese otro mundo para él. Y es claro, si hay otro mundo, no hay este.

»Y luego habla, o ladra de un modo complicado. Nosotros aullábamos y por imitarle aprendimos a ladrar, y ni aun así nos entendemos con él. Solo le entendemos de veras cuando él también aúlla. Cuando el hombre aúlla o grita o amenaza le entendemos muy bien los demás animales. ¡Como que entonces no está distraído en otro mundo…! Pero ladra a su manera, habla, y eso le ha servido para inventar lo que no hay y no fijarse en lo que hay. En cuanto le ha puesto un nombre a algo, ya no ve este algo; no hace sino oír el nombre que le puso o verlo escrito. La lengua le sirve para mentir, inventar lo que no hay y confundirse. Y todo es en él pretextos para hablar con los demás o consigo mismo. ¡Y hasta nos ha contagiado a los perros!

»Es un animal enfermo, no cabe duda. ¡Siempre está enfermo! ¡Sólo parece gozar de alguna salud cuando duerme, y no siempre, porque a las veces hasta durmiendo habla! Y esto también nos ha contagiado. ¡Nos ha contagiado tantas cosas!

»¡Y luego nos insulta! Llama cinismo, esto es, perrismo o perrería, a la impudencia o sinvergüencería, él, el animal hipócrita por excelencia. El lenguaje le ha hecho hipócrita. Como que la hipocresía debería llamarse antropismo si es que a la impudencia se le llama cinismo. ¡Y ha querido hacernos hipócritas, es decir, cómicos, farsantes, a nosotros, a los perros! A los perros, que no fuimos sometidos y domesticados por el hombre como el toro o el caballo, a la fuerza, sino que nos unimos a él libremente, en pacto sinalagmático, para explotar la caza. Nosotros le descubríamos la pieza, él la cazaba y nos daba nuestra parte. Y así, en contrato social, nació nuestro consorcio.

»Y nos lo ha pagado prostituyéndonos a insultándonos. ¡Y queriendo hacernos farsantes, monos y perros sabios! ¡Perros sabios llaman a unos perros a los que les enseñan a representar farsas, para lo cual les visten y les adiestran a andar indecorosamente sobre las patas traseras, en pie! ¡Perros sabios! ¡A eso le llaman los hombres sabiduría, a representar farsas y a andar sobre dos pies!