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– No he dicho amor, sino amorío. Y ya sabía yo, sin que tuvieras que decírmelo, que estabas enamorado o más bien enamoriscado. Lo sabía mejor que tú mismo.

– Pero ¿de quién? Dime, ¿de quién?

– Eso no lo sabes tú más que yo.

– Pues, calla, mira, acaso tengas razón…

– ¿No te lo dije? Y si no, dime, ¿es rubia o morena?

– Pues, la verdad, no lo sé. Aunque me figuro que debe de ser ni lo uno ni lo otro; vamos, así, pelicastaña.

– ¿Es alta o baja?

– Tampoco me acuerdo bien. Pero debe de ser una cosa regular. Pero ¡qué ojos, chico, qué ojos tiene mi Eugenia!

– ¿Eugenia?

– Sí, Eugenia Domingo del Arco, avenida de la Ala meda, 58.

– ¿La profesora de piano?

– La misma. Pero…

– Sí, la conozco. Y ahora… ¡jaque otra vez!

– Pero…

– ¡Jaque he dicho!

– Bueno…

Y Augusto cubrió el rey con un caballo. Y acabó perdiendo el juego.

Al despedirse, Víctor, poniéndose la diestra, a guisa de yugo, sobre el cerviguillo, le susurró al oído:

– Conque Eugenita la pianista, ¿eh? Bien, Augustito, bien; tú poseerás la tierra.

«¡Pero esos diminutivos -pensó Augusto-, esos terribles diminutivos!» Y salió a la calle.

IV

«¿Por qué el diminutivo es señal de cariño? -iba diciéndose Augusto camino de su casa-. ¿Es acaso que el amor achica la cosa amada? ¡Enamorado yo! ¡Yo enamorado! ¡Quién había de decirlo…! Pero ¿tendrá razón Víctor? ¿Seré un enamorado ab initio? Tal vez mi amor ha precedido a su objeto. Es más, es este amor el que lo ha suscitado, el que lo ha extraído de la niebla de la creación. Pero si yo adelanto aquella torre no me da el mate, no me lo da. ¿Y qué es amor? ¿Quién definió el amor? Amor definido deja de serlo… Pero, Dios mío, ¿por qué permitirá el alcalde que empleen para los rótulos de los comercios tipos de letra tan feos como ese? Aquel alfil estuvo mal jugado. ¿Y cómo me he enamorado si en rigor no puedo decir que la conozco? Bah, el conocimiento vendrá después. El amor precede al conocimiento, y este mata a aquel. Nihil volitum quin praecognitum, me enseñó el padre Zaramillo, pero yo he llegado a la conclusión contraria y es que nihil cognitum quin praevolitum. Conocer es perdonar, dicen. No, perdonar es conocer. Primero el amor, el conocimiento después. Pero ¿cómo no vi que me daba mate al descubierto? Y para amar algo, ¿qué basta? ¡Vislumbrarlo! El vislumbre; he aquí la intuición amorosa, el vislumbre en la niebla. Luego viene el precisarse, la visión perfecta, el resolverse la niebla en gotas de agua o en granizo, o en nieve, o en piedra. La ciencia es una pedrea. ¡No, no, niebla, niebla! ¡Quién fuera águila para pasearse por los senos de las nubes! Y ver al sol a través de ellas, como lumbre nebulosa también.

¡Oh, el águila! ¡Qué cosas se dirían el águila de Patmos, la que mira al sol cara a cara y no ve en la negrura de la noche, cuando escapándose de junto a san Juan se encontró con la lechuza de Minerva, la que ve en lo oscuro de la noche, pero no puede mirar al sol, y se había escapado del Olimpo!»

Al llegar a este punto cruzó Augusto con Eugenia y no reparó en ella.

«El conocimiento viene después… -siguió diciéndose-. Pero… ¿Qué ha sido eso? Juraría que han cruzado por mi órbita dos refulgentes y místicas estrellas gemelas… ¿Habrá sido ella? El corazón me dice… ¡Pero, calla, ya estoy en casa!»

Y entró.

Dirigióse a su cuarto, y al reparar en la cama se dijo: «¡Solo! ¡dormir solo! ¡soñar solo! Cuando se duerme en compañía, el sueño debe de ser común. Misteriosos efluvios han de unir los dos cerebros. ¿O no es acaso que a medida que los corazones más se unen, más se separan las cabezas? Tal vez. Tal vez están en posiciones mutuamente adversas. Si dos amantes piensan lo mismo, sienten en contrario uno del otro; si comulgan en el mismo sentimiento amoroso, cada cual piensa otra cosa que el otro, tal vez lo contrario. La mujer sólo ama a su hombre mientras no piense como ella, es decir, mientras piense. Veamos a este honrado matrimonio.»

