– No. El primer investigador del caso me lo preguntó. Le dije entonces que no me era un nombre familiar y sigue siendo así. Me dijeron que la compañía de teléfonos rastreó el mensaje hasta llegar al teléfono móvil de Héctor.
– Pero ¿no tiene ni idea de por qué usaría el nombre de Edward Vallory?
– Ninguna. Lo siento, detective, pero he de prepararme para mis citas.
– ¿Puedo verle mañana?
– Estaré todo el día en Mapleshade, con la agenda llena.
– ¿A qué hora se va por la mañana?
– ¿De aquí? A las nueve y media.
– ¿Qué le parece a las ocho y media, pues?
La expresión de Ashton vagó entre la consternación y la preocupación.
– Muy bien. Entonces, a las ocho y media de la mañana.
De camino a su coche, Gurney miró al fondo del patio. El sol ya se había puesto, pero la ramita metrónomo de Hobart Ashton todavía se movía adelante y atrás con un ritmo lento y monótono.
21
Mientras Gurney conducía por Badger Lane bajo un cielo cada vez más nublado, las casas que le habían parecido pintorescas bañadas por la luz del sol ahora parecían lúgubres y cautelosas. Estaba ansioso de alcanzar el espacio abierto de Higgles Road y los valles bucólicos que se extendían entre Tambury y Walnut Crossing.
La decisión de Ashton de terminar la entrevista y obligarlo a un viaje más no le molestó en absoluto. Así le daría tiempo para digerir sus primeras impresiones en directo del hombre, junto con las opiniones ofrecidas por sus extraordinarios vecinos. Tener la oportunidad para organizarlo todo en su mente le ayudaría a empezar a trazar conexiones y reunir las preguntas adecuadas para el día siguiente. Decidió que se dirigiría directamente al Quick-Mart de la ruta 10, se tomaría la taza de café más grande que ofrecieran y tomaría algunas notas.
Al atisbar el cruce de la granja en ruinas de Calvin Harlen, vio que un coche negro estaba bloqueando la carretera, atravesado. Dos hombres jóvenes y musculosos con idéntico pelo rapado, gafas de sol, tejanos negros y cortavientos brillantes estaban apoyados contra el lateral del coche, observando como Gurney se aproximaba. Que el coche fuera un Ford Crown Victoria sin identificar, un vehículo policial tan obvio como un coche patrulla que hiciera atronar su sirena, hizo que las identificaciones de la Policía del estado que los hombres llevaban en las chaquetas no constituyeran ninguna sorpresa.
Se acercaron hasta Gurney, uno a cada lado de su coche.
– Carné y papeles-dijo el que estaba junto a la ventana de Gurney en un tono no demasiado amistoso.
Gurney ya había sacado su billetera, pero en ese momento dudó.
– ¿Blatt?
La boca del hombre se retorció como si una mosca hubiera aterrizado en ella. Lentamente se quitó las gafas, logrando inyectar amenaza a la acción. Sus ojos eran pequeños y desafiantes.
– ¿De dónde le conozco?
– Del caso Mellery.
Sonrió. Cuanto más amplia era la sonrisa, más desagradable se volvía.
– Gurney, ¿verdad? El genio de la ciudad de la mierda. ¿Qué coño está haciendo aquí?
– De visita.
– ¿A quién visita?
– Cuando sea apropiado compartir esa información con usted, lo haré.
– ¿Apropiado? ¿Apropiado? Salga del coche.
Gurney cumplió la orden sin perder la calma. El otro oficial había rodeado el coche por detrás.
– Ahora, como he dicho, carné y papeles.
Gurney abrió la cartera, entregó los dos documentos a Blatt, que los examinó con sumo cuidado. Blatt volvió al Crown Victoria, entró y empezó a marcar teclas en el ordenador del coche. El agente situado detrás del coche estaba vigilando a Gurney como si fuera a echar a correr por Higgles Road hacia las zarzas. Gurney sonrió con gesto cansado y trató de leer la identificación del hombre, pero el plástico estaba reflejando la luz. Renunció y decidió presentarse:
– Soy Dave Gurney, detective de Homicidios del Departamento de Policía de Nueva York retirado.
