¿O simplemente Flores volvió caminando a la cabaña? ¿Era ese el motivo de que el rastro de olor no fuera más allá del machete? ¿Era concebible que se escondiera en la cabaña o en sus alrededores? ¿Se ocultó de una forma tan eficaz que un enjambre de agentes de patrulla, detectives y técnicos de la escena del crimen no lograron descubrirlo? Parecía poco probable.
Cuando Gurney levantó la mirada de su portátil, le sobresaltó ver a Madeleine sentada al extremo de la mesa, observándolo; le sorprendió tanto que saltó en su silla.
– ¡Dios! ¿Cuánto tiempo llevas aquí?
Ella se encogió de hombros y no hizo ningún esfuerzo por responder.
– ¿Qué hora es?-preguntó Dave, y de inmediato reparó en lo absurdo de la pregunta.
Tenía a la vista el reloj colgado sobre la encimera, pero ella no. La hora, 22.55, también aparecía en la pantalla del ordenador que tenía delante.
– ¿Qué estás haciendo?-preguntó Madeleine. Sonó más a desafío que a pregunta.
Él vaciló.
– Solo estaba tratando de dar sentido a este material.
– Hum. -Fue como una risa sin humor, monosilábica.
Dave trató de devolverle la mirada fija, pero le costó.
– ¿Qué estás pensando tú?-preguntó.
– Estoy pensando que la vida es corta-dijo ella por fin, del modo en que lo haría alguien que se ha encontrado cara a cara con una verdad triste.
– Y por lo tanto…-le instó él, tratando de atravesar el extraño humor de su mujer.
Ella parecía estar sopesando su tono, sus palabras.
Justo cuando concluyó que Madeleine no iba a responderle, lo hizo.
– Por lo tanto nos estamos quedando sin tiempo. -Ladeó la cabeza, o quizá fue un pequeño espasmo involuntario, y lo miró con curiosidad.
«¿Tiempo para qué?», estuvo tentado de preguntar Gurney, sintiendo el impulso de convertir esa conversación deslavazada en una discusión más manejable, pero algo en los ojos de su mujer lo detuvo. En cambio, preguntó:
– ¿Quieres que hablemos de eso?
Ella negó con la cabeza.
– La vida es corta. Nada más. Es algo que se ha de considerar.
15
Varias veces durante la hora que siguió a la visita de Madeleine a la cocina, Gurney estuvo a punto de entrar en el dormitorio para averiguar qué había querido decir. Sin embargo, su atención regresó cada vez, como un reflejo, a los informes de interrogatorios que tenía delante.
De vez en cuando, durante breves periodos, Madeleine parecía ver las cosas a través de una lente oscura. Era como si el foco de su visión se desplazara a un lugar yermo y viera en ello un paradigma del paisaje completo. Pero al cabo de poco, su foco se ampliaba de nuevo, su alegría y su pragmatismo regresaban. Había ocurrido de la misma manera antes, así que sin duda volvería a suceder. Pero, por el momento, su actitud lo desconcertaba, lo cual le creaba un agujero en el estómago, una sensación de ansiedad de la que quería escapar. Fue a la despensa, se puso una chaqueta ligera y salió a través de la puerta lateral a la noche sin estrellas.
En algún lugar por encima del día nublado, un atisbo de luna impedía que la oscuridad fuera total. En cuanto logró discernir la silueta del sendero a través de las hierbas crecidas, lo siguió por una suave pendiente hasta el banco erosionado situado frente al estanque. Se sentó, observando y escuchando, y sus ojos distinguieron poco a poco unas siluetas oscuras, bordes de objetos, quizá partes de árboles, pero nada lo bastante claro para identificarlo con seguridad. Entonces, al otro lado del estanque, quizá veinte grados fuera de su campo de visión, notó un ligero movimiento. Cuando miró directamente a ese lugar, las formas oscuras, como mucho indistintas-grandes arbustos pinchudos, ramas que se combaban, aneas que crecían en terrones enredados al borde del agua y lo que pudiera haber allí-se mezclaron de manera informe. Sin embargo, cuando apartó la mirada, justo al lado de donde pensaba que se había producido el movimiento, lo vio otra vez: casi con certeza un animal de alguna clase, quizá del tamaño de un ciervo pequeño o de un perro grande. Volvió a mirar y desapareció una vez más.
