– Apuntó la pistola a la cara de Gurney.
En la pantalla, dos bancos estaban en llamas, llamas que se alzaban desde la mitad de los apliques. Algunas de las cortinas estaban ardiendo. La mayoría de las chicas estaban en el suelo, algunas se cubrían la cara, otras trataban de respirar a través de trozos de ropa hechos jirones, algunas lloraban, otras tosían, unas pocas vomitaban.
Hardwick parecía a punto de explotar.
– Entonces llegó usted-repitió Ashton-. Listo, listo, David Gurney. Y este es el resultado. -Señaló con la pistola a la pantalla-. ¿Cómo es que su inteligencia no le dijo que terminaría así? ¿De qué otra forma podía terminar? ¿De verdad pensaba que las iba a soltar? ¿Tan estúpido es el listo, el listo de David Gurney?
Hobart Ashton dio unos pocos pasos cortos hasta el respaldo de la silla de su hijo.
Hardwick gritó.
– ¿Esta es su solución, Ashton? ¿Es esta, loco de mierda? ¿Quemar a ciento veinte adolescentes? ¿Esta es su puta solución?
– Oh, sí, sí, sí que lo es. ¿De verdad pensaban que cuando me atraparan por fin las dejaría marchar?-Ahora la voz de Ashton se estaba elevando, fuera de control, precipitándose hacia Gurney y Hardwick como una fiera salvaje con vida propia-. ¿Creían que iba a dejar un nido de serpientes sueltas entre todos los niños del mundo? Estas bestias tóxicas, estas bestias viscosas, viperinas. Bestias dementes, podridas y babosas. Que se desli…
Ocurrió tan deprisa que Gurney casi pensó que no lo había visto. El repentino destello de un brazo desde detrás del sillón, un rápido movimiento en curva… y eso fue todo, el discurso de Ashton cortado en medio de una palabra. Y a continuación el viejo, moviéndose con rapidez, atléticamente, hacia el lado de la silla, cogiendo el cañón del arma de Ashton, arrancándosela de la mano de un tirón y el angustiante sonido del hueso de un dedo al romperse. La cabeza de Ashton se inclinó hacia su pecho, y su cuerpo empezó a caer hacia delante, doblándose, derrumbándose de costado en el suelo, en posición fetal. Fue entonces cuando el método del asesinato quedó en evidencia por toda la sangre que empezó a acumularse en torno a la garganta de Ashton.
Los músculos de las mandíbulas de Hardwick se abultaron.
El hombrecillo de la chaqueta de punto marrón limpió su navaja en el respaldo de la silla en la que Ashton había estado sentado, la dobló hábilmente con una mano y volvió a guardársela en el bolsillo.
Entonces miró a Ashton y, como si fuera una bendición al alma en tránsito de su hijo, dijo en voz baja:
– Capullo.
78
La intensa repulsión que Gurney había sentido hacia la violencia y la sangre como policía novato, sobre todo hacia la sangre de una herida fatal, se había ido atenuando en sus veinte años en Homicidios, igual que una vida de trabajo con martillos neumáticos puede atenuar la sensibilidad al ruido. Como resultado, cuando tenía que hacerlo, podía ocultar de manera muy eficaz ese sentimiento, o al menos envolver su horror en un semblante de mero desagrado. Es lo que hizo en ese momento.
Al ver la sangre que se extendía en un lento óvalo y que era absorbida por el delicado e intrincado tejido de la alfombra persa, dijo, como si no estuviera describiendo nada más trágico que el excremento de un pájaro en el parabrisas:
– Joder, qué asco.
Hardwick pestañeó. Miró primero a Gurney, luego al cuerpo que yacía en el suelo y por último a la feroz locura de la pantalla. Miró sin comprender al padre de Ashton.
– Las puertas. ¿Por qué no abre las putas puertas?
Gurney y el viejo se miraron el uno al otro con una siniestra ausencia de preocupación. Hacía años, en otros casos, su capacidad de proyectar una calma perfecta le había sido muy útil, le había proporcionado cierta ventaja. Pero no parecía que fuera el caso. El viejo irradiaba una seguridad tranquila, brutal. Era como si matar a Ashton le hubiera dado una profunda paz y fortaleza, como si por fin se hubiera roto un desequilibrio.
