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En medio de la perorata de Harlen, uno de los perros de la casa empezó a ladrar otra vez. Harlen se volvió a un lado, escupió en el suelo, negó con la cabeza, gritó:

– Cierra la boca.

Los ladridos se detuvieron.

– ¿Has dicho que había otra razón por la que sabías que era un mentiroso?

– ¿Qué?

– Has dicho que hablar con Flores por teléfono era otra razón por la que sabías que era un mentiroso.

– Exacto.

– ¿Mentiroso por qué?

– Vino un capullo que no hablaba ni una puta palabra en inglés. Al año siguiente hablaba como un puto, como un puto, no sé…, pero lo sabe todo.

– Sí, ¿y qué supusiste, Calvin?

– Supuse que a lo mejor era todo mentira, ¿lo pillas?

– Cuéntame.

– Joder, nadie aprende inglés tan deprisa.

– ¿Crees que, en realidad, no era mexicano?

– Solo digo que era un peliculero, que buscaba alguna cosa.

– ¿Qué estás diciendo?

– Está clarísimo, tío. Si es tan listo ¿por qué coño vino a la casa del doctor a preguntar si podía barrer las hojas? Tenía un plan, joder.

– Es interesante, Calvin. Eres un tipo brillante. Me gusta tu forma de pensar.

Harlen asintió, luego volvió a escupir en el suelo como para hacer hincapié en que estaba de acuerdo con el cumplido.

– Y hay otra cosa. -Bajó la voz a un tono de conspiración-. Ese hispano nunca te dejaba que le vieras la cara. Siempre llevaba uno de esos sombreros de rodeo y gafas de sol. ¿Sabes lo que estoy pensando? Pienso que temía que lo vieran, siempre escondido en la casa grande o en esa puta casa de muñecas. Igual que la zorra.

– ¿De qué zorra hablas?

– La zorra a la que le cortaron la cabeza. Te adelantaba en la carretera y apartaba la vista como si fueras un mierda. Como si fueras un perro muerto, ¡la muy zorra! Así que me parece que a lo mejor tenía algo en la recámara, eso es, ella y el señor cerdo. Los dos eran demasiado culpables para mirar a nadie a los ojos. Así que estoy pensando, eh, un momento, a lo mejor era más que eso. Quizás el hispano no quiere que lo identifiquen. ¿Alguna vez has pensado en eso?

Cuando Gurney concluyó la entrevista, dándole las gracias a Harlen y diciéndole que estarían en contacto, no estaba seguro de qué había averiguado ni de si podría merecer la pena. Si Ashton había empezado a emplear a Flores en lugar de a Harlen para hacer trabajos en su propiedad, este sin duda tendría un gran resentimiento, y todo el resto, toda la bilis que Harlen había estado escupiendo, podría surgir directamente del golpe a su cartera y a su orgullo. O quizás había algo más. Tal vez, como había asegurado Hardwick, toda la situación tenía capas ocultas, no era lo que parecía en absoluto.

Gurney volvió a su coche en el arcén de Higgles Road y escribió tres notas breves para él en un pequeño bloc de espiraclass="underline"

¿Flores no es quien dice ser? ¿No es mexicano?

¿Flores teme que Harlen lo reconozca del pasado? ¿O teme que Harlen pueda identificarlo en el futuro? ¿Por qué, si Ashton podría identificarlo?

¿Alguna prueba de una aventura entre Flores y Jillian? ¿Alguna relación anterior entre ellos? ¿Algún motivo para el asesinato anterior a Tambury?

Contempló con escepticismo sus propias preguntas, dudando de que alguna de ellas condujera a un hallazgo útil. Calvin Harlen, enfadado y paranoico, no era una fuente fiable.

Miró el reloj del salpicadero: la una del mediodía. Si se saltaba la comida, tendría tiempo para una entrevista más antes de su cita con Ashton.

La propiedad de los Muller era la penúltima de Badger Lane, justo antes del paraíso ajardinado de Ashton. Estaba a un mundo de distancia del antro de Harlen en la esquina de Higgles Road.

