John Verdon
No abras los ojos
David Gurney 2
Traducción de Javier Guerrero
Título originaclass="underline" Shut Your Eyes Tight
© 2011, John Verdon
Para Naomi
Prólogo
De pie ante el espejo, sonrió satisfecho a su propio reflejo sonriente. En ese momento no podía sentirse más a gusto consigo mismo, con su vida, con su inteligencia; no, era algo más que eso, era más que simple inteligencia. Se podría decir que tenía un profundo conocimiento de todo. De eso se trataba, de un profundo conocimiento de todo, algo que iba mucho más allá de los límites normales de la sabiduría humana. La sonrisa de su rostro en el espejo se ensanchó aún más. Eso era lo que pasaba, la expresión justa. Internamente, podía sentir lo sagaz que era. Externamente, el curso de los acontecimientos era prueba de ello.
Para empezar, y por decirlo en los términos más simples, no lo habían atrapado. Habían transcurrido veinticuatro horas, casi exactas, y en ese tiempo su seguridad no había hecho sino aumentar. Claro que eso era previsible; se había asegurado de que no hubiera rastro que seguir ni lógica que pudiera conducir a nadie hasta él. Y, de hecho, nadie había venido. Nadie lo había descubierto. Por lo tanto, era razonable concluir que acabar con la zorra impertinente había sido un éxito rotundo.
Todo había salido según lo previsto, sin adversidades, de manera irrebatible; sí, «irrebatible» era una palabra excelente para definirlo. Todo ocurrió según lo previsto, sin contratiempos, sin sorpresas…, a excepción de ese sonido. ¿Cartílago? Eso tuvo que ser. Si no, ¿qué?
No tenía sentido que un detalle nimio provocara una impresión sensorial tan duradera. Aunque tal vez la fuerza, la perseverancia de la impresión era simplemente el producto lógico de su sensibilidad sobrenatural. Un precio que pagar por la agudeza.
A buen seguro que ese pequeño crujido algún día sería tan débil en su memoria como la imagen de toda esa sangre, que ya comenzaba a desvanecerse. Era importante mantener las cosas en perspectiva, recordar que todo acaba pasando. Cualquier onda en el estanque termina por desaparecer.
PRIMERA PARTE
1
La quietud en el aire de la mañana de septiembre era como el silencio en el corazón de un submarino a la deriva, con los motores apagados para eludir el sónar del enemigo. Todo el paisaje permanecía inmóvil en las garras invisibles de una inmensa calma, la calma que precede a una tormenta, una calma tan profunda e impredecible como el océano.
Había sido un verano extrañamente suave; un clima que rayaba en la sequía poco a poco iba extinguiendo la vida de pastos y árboles. Las hojas ya habían pasado del verde al marrón y comenzaban a caer en silencio desde las ramas de arces y hayas, lo que dejaba escasas perspectivas de un otoño colorido.
Dave Gurney estaba junto a la puerta cristalera de su cocina de estilo rústico, mirando al jardín y al césped recién cortado que separaba la casa de labranza del prado, demasiado alto, que descendía hasta el estanque y el viejo granero rojo. Se sentía vagamente incómodo y distraído; su atención iba pasando de las esparragueras de un extremo del jardín a la pequeña excavadora amarilla aparcada junto al granero. Tomó un sorbo de su café de la mañana, que ya se estaba enfriando por el aire seco.
Abonar o no abonar, esa era la cuestión con los espárragos. O por lo menos fue lo primero que se preguntó. En caso de respuesta afirmativa, se plantearía un segundo interrogante: ¿directamente desde el camión o en sacos? La clave del éxito con los espárragos, según se había informado en varias páginas web a las que lo había dirigido Madeleine, estaba en el fertilizante. Ahora bien, no le quedaba del todo claro si tenía que complementar el abono de la última primavera con más estiércol.
En sus dos años en los Catskills había tratado de enfrascarse, aunque con cierta desgana, en estas cuestiones de casa y jardín en las que Madeleine se había implicado con un entusiasmo instantáneo. Sin embargo, las inquietantes termitas del arrepentimiento del comprador no dejaban de carcomer sus esfuerzos. No era tanto la compra de esa casa en concreto, con sus veinte hectáreas de terreno, pues seguía considerándola una buena inversión, sino la decisión que había cambiado su vida: abandonar el Departamento de Policía de Nueva York y retirarse a los cuarenta y seis años. La pregunta recurrente era si había cambiado demasiado pronto su placa de detective de primera clase por las tareas de horticultura de un aspirante a hacendado.
Ciertos sucesos de mal agüero sugerían que sí. Desde su traslado al paraíso bucólico le había aparecido un tic esporádico en el párpado izquierdo. Para su desgracia y la angustia de Madeleine, había empezado a fumar de nuevo de manera ocasional después de quince años de abstinencia. Y, por supuesto, estaba el problema imposible de ocultar: haber tomado la decisión de zambullirse en el dantesco caso del asesinato de Mellery, que le había ocupado el otoño anterior, un año después de su jubilación.
Había sobrevivido por poco a aquello. Al implicarse, incluso había puesto en peligro a Madeleine. Gracias a ese momento de clarividencia que sigue a enfrentarse cara a cara con la muerte, durante un tiempo se había consagrado de lleno a los placeres sencillos de su nueva vida campestre. Pero hay algo curioso en la imagen cristalina que te dice cómo debes vivir. Si no te aferras a ella todos los días, la visión pronto se desvanece. Un momento de gracia es solo un momento de gracia. Si no se aprovecha, enseguida se convierte en una especie de fantasma, en una imagen pálida e inasible que retrocede como el recuerdo de un sueño hasta quedar reducido a una simple nota discordante en el trasfondo de tu vida.
Gurney había descubierto que comprender aquello no proporcionaba una clave mágica para revertirlo; así pues, su actitud hacia esa vida bucólica era una especie de tibieza. Y esa actitud le hacía perder el paso con su esposa. También le llevaba a preguntarse si alguien podía cambiar de verdad alguna vez o, más concretamente, si alguna vez podría cambiar él. En sus momentos más sombríos le desalentaba la rigidez artrítica de su propia manera de pensar; o en un sentido más profundo, de su manera de ser.
La cuestión de la excavadora era un buen ejemplo. Seis meses antes había comprado una pequeña y usada; se la había descrito a Madeleine como la máquina adecuada para unos propietarios de veinte hectáreas de bosques y prados, así como de un camino de tierra de cuatrocientos metros de largo. La veía como un medio para llevar a cabo las reparaciones de jardinería necesarias y hacer mejoras objetivas: algo bueno y útil. En cambio, al parecer Madeleine la vio desde el principio no como un vehículo que prometía una mayor participación de su marido en su nueva vida, sino como el símbolo ruidoso y con olor a gasóleo de su descontento, de su insatisfacción con el entorno, de su fastidio con el traslado de la ciudad a las montañas, de la enfermiza obsesión por el control que lo empujaba a demoler un mundo nuevo e inaceptable para adaptarlo a la forma de su propio cerebro. Solo se lo había dicho una vez, lacónica: «¿Por qué no puedes aceptar todo esto que nos rodea como un don, como un regalo fastuoso, en lugar de tratar de arreglarlo?».
Mientras permanecía de pie tras la puerta cristalera, recordando con incomodidad el comentario de su mujer, percibiendo el tono de suave exasperación en su mente, la voz real de Madeleine sonó a sus espaldas como una intrusión.