Hay una visión radiosa de Leopardi, el trágico soñador lel hastío, que es el Cántico del gallo silvestre, gallo gigantesco sacado de una paráfrasis targúmica de la Biblia, gallo que canta la revelación eterna e invita a los mortales a despertarse. Y acaba así: «Tiempo vendrá en que este universo y la naturaleza misma quedarán agotados. Y al modo que de grandísimos reinos e imperios humanos, y de sus maravillosas moviciones, que fueron famosísimos en otras edades, no queda hoy ni señal ni fama alguna, parejanente del mundo entero y de las infinitas vicisitudes y calamidades de las cosas creadas no permanecerá ni siquiera un vestigio, sino que un silencio desnudo y una quietud profundísima llenarán el espacio inmenso. Así este cercano admirable y espantoso de la existencia universal antes de ser declarado ni entendido se borrará y perderáse.»
Pero no, que ha de quedar el cántico del gallo silvestre y el susurro de Jehová con él; ha de quedar el Verbo que ue el principio y será el último, el Soplo y Son espiritual que recoge las nieblas y las cuaja. Augusto Pérez nos conminó a todos, a todos los que fueron y son yo, a todos os que formamos el sueño de Dios -o mejor, el sueño de su Verbo-, con que habremos de morir. Se me van muriendo en carne de espacio, pero no en carne de sueño, en carne de conciencia. Y por esto os digo, lectores de mi NEBLA, soñadores de mi Augusto Pérez y de su mundo, lue esto es la niebla, esto es la nivola, esto es la leyenda, esto es la historia, la vida eterna.
Salamanca, febrero 1935.
I
Al aparecer Augusto a la puerta de su casa extendió el brazo derecho, con la mano palma abajo y abierta, y dirigiendo los ojos al cielo quedóse un momento parado en esta actitud estatuaria y augusta. No era que tomaba posesión del mundo exterior, sino era que observaba si llovía. Y al recibir en el dorso de la mano el frescor del lento orvallo frunció el sobrecejo. Y no era tampoco que le molestase la llovizna, sino el tener que abrir el paraguas. ¡Estaba tan elegante, tan esbelto, plegado y dentro de su funda! Un paraguas cerrado es tan elegante como es feo un paraguas abierto.
«Es una desgracia esto de tener que servirse uno de las cosas -pensó Augusto-; tener que usarlas, el use estropea y hasta destruye toda belleza. La función más noble de los objetos es la de ser contemplados. ¡Qué bella es una naranja antes de comida! Esto cambiará en el cielo cuando todo nuestro oficio se reduzca, o más bien se ensanche a contemplar a Dios y todas las cosas en Él. Aquí, en esta pobre vida, no nos cuidamos sino de servimos de Dios; pretendemos abrirlo, como a un paraguas, para que nos proteja de toda suerte de males.»
Díjose así y se agachó a recogerse los pantalones. Abrió el paraguas por fin y se quedó un momento suspenso y pensando: «y ahora, ¿hacia dónde voy?, ¿tiro a la derecha o a la izquierda?» Porque Augusto no era un caminante, sino un paseante de la vida. «Esperaré a que pase un perro -se dijo- y tomaré la dirección inicial que él tome.»
En esto pasó por la calle no un perro, sino una garrida moza, y tras de sus ojos se fue, como imantado y sin darse de ello cuenta, Augusto.
Y así una calle y otra y otra.
«Pero aquel chiquillo -iba diciéndose Augusto, que más bien que pensaba hablaba consigo mismo-, ¿qué hará allí, tirado de bruces en el suelo? ¡Contemplar a alguna hormiga, de seguro! ¡La hormiga, ¡bah!, uno de los animales más hipócritas! Apenas hace sino pasearse y hacernos creer que trabaja. Es como ese gandul que va ahí, a paso de carga, codeando a todos aquellos con quienes se cruza, y no me cabe duda de que no tiene nada que hacer. ¡Qué ha de tener que hacer, hombre, qué ha de tener que hacer! Es un vago, un vago como… ¡No, yo no soy un vago! Mi imaginación no descansa. Los vagos son ellos, los que dicen que trabajan y no hacen sino aturdirse y ahogar el pensamiento. Porque, vamos a ver, ese mamarracho de chocolatero que se pone ahí, detrás de esa vidriera, a darle al rollo majadero, para que le veamos, ese exhibicionista del trabajo, ¿qué es sino un vago? Y a nosotros ¿qué nos importa que trabaje o no? ¡El trabajo! ¡El trabajo! ¡Hipocresía! Para trabajo el de ese pobre paralítico que va ahí medio arrastrándose… Pero ¿y qué sé yo? ¡Perdone, hermano! -esto se lo dijo en voz alta-. ¿Hermano? ¿Hermano en qué? ¡En parálisis! Dicen que todos somos hijos de Adán. Y este, Joaquinito, ¿es también hijo de Adán? ¡Adiós, Joaquín! ¡Vaya, ya tenemos el inevitable automóvil, ruido y polvo! ¿Y qué se adelanta con suprimir así distancias? La manía de viajar viene de topofobía y no de filotopía; el que viaja mucho va huyendo de cada lugar que deja y no buscando cada lugar a que llega. Viajar… viajar… Qué chisme más molesto es el paraguas… Calla, ¿qué es esto?»
Y se detuvo a la puerta de una casa donde había entrado la garrida moza que le llevara imantado tras de sus ojos. Y entonces se dio cuenta Augusto de que la había venido siguiendo. La portera de la casa le miraba con ojillos maliciosos, y aquella mirada le sugirió a Augusto lo que entonces debía hacer. «Esta Cerbera aguarda -se dijo- que le pregunte por el nombre y circunstancias de esta señorita a que he venido siguiendo y, ciertamente, esto es lo que procede ahora. Otra cosa sería dejar mi seguimiento sin coronación, y eso no, las obras deben acabarse. ¡Odio lo imperfecto!» Metió la mano al bolsillo y no encontró en él sino un duro. No era cosa de ir entonces a cambiarlo, se perdería tiempo y ocasión en ello.
– Dígame, buena mujer -interpeló a la portera sin sacar el índice y el pulgar del bolsillo-, ¿podría decirme aquí, en confianza y para inter nos, el nombre de esta señorita que acaba de entrar?
– Eso no es ningún secreto ni nada malo, caballero.
– Por lo mismo.
– Pues se llama doña Eugenia Domingo del Arco.
– ¿Domingo? Será Dominga…
– No, señor, Domingo; Domingo es su primer apellido.
– Pues cuando se trata de mujeres, ese apellido debía cambiarse en Dominga. Y si no, ¿dónde está la concordancia?
– No la conozco, señor.
– Y dígame… dígame… -sin sacar los dedos del bolsillo-, ¿cómo es que sale así sola? ¿Es soltera o casada? ¿Tiene padres?