– Me temo que hay una respuesta triste y simple a esa pregunta-dijo Holdenfield poco a poco, después de un largo silencio. El tono extrañamente suave de su voz atrajo la atención de todos-. Dada una explicación plausible para la partida de sus hijas y una petición de no establecer más contacto, sospecho que los padres se sintieron, en secreto, complacidos. Muchos padres de niños agresivos, problemáticos, sienten un terrible temor que no se atreven a reconocer: quedarse empantanados para siempre con sus pequeños monstruos. Cuando los monstruos terminan por irse, por la razón que sea, creo que los padres sienten, en el fondo, cierto alivio.
Rodriguez parecía mareado. Se levantó en silencio y se dirigió a la puerta con semblante ceniciento. Gurney suponía que Holdenfield había pinchado de pleno en el nervio más sensible del capitán, un nervio que ya habían expuesto y aporreado desde el momento en que el caso había virado de la caza de un jardinero mexicano a una investigación en torno a relaciones familiares desordenadas y mujeres jóvenes enfermas. Ese nervio había estado tan pinzado durante la última semana que quizá no era sorprendente que un hombre como aquel, tan susceptible, se estuviera convirtiendo en un caso perdido.
La puerta se abrió antes de que Rodriguez llegara a ella. Gerson entró con un matiz de alarma en su rostro enjuto y le bloqueó el paso.
– Disculpe, señor, hay una llamada urgente.
– Ahora no-murmuró Rodriguez con vaguedad-. Quizás Anderson… o alguien…
– Señor, es una emergencia. Otro homicidio relacionado con Mapleshade.
Rodriguez la miró.
– ¿Qué?
– Un homicidio…
– ¿Quién?
– Una chica llamada Savannah Liston.
Dio la impresión de que todos tardaban unos segundos en asimilar la noticia, como si la estuvieran escuchando a través de una traducción.
– Bien-dijo al fin el capitán, y siguió a Gerson al exterior de la sala.
Cuando regresó al cabo de cinco minutos, las vagas especulaciones que habían estado a la deriva en torno a la mesa en su ausencia fueron reemplazadas por una ansiosa atención.
– Muy bien. Está aquí todo el que tiene que estar aquí-anunció Rodriguez-. Solo voy a decir esto una vez, así que les sugiero que tomen notas.
Anderson y Blatt sacaron blocs idénticos y bolígrafos. Los dedos de Wigg estaban preparados sobre el teclado del portátil.
– Era el jefe de Policía de Tambury, Burt Luntz. Ha llamado desde donde se encuentra en este momento, un bungaló alquilado por Savannah Liston, empleada de Mapleshade. -Había fuerza y determinación en la voz del capitán, como si la tarea de transmitir la información lo hubiera puesto, al menos de manera temporal, en terreno firme-. Aproximadamente a las cinco de la mañana, el jefe Luntz recibió una llamada telefónica en su casa. Con lo que le sonó como acento español, el que llamó dijo:
«Buena Vista número setenta y siete. Por todas las razones que he escrito». Cuando Luntz preguntó quién llamaba, su respuesta fue: «Edward Vallory me llama el jardinero español». En ese momento colgó.
Anderson miró con el ceño fruncido su reloj.
– ¿Fue a las cinco de la mañana, hace diez horas, y nos enteramos ahora?
– Por desgracia, a Luntz la llamada no le disparó ninguna alarma. Solo supuso que se habían equivocado de número, que el tipo estaba borracho, o quizás ambas cosas. No conoce los detalles de nuestra investigación, así que las referencias a Edward Vallory no significan nada para él. Más tarde, hace media hora, recibió una llamada del señor Lazarus, de Mapleshade, en la que le decían que tenían una empleada, normalmente responsable, que no se había presentado a trabajar y que no cogía el teléfono, y teniendo en cuenta todas las locuras que estaban pasando preguntó si no podría Luntz enviar un coche patrulla para asegurarse de que todo iba bien. Cuando Lazarus le dio la dirección del número setenta y ocho de Buena Vista Trail, a Luntz se le encendió la luz y acudió en persona.