Comprendía qué significa aquello. Era la razón de que uno pudiera ver una estrella tenue sin mirarla directamente, sino justo al lado. Y el animal, si era eso lo que había visto, si es que había visto algo, era, casi seguro, inofensivo. Aunque fuera un oso pequeño: los osos en los Catskills no representaban peligro para nadie, menos para alguien sentado en silencio a un centenar de metros. Y sin embargo, en un nivel de percepción primario, había algo siniestro en un movimiento no identificable en la oscuridad.
Era una noche sin viento, silente, con una calma absoluta, pero para Gurney distaba mucho de ser pacífica. Se daba cuenta de que era probable que este déficit residiese en su propia mente más que en la atmósfera que lo rodeaba, era más atribuible a la tensión que había en su matrimonio que a las sombras en el bosque.
La tensión en su matrimonio. No era perfecto. Habían estado dos veces a punto de separarse. Dieciséis años antes, cuando mataron a su hijo de cuatro años en un accidente del que él mismo se sentía responsable, Gurney se había convertido en un cubo de hielo emocional con quien resultaba casi imposible convivir. Y justo diez meses antes, su inmersión obsesiva en el caso Mellery no solo estuvo a punto de terminar con su matrimonio, sino también con su vida.
No obstante, le gustaba pensar que los problemas que Madeleine y él tenían eran simples, o al menos que la comprendía. Para empezar, ocupaban espacios radicalmente diferentes en el gráfico de personalidad de Myers-Briggs. Para comprender algo, él echaba mano de la reflexión; ella, de los sentimientos. Él estaba fascinado por conectar los puntos; ella, por los puntos en sí. A él le daba energía la soledad, le agotaba el compromiso social; y a ella le ocurría lo contrario. Para él, observar solo era una herramienta que permitía obtener un juicio más claro; para ella, juzgar era solo una herramienta para lograr una observación más precisa.
Desde el punto de vista de los test psicológicos tradicionales, ambos tenían muy poco en común. Sin embargo, compartían algo, algo en su forma de ver a la gente o lo que pasaba, una sensación de ironía compartida, una idea común de lo que era emotivo, de lo que era divertido, de lo que era bello, de lo que era honesto y de lo que era deshonesto. Una sensación de que el otro era único y más importante que ninguna otra persona. Una chispa que Gurney, en sus momentos más afectuosos y confusos, creía que era la esencia del amor.
Así que allí estaba: la contradicción que describía su relación. Eran grave, conflictiva y, en ocasiones, miserablemente diferentes, pero, sin embargo, estaban unidos por ciertos momentos de intuición y afecto compartidos. El problema era que…, desde su traslado a Walnut Crossing, aquellos momentos habían sido escasos y muy espaciados en el tiempo. Hacía mucho que no se daban un abrazo de verdad, de los que parecía que cada uno de ellos sostuviera el objeto más precioso del universo.
Perdido en tales pensamientos, Gurney había navegado a la deriva hacia su interior, alejándose de su entorno. Los aullidos de los coyotes lo hicieron volver en sí. Era difícil determinar de dónde procedían esos gritos agudos y feroces o el número de animales. Suponía que era una manada de tres, cuatro o cinco en la otra cumbre, a un kilómetro o dos al este del estanque. Cuando los aullidos cesaron de repente, el silencio se hizo más profundo. Gurney se subió la cremallera de la chaqueta unos centímetros más.
Su mente enseguida se llenó con más ideas sobre su matrimonio. Pero era consciente de que las generalizaciones, por más adicto a ellas que fuera, poco contribuían a resolver los problemas sobre el terreno. Y el verdadero problema en ese momento era la necesidad de tomar una decisión, una decisión sobre la cual él y Madeleine estaban obviamente enfrentados: aceptar el caso Perry o no.