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– ¿Y no le sorprendería que no se recuperara?

– A su marido le dispararon en la cabeza. Es extraordinario que esté vivo.

– Sí. Gracias. Entiendo. Podría ponerse mejor. O podría ponerse peor. Y no tienen ni idea, ¿no?

– Estamos haciendo todo lo posible. Cuando la inflamación del cerebro remita, veremos las cosas más claras.

– ¿Está segura de que no siente dolor?-No siente dolor.

Cielo.

Calor y frío lo bañan como el flujo y reflujo de una ola o una brisa cambiante de verano.

Ahora el frío tiene el aroma del rocío en la hierba y la calidez y el sutil aroma de los tulipanes al sol.

La frialdad era la frialdad de su sábana; la calidez, el calor de las voces de las mujeres.

Calor y frío se combinaban en la suave presión de unos labios contra su frente. Una maravillosa dulzura y suavidad.

Juicio.

Tribunal Penal del Condado de Nueva York. Una sala inhóspita, deprimente, gris. El juez es la viva imagen del agotamiento, el cinismo y la sordera.

– Detective Gurney, las acusaciones son muchas, ¿cómo se declara?

No puede hablar, no es capaz de responder, ni siquiera puede moverse.

– ¿El acusado está presente?

– ¡No!-grita un coro de voces al mismo tiempo.

Una paloma se levanta del suelo y desaparece en el aire cargado de humo.

Él quiere hablar, lo intenta, pretende demostrar que está ahí, pero no puede hablar, no es capaz de articular palabra ni mover un dedo. Se tensa para forzar una sílaba, aunque sea un grito ahogado desde su garganta.

La habitación está en llamas. La toga del juez está ardiendo. Este anuncia, resollando: «El acusado queda confinado durante un periodo indefinido allí donde está, y dicho lugar se reducirá en tamaño hasta el momento en que el acusado esté muerto o loco».

Infierno.

Está de pie en una habitación sin ventanas, impregnada de un olor rancio y con una cama sin hacer. Busca la puerta, pero esta únicamente da a un armario de solo unos centímetros de profundidad, un armario con una pared de cemento. Tiene problemas para respirar. Golpea en las paredes, pero su golpe no es un golpe, es un destello de fuego y humo. Entonces, al lado de la cama, ve una rendija en la pared, y en esta, dos ojos que lo miran.

Luego está en el espacio de detrás de la pared, el espacio desde el que los ojos lo estaban mirando, pero la rendija ha desaparecido y el espacio está oscuro por completo. Trata de calmarse. Intenta respirar despacio, acompasadamente. Trata de moverse, pero el espacio es demasiado pequeño. No puede levantar los brazos, no puede doblar las rodillas. Y cae de lado e impacta contra el suelo, pero el impacto no es un impacto, sino un grito. No puede mover el brazo de debajo de su cuerpo, no puede levantarse. El espacio es más estrecho allí, nada se moverá. Un terror acelerado hace casi imposible respirar. Si al menos pudiera producir un sonido, hablar, llorar.

A lo lejos los coyotes empiezan a aullar.

Vida.

– ¿Está seguro de que puede oírme?-La voz era pura esperanza.

– Lo que puedo decirle a ciencia cierta es que el patrón de, actividad que veo en el escáner es coherente con actividad neuronal en el oído. -La voz era fría como una hoja de papel.

– ¿Es posible que esté paralizado?-La voz estaba al borde de la oscuridad.

– El centro motor no quedó directamente afectado, por lo que hemos podido ver. No obstante, en las heridas de este tipo…

– Sí, lo sé.

– Muy bien, señora Gurney. La dejo con él.

– ¿David?-dijo ella en voz baja.

Él todavía no podía moverse, pero el pánico se estaba evaporando, diluido de algún modo y dispersado por el sonido de la voz de la mujer. El espacio que lo contenía, fuera cual fuese, ya no lo aplastaba.

Conocía la voz de la mujer.

Con su voz llegó la imagen de su cara.

Él abrió los ojos. Al principio no vio nada más que luz.

Entonces la vio a ella.

Ella lo estaba mirando, sonriendo.