Muchas noches, antes de acostarse, solía Augusto echar una partida de tute con su criado, Domingo, y mientras, la mujer de este, la cocinera, contemplaba el juego.

Empezó la partida.

– ¡Veinte en copas! -cantó Domingo.

– ¡Decidme! -exclamó Augusto de pronto-. ¿Y si yo me casara?

– Muy bien hecho, señorito -dijo Domingo.

– Según y conforme -se atrevió a insinuar Liduvina, su mujer.

– Pues ¿no te casaste tú? -le interpeló Augusto.

– Según y conforme, señorito.

– ¿Cómo según y conforme? Habla.

– Casarse es muy fácil; pero no es tan fácil ser casado.

– Eso pertenece a la sabiduría popular, fuente de…

– Y lo que es la que haya de ser mujer del señorito… -agregó Liduvina, temiendo que Augusto les espetara todo un monólogo.

– ¿Qué? La que haya de ser mi mujer, ¿qué? Vamos, ¡dilo, dilo, mujer, dilo!

– Pues que como el señorito es tan bueno…

– Anda, dilo, mujer, dilo de una vez.

– Ya recuerda lo que decía la señora…

A la piadosa mención de su madre Augusto dejó las cartas sobre la mesa, y su espíritu quedó un momento en suspenso. Muchas veces su madre, aquella dulce señora, hija del infortunio, le había dicho: «Yo no puedo vivir ya mucho, hijo mío; tu padre me está llamando. Acaso le hago a él más falta que a ti. Así que yo me vaya de este mundo y te quedes solo en él tú cásate, cásate cuanto antes. Trae a esta casa dueña y señora. Y no es que yo no tenga confianza en nuestros antiguos y fieles servidores, no. Pero trae ama a la casa. Y que sea ama de casa, hijo mío, que sea ama. Hazla dueña de tu corazón, de tu bolsa, de tu despensa, de tu cocina y de tus resoluciones. Busca una mujer de gobierno, que sepa querer… y gobernarte.»

– Mi mujer tocará el piano -dijo Augusto sacudiendo sus recuerdos y añoranzas.

– ¡El piano! Y eso ¿para qué sirve? -preguntó Liduvina.

– ¿Para qué sirve? Pues ahí estriba su mayor encanto, en que no sirve para maldita de Dios la cosa, lo que se llama servir. Estoy harto de servicios…

– ¿De los nuestros?

– ¡No, de los vuestros, no! Y además el piano sirve, sí, sirve… sirve para llenar de armonía los hogares y que no sean ceniceros.

– ¡Armonía! Y eso ¿con qué se come?

– Liduvina… Liduvina…

La cocinera bajó la cabeza ante el dulce reproche. Era la costumbre de uno y de otra.

– Sí, tocará el piano, porque es profesora de piano.

– Entonces no lo tocará -añadió con firmeza Liduvina-. Y si no, ¿para qué se casa?

– Mi Eugenia… -empezó Augusto.

– ¿Ah, pero se llama Eugenia y es maestra de piano? -preguntó la cocinera.

– Sí, ¿pues?

– ¿La que vive con unos tíos en la Avenida de la Ala meda, encima del comercio del señor Tiburcio?

– La misma. ¿Qué, la conoces?

– Sí… de vista…

– No, algo más, Liduvina, algo más. Vamos, habla; mira que se trata del porvenir y de la dicha de tu amo…

– Es buena muchacha, sí, buena muchacha…

– Vamos, habla, Liduvina… ¡por la memoria de mi madre!…

– Acuérdese de sus consejos, señorito. Pero ¿quién anda en la cocina? ¿A que es el gato?…

Y levantándose la criada, se salió.

– ¿Y qué, acabamos? -preguntó Domingo.

– Es verdad, Domingo, no podemos dejar así la partida. ¿A quién le toca salir?

– A usted, señorito.

– Pues allá va.

Y perdió también la partida, por distraído.

«Pues señor -se decía al retirarse a su cuarto-, todos la conocen; todos la conocen menos yo. He aquí la obra del amor. ¿Y mañana? ¿Qué haré mañana? ¡Bah! A cada día bástele su cuidado. Ahora, a la cama.»