No era un hombre con quien uno podía ganar un simple duelo de miradas. Gurney decidió subir la apuesta y cambiar las reglas. Y sabía que necesitaba hacerlo deprisa si quería salir vivo de ese edificio. Era el momento de un golpe arriesgado.
– Me recuerda Tel Aviv-dijo Gurney haciendo un gesto hacia la pantalla.
El hombrecillo pestañeó y extendió los labios en una sonrisa carente de significado.
Gurney sintió que el golpe a ciegas había acertado de pleno. Y ahora ¿qué?
Hardwick los estaba mirando con desconcertada furia.
Gurney continuó centrándose en el hombre con la pistola.
– Lástima que no viniera un poco antes.
– ¿Qué?
– Lástima que no viniera un poco antes. Hace cinco meses, por ejemplo, en lugar de tres.
El hombrecillo lo miró con sincera curiosidad.
– ¿Le importa?
– Podría haber parado esa locura de mierda con Jillian.
– Ah. -Asintió con lentitud, casi apreciativamente.
– Por supuesto, si hubiera intervenido antes, cuando debería haberlo hecho, todo habría sido diferente. Hubiera sido mejor, ¿no cree?
El hombrecillo continuó asintiendo, pero vagamente, sin ningún significado aparente. Arrugó el entrecejo.
– No sé de qué está hablando.
La escalofriante posibilidad de estar en la vía equivocada se apoderó de Gurney. Pero no quedaba nada más que ir hacia delante, no había tiempo para pensarlo dos veces. Así pues, hacia delante con todo.
– Quizá debería haberlo matado hace mucho tiempo. Tal vez debería haberlo estrangulado cuando nació, antes de que Tirana hundiera sus colmillos en él. El cabrón estaba loco desde el principio, como su madre; no era un hombre de negocios, como usted.
Gurney buscó en el rostro del hombre la más leve reacción, pero su expresión no era más comunicativa-o humana-que la pistola que tenía en la mano. Así que una vez más no había otra alternativa que ir hacia delante.
– Por eso apareció aquí después del drama de Jillian, ¿verdad? Que Leonardo la matara era una cosa, incluso podría ser bueno para el negocio, pero cortarle la puta cabeza en la boda, eso era… más que negocio. Seguro que vino para controlar las cosas, para asegurarse de que todo se llevaba de una manera más comercial. No quería que ese cabrón lo jodiera todo. Aunque, para ser justos, Leonardo tenía sus virtudes. Listo. Imaginativo. ¿Verdad?
Todavía no hubo reacción detrás de esa mirada inerte.
Gurney continuó.
– Tiene que reconocer que la idea de Héctor era muy buena. Inventar el chivo expiatorio perfecto en caso de que alguien se fijara en una de esas graduadas de Mapleshade ilocalizables. Así que Héctor apareció en escena justo antes de que las chicas empezaran a desaparecer. Eso muestra previsión por parte de Leonardo. Auténtica iniciativa. Buena planificación. Pero tenía un coste. Estaba demasiado loco, ¿eh? Por eso finalmente tuvo que hacerlo. Estaba entre la espada y la pared. Control de los daños. -Gurney negó con la cabeza, miró con desdén la enorme mancha de sangre en la alfombra que los separaba-. Demasiado poco, Giotto. Demasiado tarde.
– ¿Cómo coño me ha llamado?
Gurney le devolvió la mirada de piedra al hombre durante un largo momento antes de responder.
– No me haga perder el tiempo. Tengo un trato para usted. Tiene cinco minutos para tomarlo o dejarlo. -Pensó que vio una pequeña fisura en la piedra. Durante quizás un cuarto de segundo.
– ¿Cómo coño me ha llamado?
– Giotto, métaselo en la cabeza, ha terminado. Los Skard están acabados. Están más que acabados. ¿Lo entiende? Se termina el tiempo. Este es el trato: me da los nombres y las direcciones de todos los clientes de Karmala, de todos los cabrones como Jordan Ballston con los que hace negocios. Y sobre todo quiero las direcciones donde todavía pueda haber chicas de Mapleshade vivas. Me da todo eso y le garantizo que sobrevivirá a su detención.