Gurney aparcó nada más pasar un buzón de correos en el que constaba la dirección de Carl Muller que había leído en su hoja maestra de entrevistas. La casa era muy grande, de estilo colonial, con los clásicos ribetes y contraventanas negras, apartada de la calle. A diferencia de las viviendas meticulosamente cuidadas que la precedían, tenía una sutil aura de desatención: una contraventana un poco torcida, una rama rota caída en el césped delantero, hierba descuidada, hojas caídas apelmazadas en el sendero, una silla plegable patas arriba que el viento había arrastrado hasta un sendero de ladrillos junto a la puerta lateral.

De pie junto a la puerta delantera de paneles, oyó música que sonaba apagada en algún lugar del interior. No había timbre, solo un antiguo llamador de cobre que Gurney usó varias veces con impactos crecientes antes de que la puerta se abriera por fin.

El hombre que apareció delante de él no tenía buen aspecto. Calculó que su edad estaría en algún lugar entre los cuarenta y cinco y los sesenta, en función de qué parte de su aspecto fuera atribuible a la enfermedad. Su cabello lacio hacía juego con el color beis grisáceo de su cárdigan.

– Hola-dijo sin el menor atisbo de saludo o curiosidad.

A Gurney le impactó la extraña manera en la que ese hombre hablaba con un desconocido.

– ¿Señor Muller?

El hombre pestañeó, parecía que estaba escuchando una reproducción grabada de la pregunta.

– Soy Carl Muller. -Su voz tenía el carácter pálido y atonal de su piel.

– Me llamo Dave Gurney, señor. Participo en la búsqueda de Héctor Flores. Me preguntaba si podría concederme un minuto o dos de su tiempo.

La reproducción de la cinta tardó más esta vez.

– ¿Ahora?

– Si es posible, señor. Sería muy útil.

Muller asintió lentamente. Retrocedió e hizo un gesto vago con la mano.

Gurney entró en el oscuro vestíbulo central de una casa del siglo xix, bien conservada con suelo de planchas anchas y con bastantes elementos de la carpintería original. Oyó de manera más identificable la música que había oído amortiguada antes de entrar. Era Adeste fideles, extrañamente fuera de estación, y parecía proceder del sótano.

Había también otro sonido, una especie de zumbido rítmico y bajo, también procedente de algún lugar situado debajo de ellos. A la izquierda de Gurney, una puerta de doble hoja conducía a un comedor formal con una chimenea enorme. Delante de él, el amplio pasillo se extendía hasta la parte de atrás de la casa, donde una puerta con paneles de cristal daba a lo que parecía un jardín sin fin. A un lado del pasillo, una amplia escalera con una elaborada balaustrada conducía al segundo piso. A su derecha había un salón anticuado amueblado con sofás mullidos y sillones y mesas antiguas y aparadores sobre los que colgaban paisajes marinos al estilo de Winslow. La impresión de Gurney era que el interior de la casa estaba mejor cuidado que el exterior. Muller sonrió completamente alelado, como si esperara que le dijeran qué hacer a continuación.

– Una casa encantadora-dijo Gurney con amabilidad-. Parece muy confortable. Quizá podamos sentarnos un momento y hablar.

Una vez más ese tono extraño:

– Muy bien.

Al ver que Muller no se movía, Gurney hizo un gesto inquisitivo hacia el salón.

– Por supuesto-dijo Muller, pestañeando como si acabara de despertarse-. ¿Cómo ha dicho que se llama?-Sin esperar una respuesta, caminó hacia un par de sillones enfrentados situados delante de la chimenea-. Así pues-dijo como si tal cosa cuando ambos se sentaron-, ¿de qué se trata?

El tono de la pregunta sonó rara, despistada, como todo lo demás en Carl Muller. A menos que el hombre tuviera alguna tendencia inherente a la confusión-poco probable en la rigurosa profesión de la ingeniería naval-, la explicación tenía que ser alguna forma de medicación, quizá comprensible en el periodo subsiguiente a que su esposa desapareciera con un asesino.

Quizá por la posición de los conductos de calefacción, Gurney notó que los compases del Adeste fideles y el tenue zumbido que subía y bajaba era más audible en esa sala que en el pasillo. Estuvo tentado de preguntar por ello, pero pensó que sería mejor permanecer concentrado en lo que verdaderamente quería saber.