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– ¿Quitarás de la mesa del comedor los expedientes del asesinato cuando llegues a casa?

– Sí, ya te dije que lo haría.

– Bien.

Para el resto del viaje, la mente inquieta de Gurney patinó en torno a un conjunto de preguntas insidiosas: ¿por qué estaba esperándolo Arlo Blatt al pie de Badger Lane? Antes no había allí ningún coche de vigilancia. ¿Lo habían avisado de que alguien estaba haciendo preguntas? ¿De que era precisamente Gurney el que estaba haciendo preguntas? Pero ¿a quién le importaría tanto como para llamar a Blatt? ¿Por qué Blatt estaba tan ansioso por sacarlo del caso? Y aquello trajo consigo otra pregunta sin respuesta: ¿por qué Jack Hardwick estaba tan ansioso por que participara en aquel caso?

Justo a las 17.00, bajo un cielo plomizo, Gurney giró por el camino de tierra y grava que subía por la colina a su casa de campo. A más de un kilómetro del camino, atisbó un coche por delante de él, un Prius de color verde grisáceo. Al subir por aquella senda polvorienta, le fue quedando cada vez más claro que los ocupantes del coche eran los misteriosos invitados a la cena.

El Prius redujo cautelosamente la velocidad al entrar en el camino bacheado que atravesaba el prado hasta la zona de hierba apelmazada contigua a la casa que servía de aparcamiento informal. Un segundo antes de que salieran, Gurney lo recordó: George y Peggy Meeker. George, profesor de Entomología retirado, de sesenta y pocos años: una mantis religiosa larguirucha de hombre; y Peggy, una trabajadora social cargada de vitalidad de cincuenta y pocos que había convencido a Madeleine para que aceptara su actual trabajo a tiempo parcial. Cuando Gurney aparcó, los Meeker sacaron del asiento de atrás una fuente y un cuenco cubierto con papel de aluminio.

– ¡Ensalada y postre!-gritó Peggy-. Siento que lleguemos tarde. ¡George perdió las llaves del coche!-Al parecer le resultaba al mismo tiempo exasperante y entretenido.

El hombre levantó la mano en un gesto de saludo, acompañado por una mirada agria a su mujer. Gurney solo logró esbozar una pequeña sonrisa de bienvenida. La forma de comportarse de George y Perry, cómo se trataban, le incomodaba porque se parecía demasiado a lo que ocurría entre sus padres.

Madeleine salió a la puerta, dirigiendo su sonrisa a los Meeker.

– Ensalada y postre-explicó Peggy, entregándole los platos tapados a Madeleine, quien hizo sonidos apreciativos y marcó el camino hacia la gran cocina de la granja-. ¡Me encanta!-exclamó Peggy, mirando a su alrededor con los ojos bien abiertos en una expresión de aprecio, la misma reacción que había tenido en sus dos visitas anteriores, y añadió, como siempre hacía-: Es la casa perfecta para vosotros dos. ¿No crees que encaja perfectamente con sus personalidades, George?

Él asintió en señal de conformidad, mirando las carpetas del caso que había sobre la mesa, inclinando la cabeza para leer las descripciones del contenido abreviadas de las cubiertas.

– Pensaba que estabas retirado-le dijo a Gurney.

– Sí. Es solo un breve trabajo de asesoría.

– Una invitación a una decapitación-dijo Madeleine.

– ¿Qué clase de trabajo de asesoría?-preguntó Peggy con interés real.

– Me han pedido que revise las pruebas de un caso de asesinato y sugiera alternativas para la investigación, si parecen justificadas.

– Suena fascinante-dijo Peggy-. ¿Es un caso que ha salido en las noticias?

Vaciló un momento antes de responder.

– Sí, hace unos meses. Los periódicos sensacionalistas se refirieron a él como el caso de la novia masacrada.

– ¡No! Vaya, ¡es increíble! ¿Estás investigando ese asesinato horrible? La mujer joven que fue asesinada con su vestido de boda. ¿Qué pasó exactamente…?

Madeleine intervino, con un volumen demasiado alto dada la proximidad de sus invitados.

– ¿Qué puedo traeros de beber?

