– ¿Hay alguna posibilidad de que revises los frenos de mi bicicleta antes de mañana?
– Ya te dije que lo haría.
Dave tomó otro sorbo de café y esbozó una mueca. Estaba desagradablemente frío. Miró el viejo reloj de péndulo que colgaba sobre la encimera de pino. Disponía de casi una hora libre antes de salir a impartir una de sus ocasionales clases en la Academia de Policía estatal de Albany.
– Deberías venir conmigo un día de estos -comentó Madeleine, como si la idea se le acabara de ocurrir.
– Lo haré-dijo él.
Solía responder así cuando su mujer le pedía que la acompañara a pasear en bicicleta a través de las onduladas tierras de labranza y los bosques que ocupaban la mayor parte de los Catskills occidentales. Se volvió hacia Madeleine, que estaba de pie junto a la puerta del comedor con unas mallas gastadas, una sudadera holgada y una gorra de béisbol manchada de pintura. De repente, Dave no pudo evitar sonreír.
– ¿Qué?-dijo ella, ladeando la cabeza.
– Nada.
En ocasiones, la presencia de su mujer era tan encantadora que inmediatamente dejaba de lado cualquier pensamiento negativo. Madeleine era esa criatura excepcionaclass="underline" una mujer hermosa a la que parecía importarle muy poco su aspecto. Se le acercó y se puso a su lado, examinando el paisaje.
– El ciervo le ha estado dando al alpiste-dijo en tono más divertido que molesto.
Al otro lado del césped se veían los tres comederos para pinzones, que colgaban completamente torcidos. Al mirarlos, Gurney se dio cuenta de que compartía, al menos hasta cierto punto, los sentimientos bondadosos de Madeleine por el ciervo, pese a los daños, menores, que este había causado; y no dejaba de ser curioso, porque lo que sentían respecto a los estragos que causaban las ardillas, que en ese mismo momento consumían las semillas que el ciervo no había logrado extraer del fondo de los comederos, era muy distinto. Nerviosas, rápidas, agresivas en sus movimientos, parecían movidas por un hambre obsesiva propia de roedores, un deseo avaricioso por consumir hasta la última partícula de alimento disponible.
La sonrisa de Gurney se fue desvaneciendo mientras las observaba con una pizca de tensión nerviosa. Sospechaba que esa tensión se estaba convirtiendo en su reacción refleja a demasiadas cosas: un nerviosismo que surgía de las grietas de su matrimonio y que contribuía a ensancharlas. Madeleine describiría las ardillas como fascinantes, inteligentes, ingeniosas, imponentes en su energía y determinación. Parecía amarlas igual que amaba la mayoría de las cosas de la vida. Él, en cambio, deseaba pegarles un tiro.
Bueno, no exactamente pegarles un tiro. En realidad, no quería matarlas ni lisiarlas, pero tal vez sí dispararles con una pistola de aire comprimido para hacerlas caer de los comederos y que se fueran volando hacia el bosque al que pertenecían. Matar no era una solución que le hubiera atraído nunca. En todos sus años en la Policía de Nueva York, en todos sus años como detective de Homicidios, en veinticinco años de trato con hombres violentos en una ciudad violenta, nunca había sacado su pistola; apenas la había tocado fuera de una galería de tiro y no sentía ningún deseo de empezar a hacerlo. Fuera lo que fuese lo que le había atraído a la labor policial, lo que lo había casado con el trabajo durante tantos años, desde luego no era el atractivo de una pistola o la solución engañosamente simple que esta ofrecía.
Se dio cuenta de que Madeleine lo estaba mirando con esa expresión suya entre curiosa y evaluadora adivinando quizá, por la rigidez de su mandíbula, lo que estaba pensando de aquellas ardillas. Dave quería decir algo que pudiera justificar su hostilidad hacia las ratas de cola esponjosa. En ese momento sonó el teléfono; de hecho, sonaron simultáneamente dos teléfonos: el del estudio y su móvil, que estaba en la cocina. Madeleine se dirigió al estudio. Gurney cogió el móvil.
