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– No hay ninguna posibilidad de que Tirana vuelva a hacer daño a nadie.

Al principio Ashton no reaccionó, aparentemente no había oído las palabras de Gurney, y mucho menos las acusaciones de asesinato que implicaban.

Sin embargo, detrás de él, en el oscuro rellano, Gurney detectó otro movimiento, más identificable esta vez como un brazo con una manga marrón; al final de él un pequeño reflejo de algo metálico. Luego, como antes, se retiró en el oscuro hueco de detrás del umbral.

Hasta ese momento la cabeza de Ashton había estado ligeramente inclinada hacia la izquierda. Ahora giró, en el movimiento en arco más pequeño imaginable, hacia la derecha. Se cambió la pistola de la mano derecha a la izquierda, que permanecía en su regazo. Elevó la mano derecha tentativamente a un lado de su cabeza, de manera que las yemas de los dedos tocaron un poco la oreja y la sien, permaneciendo allí en un gesto que era al mismo tiempo delicado y desconcertante. Combinado con el ángulo de la cabeza, creaba la peculiar impresión de un hombre que escuchaba una melodía esquiva.

Finalmente sus ojos buscaron los de Gurney y bajó la mano al brazo de la silla, levantando al mismo tiempo la otra, que empuñaba la pistola. Una sonrisa surgió y se desdibujó en su cara, como una flor absurda, de vida fugaz.

– Es un hombre listo, muy listo.

El murmullo de fondo de voces que emanaba de los altavoces del monitor de detrás se hizo cada vez más alto, más agudo.

Ashton al parecer no se fijó.

– Tan listo, tan perceptivo, tan ansioso por impresionar. Me pregunto a quién quiere epatar.

– Algo está ardiendo-dijo Hardwick en un tono de voz alta y urgente.

– Es usted un niño-continuó Ashton siguiendo su propia línea de pensamiento-. Un chico que ha aprendido un truco de cartas y no deja de mostrárselo una y otra vez a las mismas personas, tratando de recrear la reacción que tuvieron la primera vez.

– ¡Joder, algo está ardiendo!-repitió Hardwick, señalando la pantalla.

Gurney estaba mirando de forma alterna a la pistola y a los ojos engañosamente calmados del hombre que la sostenía. Lo que estuviera ocurriendo en la pantalla tendría que esperar. Quería que Ashton continuara hablando.

Hubo otro movimiento en el rellano, y un hombre pequeño, vestido con un chaqueta de punto marrón, entró lenta y silenciosamente en el umbral de la oficina. Gurney tardó un segundo extra en identificarlo como Hobart Ashton.

Gurney se obligó a mantener sus ojos en la pistola de Scott Ashton. Se preguntó cuánto de lo que estaba ocurriendo comprendía el padre, si es que comprendía algo. ¿Qué pensaba hacer, si es que pensaba hacer algo? ¿Cuál era la razón de su acercamiento furtivo? ¿Por qué había subido la escalera y se había escondido en el rellano? Algo más urgente, ¿podía ver la pistola de su hijo desde donde estaba? ¿Comprendería lo que significaba? ¿Hasta qué punto deliraba? Y quizá, lo más importante, ¿el anciano podía crear a propósito o inadvertidamente, una distracción momentánea, que concediera a Gurney una oportunidad para lanzarse a través de la sala y arrebatarle la pistola antes de que Ashton pudiera usarla contra él?

Una repentina intervención interrumpió sus pensamientos.

– ¡Mierda! ¡La capilla está en llamas!-gritó Hardwick.

Gurney miró a la pantalla sin perder de vista dónde permanecían Scott Ashton y su padre. En la pantalla, la transmisión de vídeo de alta definición mostraba claramente el humo que procedía de los apliques en las paredes de la capilla. Las chicas o bien habían salido de sus bancos o bien se precipitaban a hacerlo. Se congregaban en el pasillo central y en la plataforma elevada más cercana a la posición de la cámara.

Gurney se levantó de manera refleja, seguido por Hardwick.

– Cuidado, detective-dijo Ashton, cambiando la pistola a su mano derecha y apuntando al pecho de Gurney.

– Abra las puertas-ordenó Gurney.

– Ahora mismo no.