Kline estaba inclinado hacia delante en su silla, como un atleta a punto de emprender una carrera.
– ¿Y encontró a Savannah Liston muerta?
– Encontró la puerta de atrás sin cerrar con llave y a Liston sentada a la mesa de la cocina. El mismo escenario que en el caso de Jillian Perry.
– ¿Exactamente el mismo?-preguntó Gurney.
– Al parecer.
– ¿Dónde está Luntz ahora?-preguntó Kline.
– En la cocina, con algunos agentes de la Policía de Tambury en camino para cerrar el perímetro y asegurar la escena. Él ya ha registrado la casa, por encima, solo para verificar que no había nadie más presente. No ha tocado nada.
– ¿Ha dicho si ha encontrado algo extraño?-preguntó Gurney.
– Una cosa. Un par de botas en la puerta. De las que se ponen encima de los zapatos. ¿Suena familiar?
– Otra vez las botas. Dios santo. Hay algo con las botas. -El tono de Gurney atrajo la atención de Rodriguez-. Capitán, sé que no es mi labor tratar de influir en cómo se distribuyen los recursos, pero ¿puedo hacer una sugerencia?
– Adelante.
– Recomendaría que llevara esas botas inmediatamente a su personal de laboratorio; que se queden aquí toda la noche si hace falta y que hagan todas las pruebas de reconocimiento químico que puedan.
– ¿Buscando qué?
– No lo sé.
Rodriguez puso mala cara, pero no tan mala como Gurney temía.
– Basarse en nada es un tiro a ciegas, Gurney.
– Las botas han aparecido dos veces. Antes de que aparezcan de nuevo, me gustaría saber por qué.
69
Anderson, Hardwick y Blatt fueron enviados a la escena del crimen en Buena Vista, con un equipo seleccionado por la sargento Wigg y una brigada canina. Avisaron a la Oficina del Forense. Gurney preguntó si podía acompañar a la gente del DIC a la escena. Rodriguez, como era previsible, lo rechazó. En cambio, le dio a Wigg la orden de coordinar y acelerar el trabajo de laboratorio con las botas. Kline dijo algo sobre acordar una estrategia de control de daños para una conferencia de prensa programada, y él y el capitán salieron a hablar en privado, dejando a Gurney y Holdenfield solos en la sala de conferencias.
– Así pues…-dijo Holdenfield. Parecía mitad pregunta, mitad observación.
– Así pues…-repitió él.
Holdenfield se encogió de hombros, miró a su maletín, donde había vuelto a dejar sus anuncios de Karmala.
Gurney supuso que ella quería saber más sobre por qué antes se había mostrado tan inquieto. Ya le había dicho que era difícil de explicar. Y todavía no estaba listo para hablar de ello, aún no había calibrado qué implicaba todo aquello, todavía no había calculado hasta dónde podían llegar los daños.
– Es una larga historia-dijo.
– Me encantaría escucharla.
– A mí me encantaría contarla, pero… es complicado. -La primera parte era menos cierta que la segunda. Se preguntó por qué lo había dicho. Sonrió-. Quizás en otra ocasión.
– De acuerdo. -Ella también sonrió-. En otra ocasión.
Sin poder hablar directamente con los técnicos de laboratorio y sin tener ninguna razón para quedarse en las instalaciones de la Policía del estado, Gurney se dirigió a Walnut Crossing.
La información que se había ido acumulando durante el día se arremolinaba en su cabeza.
La confesión surrealista de Ballston, aquella voz elegante emanando de una mente infernal, describiendo cómo había cortado la cabeza de su víctima como una cortesía hacia Karmala; la decapitación de Savannah Liston haciendo eco de la muñeca decapitada en la cama, que a su vez remitía a la novia decapitada en la mesa. Y las botas de goma. Una vez más, las botas. ¿De verdad pensaba que las pruebas de laboratorio revelarían algo? El día lo había dejado demasiado agotado como para saber qué pensar en realidad.