El agente asintió ligeramente. Pasaron varios minutos. Luego varios más. Gurney se apoyó en la puerta del coche, cruzó los brazos y cerró los ojos. No le gustaban los retrasos inútiles, y la complejidad del día lo estaba agotando. Su paciencia legendaria se estaba terminando. Blatt volvió y le entregó sus cosas como si le pusiera enfermo sostenerlas.
– ¿A qué ha venido aquí?
– Eso ya me lo ha preguntado.
– Muy bien, Gurney, voy a dejarle algo claro: hay una investigación de Homicidios en marcha. ¿Entiende lo que le estoy diciendo? Un caso de asesinato. Cometerá un gran error si se entromete. Obstrucción a la justicia. Entorpecimiento de la investigación de un crimen. ¿Capta el mensaje? Así que se lo preguntaré una vez más: ¿qué está haciendo en Badger Lane?
– Lo siento, Blatt, es un asunto privado.
– ¿Me está diciendo que no está aquí por el caso Perry?
– No estoy diciendo nada.
Blatt se volvió hacia el otro agente, escupió en el suelo y señaló con el pulgar hacia Gurney.
– Este es el tipo que casi logró que nos mataran a todos al final del caso Mellery.
La estúpida acusación estuvo peligrosamente cerca de pulsar un botón en Gurney que la mayoría de la gente no sabía que existía.
Quizás el otro agente sintió vibraciones peligrosas, tal vez ya conocía de antes la animadversión de Blatt o quizá, se le encendió por fin una lucecita.
– ¿Gurney?-preguntó-. ¿No es ese el tipo con las distinciones especiales del Departamento de Policía de Nueva York?
Blatt no respondió, pero algo en la pregunta cambió el camino por el que estaba yendo la conversación. Miró sin ánimo a Gurney.
– Un consejo: ¡largo de aquí! Lárguese de aquí ahora mismo. Si se le ocurre respirar cerca de este caso, le garantizo que lo acusaré de obstrucción a la justicia. -Levantó la mano y bajó el dedo índice como si fuera un martillo.
Gurney asintió.
– Le he oído, pero… tengo una pregunta. Supongamos que descubro que todas sus suposiciones sobre este asesinato son mentira. ¿A quién debería contárselo?
22
El café de camino a casa fue un error. El cigarrillo fue una equivocación aún mayor.
El café de la gasolinera se había concentrado con el tiempo y la evaporación en un líquido cargado de cafeína, de color alquitrán y sin el menor gusto a café. Gurney se lo tomó de todos modos: un ritual reconfortante. No tan reconfortante fue el impacto de la cafeína en sus nervios cuando la primera carga de estimulación dio paso a una vibrante ansiedad que exigía un cigarrillo. Pero eso, también, venía con sus pros y sus contras: una breve sensación de tranquilidad y libertad, seguida por pensamientos tan plomizos como las desesperantes nubes. El recuerdo de algo que un terapeuta le había dicho quince años antes: «David, te comportas como dos personas diferentes. En tu vida profesional, tienes impulso, determinación, dirección. En tu vida personal, eres un barco sin timón». En ocasiones tenía la ilusión de hacer progresos: dejar de fumar, vivir una mayor parte de su vida al aire libre, concentrarse en el aquí y ahora y en Madeleine. Pero sus expectativas de cambio fracasaban inevitablemente y volvía a caer en lo que siempre había sido.
Su nuevo Subaru no tenía cenicero, así que se las tenía que apañar con la lata de sardinas escurrida que tenía en el coche para ese propósito. Al aplastar la colilla en ella, recordó de repente otro claro ejemplo de fracaso en su vida personal, otro punzante recordatorio de una mente a la deriva: se había olvidado de la cena.
Su llamada a Madeleine-omitiendo su lapsus de memoria y el hecho de que no podía recordar quién iba a su casa a cenar, preguntando solo si quería que comprara algo de camino a casa-no le dejó una sensación mejor. Tenía la impresión de que ella sabía que se había olvidado, que estaba tratando de enmendarlo. Fue una llamada corta con largos silencios. Su conversación finaclass="underline"