2
Jack Hardwick era un cínico desagradable, mordaz y de ojos llorosos que bebía demasiado y casi todo en la vida lo veía como una broma amarga. Tenía pocos admiradores entusiastas y no inspiraba confianza con facilidad. Gurney estaba convencido de que si se le arrebataran los motivos cuestionables, a Hardwick no le quedarían motivos.
No obstante, también lo consideraba uno de los detectives más inteligentes y perspicaces con los que había trabajado. Así que cuando se llevó el teléfono a la oreja, oír esa voz inconfundible de papel de lija le generó sentimientos encontrados.
– Davey, Davey.
Gurney hizo una mueca. Nunca le había gustado que le llamaran Davey, y suponía que por ese mismo motivo Hardwick había elegido llamarlo así.
– ¿Qué puedo hacer por ti, Jack?
La risotada del hombre sonó tan molesta e irrelevante como siempre.
– Cuando estábamos trabajando en el caso Mellery, te jactabas de que te levantabas con las gallinas. Solo he pensado en llamar para ver si era verdad.
Siempre había que soportar unas cuantas bromitas antes de que se dignara a llegar al asunto en cuestión.
– ¿Qué quieres, Jack?
– ¿Tienes gallinas vivas, corriendo cacareando y cagando en esa granja tuya? ¿O era solo una forma de hablar campechana?
– ¿Qué quieres, Jack?
– ¿Por qué diablos iba a querer yo algo? ¿No puede un viejo amigo llamar a otro viejo amigo por los viejos tiempos?
– Déjate del rollo del «viejo amigo», Jack, y dime por qué me has llamado.
Otra risotada.
– Eso es muy frío, Gurney, muy frío.
– Mira. Todavía no me he tomado mi segunda taza de café. Si no vas al grano en los próximos cinco segundos, cuelgo. Cinco…, cuatro…, tres…, dos…, uno…
– Novia de clase alta liquidada en su propia boda. Pensaba que podrías estar interesado.
– ¿Por qué iba yo a estar interesado en eso?
– Mierda, ¿cómo no iba a estar interesado un detective estrella de Homicidios? ¿He dicho que el arma del crimen era un machete?
– La estrella está retirada.
Hubo una ruidosa y prolongada carcajada.
– No es broma, Jack. Estoy retirado.
– ¿Igual que lo estabas cuando apareciste para resolver el caso Mellery?
– Eso fue un paréntesis.
– ¿Es un hecho?
– Mira, Jack…-Gurney estaba perdiendo la paciencia.
– Está bien. Estás retirado. Ya lo entiendo. Ahora dame dos minutos para explicarte esta oportunidad.
– Jack, por el amor de Dios…
– Dos minutos de nada. Dos. Joder, ¿estás tan ocupado masajeándote las bolas de golf que no puedes concederle dos minutos a tu antiguo compañero?
La imagen disparó el pequeño tic en el párpado de Gurney.
– Nunca fuimos compañeros.
– ¿Cómo diablos puedes decir eso?
– Trabajamos juntos en un par de casos. No éramos compañeros.
Para ser sincero, Gurney debía admitir que él y Hardwick tenían, en cierto sentido, una relación única. Diez años antes, trabajando en diferentes aspectos del mismo caso de homicidio, desde jurisdicciones situadas a más de ciento cincuenta kilómetros de distancia, habían encontrado cada uno una mitad del cuerpo mutilado de la misma víctima. Ese tipo de casualidad en una investigación podía forjar un vínculo tan fuerte como singular.
Hardwick bajó la voz hasta un tono de penosa sinceridad. -¿Me das dos minutos o no?
Gurney se rindió.
– Adelante.
Hardwick volvió a su estilo característico de oratoria de charlatán de feria con cáncer de garganta.
– Está claro que eres un tipo muy ocupado, así que voy a ir al grano. Quiero hacerte un favor enorme. -Hizo una pausa-. ¿Sigues ahí?
– Habla más rápido.
– ¡Menudo cabrón ingrato! Muy bien, esto es lo que tengo para ti. Sensacional asesinato cometido hace cuatro meses. Niña rica y mimada se casa con un famoso psiquiatra. Una hora más tarde, en la recepción de la boda en la lujosa finca del psiquiatra, el jardinero demente la decapita con un machete y se escapa.