– Aparquen aquí. No pasan coches más allá de este punto. Esperen a su acompañante.
La barrera se levantó al cabo de un momento y Gurney cruzó hasta la pequeña zona de aparcamiento. Desde esa posición podía ver una extensión más larga de la valla que la que se veía al acercarse. Le sorprendió observar que, salvo la porción contigua al camino y la cabina, la valla estaba coronada por alambre de espino.
Hardwick también se había fijado.
– ¿Crees que es para que las chicas no salgan o para que no entren los chicos del pueblo?
– No había pensado en los chicos-dijo Gurney-, pero puede que tengas razón. Una escuela secundaria llena de jovencitas obsesas sexuales, aunque sus obsesiones sean infernales, podría ser todo un imán.
– Quieres decir sobre todo si son infernales. Cuanto más calientes, mejor-contestó Hardwick, saliendo del coche-. Vamos a charlar con el tipo de la verja.
El vigilante, todavía de pie delante de su cabina, les dedicó una mirada de curiosidad, más amistosa ahora que habían aprobado su entrada.
– ¿Es sobre la joven que trabajaba aquí?
– ¿La conocía?-preguntó Hardwick.
– No, pero sabía quién era. Trabajaba para el doctor Ashton.
– ¿Lo conoce?
– Más de verlo que de hablar con él. Es un poco, ¿cómo lo diría?, ¿distante?
– ¿Estirado?
– Sí, diría que es estirado.
– ¿Así que no es el hombre con el que trata?
– No. Ashton no se relaciona con nadie. Un poco demasiado importante, ¿sabe lo que quiero decir? La mayoría del personal de aquí trata con el doctor Lazarus.
Gurney detectó un desagrado no demasiado disimulado en la voz del vigilante. Esperó a que Hardwick lo explotara. Cuando no lo hizo, Gurney preguntó:
– ¿Qué clase de persona es Lazarus?
El vigilante vaciló, parecía estar buscando una forma de explicar algo sin decir nada que pudiera ponerlo en peligro.
– He oído que no es un hombre de sonrisa fácil-dijo Gurney, recordando la descripción poco halagüeña de Simon Kale.
Aquel empujoncito bastó para abrir una grieta en la pared.
– ¿Sonrisa fácil? Dios, no. Bueno, no pasa nada, supongo, pero…
– Pero ¿no es demasiado agradable?-soltó Gurney.
– Es solo que, no lo sé, es como que está en su propio mundo. A veces estás hablando con él y tienes la sensación de que el noventa por ciento de él está en alguna otra parte. Recuerdo una vez…-Dejó la frase a medias al oír el sonido de neumáticos rodando lentamente en la grava.
Todos miraron hacia la pequeña zona de aparcamiento y al monovolumen azul oscuro que estaba deteniéndose junto al coche de Gurney.
– Aquí lo tienen-dijo el vigilante entre dientes.
El hombre que salió del monovolumen tenía una edad indeterminada, pero distaba mucho de ser joven, con rasgos regulares que hacían que su rostro pareciera más artificial que atractivo. Su cabello era tan negro que solo podía ser teñido; el contraste con su piel pálida era asombroso. Señaló la puerta de atrás del monovolumen.
– Por favor, pasen, agentes-dijo al tiempo que subía al asiento del conductor. Su intento de sonrisa, si se trataba de eso, parecía la expresión tensa de un hombre al que la luz del día le resulta desagradable.
Gurney y Hardwick entraron detrás de él.
Lazarus conducía despacio, mirando con intensidad al suelo que tenía delante. Después de unos cientos de metros, trazaron una curva; los pinos dieron paso a una especie de parque de hierba cortada y arces espaciados. El sendero se enderezaba en una alameda clásica, al final de la cual se alzaba una mansión victoriana neogótica con varias edificaciones más pequeñas de diseño similar a ambos lados. Delante de la mansión, el camino se bifurcaba. Lazarus tomó el de la derecha, lo cual los llevó en torno a unos arbustos ornamentales hasta la parte posterior del edificio. Allí el camino bifurcado volvía a unirse en una segunda alameda que continuaba, sorprendentemente, hasta una gran capilla de granito oscuro. Sus ventanas estrechas de vidrio tintado podrían en un día más alegre haber dado la impresión de lápices rojos de tres metros de alto, pero en ese momento a Gurney le parecieron cuchilladas sangrientas en la piedra gris.
