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– ¿Te refieres a la puta crème de la crème del norte de Nueva York?

– Cuando estuviste en la escena, ¿recuerdas haber visto a alguien de menos de treinta y cinco años? Porque al ver ese vídeo ahora, no lo he visto.

Hardwick pestañeó, frunció el ceño, con aspecto de que estaba pasando ficheros en su cabeza.

– Probablemente no. ¿Y qué?

– ¿Seguro que nadie de veintitantos?

– Salvo el personal de cáterin, seguro que nada de veinteañeros. ¿Y qué?

– Solo me preguntaba por qué la novia no invitó a sus amigos a su propia boda.

11

Las pruebas sobre la mesa

Cuando Hardwick se fue justo después del atardecer, rechazando una invitación desganada para que se quedara a cenar, confió su duplicado del DVD a Gurney, junto con una copia del expediente del caso, que contenía los registros de los primeros días, en que él había dirigido la investigación, y la de los meses siguientes, en los que Arlo Blatt estuvo al mando. Era todo lo que Gurney podía haber pedido, lo cual le resultó inquietante. Hardwick estaba corriendo un gran riesgo al copiar material de archivos, sacarlo de las dependencias policiales y dárselo a una persona sin autorización.

¿Por qué lo hacía?

La respuesta simple-que cualquier progreso sustancial que lograra Gurney avergonzaría a un capitán del DIC, por el cual Hardwick no tenía ningún respeto-no justificaba del todo el riesgo que estaba asumiendo. Tal vez la respuesta se la daría el propio archivo de material. Gurney lo había extendido sobre la mesa del comedor principal, bajo la lámpara, porque, mientras se desvanecía la luz de las ventanas, sería el lugar más luminoso de la casa.

Había dividido los voluminosos informes y otros documentos en pilas según el tipo de información que contenían.

Dentro de cada pila colocó los elementos en orden cronológico, lo mejor que pudo.

En total, se trataba de una enorme acumulación de datos: informes de incidente, notas de campo, informes de progreso de la investigación, sesenta y dos resúmenes y transcripciones de interrogatorios-de entre una y catorce páginas cada uno-, registros de teléfonos fijos y móviles, fotos de la escena del crimen tomadas por personal del DIC, imágenes fijas adicionales extraídas de las cámaras de la boda, la descripción del crimen minuciosamente detallada en treinta y seis páginas de un formulario VICAP, un retrato robot de Héctor Flores, el informe de la autopsia, formularios de recogida de pruebas, informes de laboratorio, análisis de muestras de ADN de la sangre, el informe de la Brigada Canina, una lista de invitados a la boda con la información de contacto y la especificación de su relación con la víctima o con Scott Ashton, bocetos y fotos aéreas de la finca de los Ashton, bocetos interiores de la cabaña con mediciones de la sala, información biográfica y, por supuesto, el DVD que Gurney había visto.

Cuando terminó de clasificarlo todo en un orden que le fuera útil, eran casi las siete. Al principio le sorprendió que fuera tan tarde, pero luego no. El tiempo siempre se aceleraba cuando su mente trabajaba a todo tren y-se dio cuenta de ello con cierto arrepentimiento-eso solo ocurría cuando se enfrentaba a un enigma. Madeleine le había dicho en una ocasión que su vida se había reducido a una actividad obsesiva: desentrañar los misterios en torno a las muertes de otras personas. Nada más, nada menos, ninguna otra cosa.

Cogió el archivador que tenía más cerca. Era el conjunto de informes de la escena del crimen creados por los técnicos de pruebas. El formulario de encima describía los alrededores inmediatos de la cabaña. El siguiente formulario detallaba lo que habían visto dentro. Era asombroso por su brevedad. La cabaña no contenía ninguno de los objetos y materiales normales que un laboratorio de criminalística sometería a análisis en busca de pruebas. Ningún mueble, más allá de la mesa en la que se halló la cabeza de la víctima, la silla estrecha con brazos de madera en la cual se encontraba el cuerpo y una silla similar enfrente. No había sillones, sofás, camas, mantas ni alfombras. Igualmente extraño era que no había ropa en el armario, ni ropa ni calzado de ninguna clase en la cabaña, con una peculiar excepción: un par de botas de goma, de las que suelen colocarse encima de los zapatos. Las encontraron en el dormitorio de al lado de la ventana a través de la cual, evidentemente, había salido el asesino. Sin duda, eran las botas cuyo rastro había seguido el perro.