– ¿Qué demonios cree que está haciendo?

Desde el monitor llegó un estallido de gritos. Gurney miró atrás justo a tiempo de ver a una de las chicas utilizando un extintor que se había convertido en un lanzallamas y proyectaba un chorro de líquido inflamable a lo largo de uno de los bancos de piedra. Otra chica vino corriendo hasta allí con otro extintor: el mismo resultado, un chorro de líquido que prendió en el momento en que entró en contacto con las llamas. Estaba claro que habían manipulado los extintores para revertir su efecto. Gurney recordó un caso de asesinato de hacía veinte años, en el Bronx: al cabo del tiempo, se descubrió que habían vaciado uno de los extintores de una pequeña ferretería y lo habían recargado con gasolina en geclass="underline" napalm casero.

En la capilla cundía el pánico.

– ¡Abra esas putas puertas, imbécil!-le gritó Hardwick a Ashton.

El padre de Ashton metió la mano en el bolsillo del jersey y sacó algo con un extremo brillante. Al desdoblarse una pequeña hoja desde el mango, Gurney se dio cuenta de lo que era: una sencilla navaja, de las que suelen llevar los boy scouts para tallar un palo. El hombre sostuvo la navaja a un costado y se quedó de pie, inexpresivo, con los ojos clavados en el alto respaldo de la silla de su hijo.

La mirada de Scott Ashton estaba fija en Gurney.

– No es el final que habría preferido, pero es el que su brillante interferencia requiere. Es la segunda mejor solución.

– Dios, sáquelas de ahí, cabrón maniaco-gritó Hardwick.

– Hice todo lo posible-dijo Ashton con calma-. Tenía esperanzas. Cada año se ayudaba a unas pocas, pero al cabo de un tiempo tuve que admitir que a la mayoría no. La mayoría salían tan envenenadas como el día que llegaban, nos dejaban para ir al mundo, para envenenarlo y destruir a otros.

– No podía usted evitarlo-dijo Gurney.

– Yo tampoco lo creía, hasta… que recibí mi misión y mi método. Si alguna elegía llevar una vida envenenada, yo como mínimo podía limitar su exposición, limitar el periodo de su toxicidad para los otros.

Los gritos y chillidos que llegaban desde los altavoces del monitor se estaban volviendo más caóticos. Hardwick empezó a moverse hacia Ashton con los ojos desorbitados. Gurney estiró la mano para sujetarlo, al mismo tiempo que el otro levantaba su pistola con calma, apuntando al pecho de Hardwick.

– Por el amor de Dios, Jack-dijo Gurney-, contente.

Hardwick se detuvo, con los músculos de la mandíbula tensándose.

Gurney le ofreció a Ashton una sonrisa cargada de admiración.

– De ahí el pacto entre caballeros.

– Ah. El señor Ballston ha estado hablando.

– Sobre Karmala, sí. Me gustaría saber más.

– Ya sabe mucho.

– Cuénteme el resto.

– Es una historia sencilla, detective. Vengo de una familia disfuncional. -Sonrió horriblemente, logrando expresar las pesadillas enterradas en el más manido de los términos de la psicología popular. Los tics se movieron a través de sus labios como insectos bajo la piel-. Al final me rescataron, me adoptaron, recibí una educación. Me atrajo cierto tipo de trabajo. Fracasé en gran medida. Mis pacientes continuaron violando niños. No sabía qué hacer hasta que se me ocurrió que las relaciones familiares proporcionaban una forma de reunir a las peores chicas del mundo con los peores hombres del mundo. -Sonrió otra vez-. Castigo condigno. Una solución perfecta. -La sonrisa se desvaneció-. Jillian, que era una mujer lista, averiguó solo un poco más de lo que debería, oyó unas cuantas palabras de una conversación telefónica que no debería haber oído. Alimentó su desafortunada curiosidad y se convirtió en una posible amenaza para todo el proceso. Por supuesto, nunca lo comprendió todo. Pero imaginó que podía sacar partido para obtener beneficio personal. El matrimonio fue su primera exigencia. Yo sabía que no sería la última. Resolví la situación de una manera que me pareció particularmente satisfactoria. Satisfacción condigna. Durante un tiempo todo fue bien. Luego llegó usted.