– ¿La escuela tiene su propia iglesia?-preguntó Hardwick.
– No. Ya no es una iglesia. La desacralizaron hace mucho tiempo. Lástima, en cierto sentido-añadió con un toque de esa desconexión que había descrito el guardia.
– ¿Por qué?-preguntó Hardwick.
Lazarus respondió despacio.
– Las iglesias tratan del bien y del mal. Del crimen y del castigo. -Se encogió de hombros. Aparcó delante de la capilla y apagó el motor-. Pero iglesia o no iglesia, todos pagamos por nuestros pecados de una manera o de otra, ¿no?
– ¿Dónde está todo el mundo?-preguntó Hardwick.
– Dentro.
Gurney levantó la mirada al imponente edificio, cuya fachada de piedra tenía el color de sombras oscuras.
– ¿El doctor Ashton está ahí?-Gurney señaló la puerta en arco de la capilla.
– Les acompañaré. -Lazarus bajó del monovolumen.
Hardwick y Gurney lo siguieron por los escalones de granito y a través de la puerta a un amplio vestíbulo tenuemente iluminado, cuyo olor a Gurney le recordó la parroquia del Bronx de su infancia: una combinación de mampostería, madera vieja y el hollín arcaico de cabos de vela quemados. Era un olor con un extraño poder para transportarlo, que le hacía sentir la necesidad de susurrar, de pisar sin hacer ruido. Se oía un murmullo bajo de numerosas voces, procedente de detrás de un par de pesadas puertas de roble que presumiblemente conducían al espacio principal de la capilla.
Por encima de las puertas, grabadas en un ancho dintel de piedra, se leían las PALABRAS PUERTA DEL CIELO.
Gurney hizo un gesto hacia las puertas.
– ¿El doctor Ashton está ahí dentro?
– No. Las chicas están ahí dentro. Calmándose. Todas están un poco volubles hoy, agitadas por la noticia de la joven Liston. El doctor Ashton está en la galería del órgano.
– ¿La galería del órgano? -Es lo que era. Ahora está reconvertida, por supuesto. Enuna oficina. -Señaló una entrada estrecha al fondo del vestíbulo, que conducía a los pies de una escalera oscura-. Es la puerta que está en lo alto de esas escaleras.
Gurney sintió un escalofrío. No estaba seguro de si se debía a la temperatura natural del granito o a algo en los ojos de Lazarus, que estaba seguro de que seguían fijos en ellos mientras él y Hardwick subían los misteriosos escalones de piedra.
74
En lo alto de la angosta escalera había un pequeño rellano, extrañamente iluminado por una de las estrechas ventanas escarlatas del edificio. Gurney llamó a la única puerta del rellano. Como las puertas del vestíbulo, parecía pesada, lúgubre, poco halagüeña.
– Pasen. -La voz melosa de Ashton sonó forzada.
La puerta, a pesar de su peso y de que parecía que iba a rechinar, se abrió de manera fluida y silenciosa para darles paso a una habitación bien proporcionada que podría haber pasado por el gabinete privado de un obispo. Librerías de castaño ocupaban dos de las paredes sin ventanas. Había una pequeña chimenea de piedra cubierta de hollín con morillos de bronce viejo. Una antigua alfombra persa cubría todo el suelo, salvo un borde de impecable madera de cerezo de dos o tres palmos de ancho alrededor de toda la estancia. Varias lámparas grandes, encima de mesas auxiliares, daban un brillo ambarino a las tonalidades oscuras de la madera.
Scott Ashton estaba sentado con ceño de preocupación tras un escritorio ornado de roble negro, colocado en un ángulo de noventa grados con la puerta. Detrás de él, en un aparador de roble con cabezas de león labradas en las patas, se hallaba la principal concesión de la sala al siglo presente: un gran monitor de ordenador de pantalla plana. Ashton señaló vagamente a Gurney y Hardwick un par de sillas de terciopelo rojo de respaldo alto situadas frente a él, de la clase que uno podría encontrar en la sacristía de una catedral.