Se volvió en su silla hacia las puertas cristaleras y miró a la pradera, con los ojos chispeantes por sus cábalas. Las peculiaridades y las complicaciones del caso-lo que Sherlock Holmes habría llamado «sus rasgos diferenciales»-se multiplicaban, y generaban una suerte de campo magnético que atraía a Gurney a los problemas que de manera natural repelerían a la mayoría de los hombres.

Sus pensamientos se interrumpieron por el chirrido agudo de la puerta lateral al abrirse: un chirrido que durante el año anterior había tenido la intención de eliminar con una gota de aceite.

– ¿Madeleine?

– Hola.

Su mujer entró en la cocina con tres bolsas de plástico del supermercado llenas en cada mano, las subió las seis a la encimera y volvió a salir.

– ¿Puedo ayudar?-preguntó Dave.

No hubo respuesta, solo el sonido de la puerta lateral al abrirse y cerrarse. Al cabo de un minuto se repitió el sonido, seguido por el regreso a la cocina de Madeleine con una segunda tanda de bolsas, que también dejó en la encimera. Solo entonces se quitó el gorro peruano violeta, verde y rosa con orejeras que siempre parecían añadir una dimensión grotesca a su humor subyacente, fuera cual fuese este.

Dave sintió el fugaz tic en su párpado izquierdo, un movimiento en el nervio tan perceptible que había precisado varios viajes al espejo en los últimos meses para convencerse de que no era visible. Quería preguntarle a su esposa dónde había estado, además de en el supermercado, pero tenía la sensación de que ella podría haberlo mencionado antes, y el hecho de que no lo recordara no le reportaría nada bueno. Madeleine equiparaba olvidar, igual que el mal oído, con la falta de interés. Y quizá tenía razón. En veinticinco años en el Departamento de Policía de Nueva York, nunca olvidó presentarse para un interrogatorio a un testigo, no olvidó jamás la fecha de un juicio, no olvidó nunca lo que un sospechoso había dicho o cómo había sonado, no olvidó ni un solo detalle significativo para su trabajo.

¿Algo se había acercado alguna vez en importancia a su trabajo? ¿Aunque fuera remotamente? ¿Padres? ¿Esposas? ¿Hijos?

Cuando su madre murió, apenas sintió nada. No, fue peor que eso. Más frío y más egocéntrico que eso. Había sentido alivio, como quitarse un peso de encima: una simplificación de su vida. Cuando su primera mujer lo abandonó, se eliminó otra preocupación. Otro impedimento menos, un alivio de la presión de tener que responder a las necesidades de una persona difícil. Libertad.

Madeleine fue a la nevera, empezó a sacar tuppers de vidrio con comida dejados allí la noche anterior y la noche anterior a esa. Los puso en fila sobre la encimera al lado del microondas, cinco en total, quitó las tapas. Él la observó desde el otro lado de la isleta de la cocina.

– ¿Todavía no has cenado?-preguntó ella.

– No, estaba esperando a que llegaras-repuso Dave, no muy sinceramente.

Ella miró detrás de él, a los papeles esparcidos en la mesa. Levantó una ceja.

– Cosas de Jack Hardwick-dijo Gurney como si tal cosa-. Me ha pedido que le eche un vistazo. -Imaginó que la mirada plana de su mujer examinaba sus pensamientos. Añadió-: Es material del caso de Jillian Perry. -Hizo una pausa-. No estoy seguro de qué se supone que he de hacer ni por qué alguien cree que mis observaciones podrían ser útiles dadas las actuales circunstancias, pero… Echaré un vistazo a lo que hay aquí y le diré lo que pienso.