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»No sé qué más decirle. Sí, sí sé. Pero es tanto, tanto lo que tengo que decirle, que estimo mejor aplazarlo para cuando nos veamos y nos hablemos pues es lo que ahora deseo, que nos veamos, que nos hablemos, que nos escribamos, que nos conozcamos. Después… Después, ¡Dios y nuestros corazones dirán!

»¿Me dará usted, pues, Eugenia, dulce aparición de mi vida cotidiana, me dará usted oídos?

»Sumido en la niebla de su vida espera su respuesta.

AUGUSTO PÉREZ.»

Y rubricó diciéndose: «Me gusta esta costumbre de la rúbrica por lo inútil.»

Cerró la carta y volvió a echarse a la calle.

«¡Gracias a Dios -se decía camino de la avenida de la Alameda -, gracias a Dios que sé adónde voy y que tengo adónde ir! Esta mi Eugenia es una bendición de Dios. Ya ha dado una finalidad, un hito de término a mis vagabundeos callejeros. Ya tengo casa que rondar; ya tengo una portera confidente…»

Mientras iba así hablando consigo mismo cruzó con Eugenia sin advertir siquiera el resplandor de sus ojos. La niebla espiritual era demasiado densa. Pero Eugenia, por su parte, sí se fijó en él, diciéndose: «¿Quién será este joven?, ¡no tiene mal porte y parece bien acomodado!» Y es que, sin darse clara cuenta de ello, adivinó a uno que por la mañana la había seguido. Las mujeres saben siempre cuándo se las mira, aun sin verlas, y cuándo se las ve sin mirarlas.

Y siguieron los dos, Augusto y Eugenia, en direcciones contrarias, cortando con sus almas la enmarañada telaraña espiritual de la calle. Porque la calle forma un tejido en que se entrecruzan miradas de deseo, de envidia, de desdén, de compasión, de amor, de odio, viejas palabras cuyo espíritu quedó cristalizado, pensamientos, anhelos, toda una tela misteriosa que envuelve las almas de los que pasan.

Por fin se encontró Augusto una vez más ante Margarita la portera, ante la sonrisa de Margarita. Lo primero que hizo esta al ver a aquel fue sacar la mano del bolsillo del delantal.

– Buenas tardes, Margarita.

– Buenas tardes, señorito.

– Augusto, buena mujer, Augusto.

– Don Augusto -añadió ella.

– No a todos los nombres les cae el don -observó él-. Así como de Juan a don Juan hay un abismo, así le hay de Augusto a don Augusto. ¡Pero… sea! ¿Salió la señorita Eugenia?

– Sí, hace un momento.

– ¿En qué dirección?

– Por ahí.

Y por ahí se dirigió Augusto. Pero al rato volvió. Se le había olvidado la carta.

– ¿Hará el favor, señora Margarita, de hacer llegar esta carta a las propias blancas manos de la señorita Eugenia?

– Con mucho gusto.

– Pero a sus propias blancas manos, ¿eh? A sus manos tan marfileñas como las teclas del piano a que acarician.

– Sí, ya, lo sé de otras veces.

– ¿De otras veces? ¿Qué es eso de otras veces?

– Pero ¿es que cree el caballero que es esta la primera carta de este género…?

– ¿De este género? Pero ¿usted sabe el género de mi carta?

– Desde luego. Como las otras.

– ¿Como las otras? ¿Como qué otras?

– ¡Pues pocos pretendientes que ha tenido la señorita…!

– Ah, ¿pero ahora está vacante?

– ¿Ahora? No, no, señor, tiene algo así como un novio… aunque creo que no es sino aspirante a novio… Acaso le tenga en prueba… puede ser que sea interino…

– ¿Y cómo no me lo dijo?

– Como usted no me lo preguntó…

– Es cierto. Sin embargo, entréguele esta carta y en propias manos, ¿entiende? ¡Lucharemos! ¡Y vaya otro duro!

– Gracias, señor, gracias.

Con trabajo se separó de allí Augusto, pues la conversación nebulosa, cotidiana, de Margarita la portera empezaba a agradarle. ¿No era acaso un modo de matar el tiempo?