Peggy no apartó la mirada de Gurney.

Madeleine continuó, en voz alta y alegre.

– Tenemos un pinot gris de California, un Barolo italiano y un Finger Lakes no se cuántos con un nombre bonito.

– Barolo para mí-dijo George.

– Quiero oír los detalles de este asesinato-declaró Peggy, que añadió, como si fuera una ocurrencia de última hora-: cualquier vino está bien. Menos el del nombre bonito.

– Yo tomaré Barolo, como George-dijo Gurney.

– ¿Puedes despejar la mesa ahora?-preguntó Madeleine.

– Por supuesto-dijo Gurney. Se volvió y empezó a juntar las muchas pilas de papeles en unas pocas-. Debería haberlo hecho esta mañana antes de mis reuniones en Tambury. Ya no puedo recordar nada.

Madeleine sonrió amenazadoramente, cogió un par de botellas de la despensa y se dispuso a extraer los corchos.

– ¿Entonces…?-dijo Peggy, todavía mirando a Gurney con expectación.

– ¿Cuánto recuerdas de las noticias?-preguntó.

– Una mujer exuberante asesinada con un hacha por un jardinero mexicano loco unos diez minutos después de casarse nada menos que con Scott Ashton.

– O sea, que sabes quién es.

– ¿Saber quién es? Dios, todo el mundo… Espera, deja que lleve eso. En el mundo de las ciencias sociales todos conocen a Scott Ashton, o al menos su reputación, sus libros, sus artículos de periódico. Es el terapeuta más puesto en temas relacionados con los abusos sexuales.

– ¿El más apuesto?-bromeó Madeleine, acercándose con dos copas de vino tinto.

George se carcajeó, un extraño sonido de su cuerpo, que era como un palillo.

Peggy hizo una mueca.

– No he elegido bien las palabras. Debería haber dicho el más famoso. Muchas terapias de vanguardia. Estoy seguro de que Dave puede contarnos un montón de cosas más. -Aceptó la copa que Madeleine le ofreció, dio un sorbito y sonrió-. Buenísimo, gracias.

– Así que mañana es el gran día, ¿eh?-dijo Madeleine.

Peggy pestañeó, confundida por el cambio de tema.

– El gran día-repitió George.

– Un hijo no se va a Harvard todos los días ¿verdad?-dijo Madeleine-. ¿Y no nos has dicho que iba a especializarse en biología?

– Ese es el plan-dijo George, siempre un científico cauto. Ninguno de los dos mostró mucho interés por el tema, quizá porque era el tercero de sus hijos en seguir esa senda y todo lo que se podía decir ya se había dicho.

– ¿Todavía das clases?-Peggy dirigió la pregunta a Gurney.

– ¿Te refieres a la academia?

– Conferenciante invitado, ¿no?

– Sí, lo hago de vez en cuando. Un seminario especial sobre operaciones secretas.

– Da un curso sobre la mentira-dijo Madeleine.

Los Meeker rieron con incomodidad. George apuró su copa de Barolo.

– Enseño a los buenos cómo mentir a los malos para que los malos les digan a los buenos lo que necesitamos saber.

– Esa es una definición-comentó Madeleine.

– ¡Tendrás grandes historias que contar!-dijo Peggy.

– George-dijo Madeleine, colocándose entre Peggy y Gurney-, deja que te llene la copa. -Él se la pasó, y Madeleine retrocedió hacia la isleta de la cocina-. Tiene que ser agradable que tus hijos sigan tus pasos.

– Bueno…, no enteramente mis pasos. Biología, sí, en un sentido general, pero hasta el momento ninguno de ellos ha manifestado el menor interés por la entomología, y mucho menos por mi propia especialidad de aracnología. Por el contrario…

– Eh, si no recuerdo mal-lo interrumpió Peggy-, ¿vosotros tenéis un hijo?

– David tiene un hijo-dijo Madeleine, volviendo a la isleta y sirviéndose un pinot grigio.

– Ah, sí. Tengo el nombre en la punta de la lengua, algo con L…, ¿o era con K?

– Kyle-dijo Gurney, como si fuera una palabra que rara vez pronunciaba.