Trató de moverse, pero no se movió nada.

– Estás escayolado-dijo-. Cálmate.

De repente, recordó cómo se precipitó por la sala hacia Giotto Skard, el primer disparo ensordecedor.

– ¿Jack está bien?-preguntó en un susurro áspero.

– Sí.

– ¿Tú estás bien?

– Sí.

Las lágrimas le llenaron los ojos, desdibujando la cara de ella.

Al cabo de un rato su recuerdo se expandió hacia atrás.

– ¿El fuego…?

– Todos salieron.

– Ah. Bien. Bien. ¿Jack encontró el…?-No podía recordar la palabra.

– El mando a distancia, sí. Tú le recordaste que mirara en el bolsillo de Ashton. -Prorrumpió en una extraña risita, como si sorbiera o se atragantara.

– ¿A qué viene eso?

– Solo se me había pasado por la cabeza que «el mando está en el bolsillo de Ashton» podrían haber sido tus últimas palabras.

Él empezó a reír, pero inmediatamente gritó por el dolor en el pecho, luego empezó a reír otra vez y gritó de nuevo.

– Oh, Dios, no, no, no me hagas reír. -Las lágrimas le resbalaban por las mejillas. El pecho le dolía horrores. Se estaba agotando.

Ella se inclinó hacia él y le limpió los ojos con un pañuelo de papel arrugado.

– ¿Qué hay de Skard?-preguntó él ya con voz apenas audible.

– ¿Giotto? Lo dejaste tan mal como él a ti.

– ¿Escaleras?

– Oh, sí. Es probable que sea la primera vez que un hombre tira a otro por las escaleras después de que le hayan disparado tres veces.

Había mucho en la voz de ella, muchas emociones en conflicto, pero él detectó en esa rica mezcla un elemento de orgullo inocente. Le hizo reír. Las lágrimas volvieron a caer.

– Ahora descansa-dijo ella-. La gente va a hacer cola para hablar contigo. Hardwick le contó a todo el mundo en el DIC lo que ocurrió, y todo lo que descubriste sobre quién era quién y qué era qué, y dijo que eras un héroe increíble, y habló de cuántas vidas habías salvado, pero están ansiosos de oírlo de tu boca.

Él no dijo nada durante un rato, tratando de llegar lo más lejos que su memoria podía llevarle.

– ¿Cuándo hablaste con ellos?

– Hoy hace dos semanas.

– No, me refiero a… ese asunto de los Skard y el fuego.

– Hoy hace dos semanas. El día que ocurrió, el día que volví de Nueva Jersey.

– Dios mío, ¿estás diciendo…?

– Has estado un poco ausente. -Hizo una pausa, sus ojos se llenaron de repente de lágrimas, su respiración empezó a convertirse en jadeos-. Casi te pierdo-dijo, y al decirlo, algo salvaje y desesperado se extendió en su rostro, algo que él nunca había visto antes.

80

La luz del mundo

– ¿ Está dormido?

– Dormido del todo no. Solo un poco aturdido y adormilado. Le han puesto un gotero temporal de hidromorfona para reducir el dolor. Si le habla, él la oirá.

Era cierto. Y Gurney sonrió ante eso. Pero el calmante hacía algo más que reducir el dolor. Lo eliminaba en una ola de…, ¿de qué?, una ola de bienestar, de inmenso y placentero bienestar. Sonrió por lo bien que se sentía.

– No quiero molestarle.

– Solo diga lo que tenga que decir. Él la oirá perfectamente, y no lo molestará.

Conocía las voces. Eran las de Val Perry y Madeleine. Voces hermosas.

La voz hermosa de Val Perry:

– ¿David? He venido a darle las gracias.

Hubo un largo silencio. El silencio de un velero distante cruzando un horizonte azul.

– Supongo que es lo único que de verdad tenía que decir. Le dejo un sobre. Espero que sea suficiente. Es diez veces la cantidad que acordamos. Si no es suficiente, hágamelo saber. -Otro silencio. Un pequeño suspiro. El suspiro de una brisa sobre un campo de amapolas naranjas-. Gracias.