«¡Lucharemos! -iba diciéndose Augusto calle abajo-, ¡sí, lucharemos! ¿Conque tiene otro novio, otro aspirante a novio…? ¡Lucharemos! Militia est vita hominis super terram. Ya tiene mi vida una finalidad; ya tengo una conquista que llevar a cabo. ¡Oh, Eugenia, mi Eugenia, has de ser mía! ¡Por lo menos, mi Eugenia, esta que me he forjado sobre la visión fugitiva de aquellos ojos, de aquella yunta de estrellas en mi nebulosa, esta Eugenia sí que ha de ser mía, sea la otra, la de la portera, de quien fuere! ¡Lucharemos! Lucharemos y venceré. Tengo el secreto de la victoria. ¡Ah, Eugenia, mi Eugenia!»

Y se encontró a la puerta del Casino, donde ya Víctor le esperaba para echar la cotidiana partida de ajedrez.

III

– Hoy te retrasaste un poco, chico -dijo Víctor a Augusto-, ¡tú, tan puntual siempre!

– Qué quieres… quehaceres…

– ¿Quehaceres, tú?

– Pero ¿es que crees que solo tienen quehaceres los agentes de bolsa? La vida es mucho más compleja de lo que tú te figuras.

– O yo más simple de lo que tú crees…

– Todo pudiera ser.

– ¡Bien, sal!

Augusto avanzó dos casillas el peon del rey, y en vez de tararear como otras veces trozos de opera, se quedó diciéndose: «¡Eugenia, Eugenia, Eugenia, mi Eugenia, finalidad de mi vida, dulce resplandor de estrellas mellizas en la niebla, lucharemos! Aquí sí que hay lógica, en esto del ajedrez y, sin embargo, ¡qué nebuloso, qué fortuito después de todo! ¿No será la lógica también algo fortuito, algo azaroso? Y esa aparición de mi Eugenia, ¿no será algo lógico? ¿No obedecerá a un ajedrez divino?»

– Pero, hombre -le interrumpió Víctor-, ¿no quedamos en que no sirve volver atrás la jugada? ¡Pieza tocada, pieza jugada!

– En eso quedamos, sí.

– Pues si haces eso te como gratis ese alfil.

– Es verdad, es verdad; me había distraído.

– Pues no distraerse; que el que juega no asa castañas. Y ya lo sabes; pieza tocada, pieza jugada.

– ¡Vamos, sí, lo irreparable!

– Así debe ser. Y en ello consiste lo educativo de este juego.

«¿Y por qué no ha de distraerse uno en el juego? -se decía Augusto-. ¿Es o no es un juego la vida? ¿Y por qué no ha de servir volver atrás las jugadas? ¡Esto es la lógica! Acaso esté ya la carta en manos de Eugenia. Alea jacta est! A lo hecho, pecho. ¿Y mañana? ¡Mañana es de Dios! ¿Y ayer, de quién es? ¿De quién es ayer? ¡Oh, ayer, tesoro de los fuertes! ¡Santo ayer, sustancia de la niebla cotidiana!»

– ¡Jaque! -volvió a interrumpirle Víctor.

– Es verdad, es verdad… veamos… Pero ¿cómo he dejado que las cosas lleguen a este punto?

– Distrayéndote, hombre, como de costumbre. Si no fueses tan distraído serías uno de nuestros primeros jugadores.

– Pero, dime, Víctor, ¿la vida es juego o es distracción?

– Es que el juego no es sino distracción.

– Entonces, ¿qué más da distraerse de un modo o de otro?

– Hombre, de jugar, jugar bien.

– ¿Y por qué no jugar mal? ¿Y qué es jugar bien y qué jugar mal? ¿Por qué no hemos de mover estas piezas de otro modo que como las movemos?

– Esto es la tesis, Augusto amigo, según tú, filósofo conspicuo, me has enseñado.

– Bueno, pues voy a darte una gran noticia.

– ¡Venga!

– Pero, asómbrate, chico.

– Yo no soy de los que se asombran a priori o de antemano.

– Pues allá va: ¿sabes lo que me pasa?

– Que cada vez estás más distraído.

– Pues me pasa que me he enamorado.

– Bah, eso ya lo sabía yo.

– ¿Cómo que lo sabías…?

– Naturalmente, tú estás enamorado ab origine, desde que naciste; tienes un amorío innato.

– Sí, el amor nace con nosotros cuando nacemos.