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– Está en Wall Street, ¿no?

– Estaba en Wall Street; ahora está en la Facultad de Derecho.

– ¿Una víctima del estallido de la burbuja?-preguntó George.

– Más o menos.

– Un desastre clásico-entonó George desde la atalaya del intelectual-. Un castillo de naipes. Hipotecas de un millón de dólares repartidas como caramelos a niños de tres años. Millonarios y peces gordos saltando desde las torres de las altas finanzas. Grandes banqueros que cavan sus propias tumbas. Lo único malo es que nuestro Gobierno en su infinita sabiduría decidió resucitar a los cabrones idiotas, devolverles la vida con el dinero de nuestros impuestos. Debería haber dejado que la escoria de la Tierra de los directores generales se pudriera en el Infierno.

– ¡Bravo, George!-dijo Madeleine levantando la copa.

Peggy lo fulminó con una mirada gélida.

– Estoy segura de que no incluye a tu hijo entre los malvados.

Madeleine sonrió a George.

– ¿Estabas diciendo algo sobre las carreras de tus hijos en el campo de la biología?

– Ah, sí. Bueno, en realidad no. Estaba a punto de decir que el mayor no solo no está interesado en la aracnología, sino que afirma que sufre aracnofobia-dijo como si fuera el equivalente a la fobia a la tarta de manzanas-. Y eso no es todo, ni siquiera…

– Por el amor de Dios, no pongas a George a hablar de arañas-intervino Peggy, interrumpiéndolo por segunda vez-. Me doy cuenta de que son las criaturas más fascinantes de la Tierra, con beneficios sin fin, y etcétera, etcétera, pero ahora mismo preferiría oír algo más del caso de asesinato de Dave que de la araña peruana.

– Yo votaría por la araña peruana. Pero supongo que puede esperar-dijo Madeleine, que tomó un largo trago de vino-. ¿Por qué no os sentáis todos junto a la chimenea y acabáis el tema de las decapitaciones mientras doy los últimos toques a la cena? Solo serán unos minutos.

– ¿Puedo ayudar?-preguntó Peggy. Parecía que estaba tratando de sopesar el tono de Madeleine.

– No, todo está listo. Gracias de todos modos.

– ¿Estás segura?

– Sí.

Después de otra mirada inquisitiva, se retiró con los dos hombres hacia las tres sillas acolchadas del otro extremo de la sala.

– Muy bien-le dijo a Gurney en cuanto se acomodaron-, cuéntanos la historia.

Cuando Madeleine los llamó a la mesa para cenar, eran casi las seis y Gurney había relatado una historia razonablemente completa del caso hasta la fecha, incluidos sus giros y cabos sueltos. Su narración había sido dramática sin ser sangrienta; había insinuado posibles enredos sexuales sin asegurar que eran la esencia del caso, y había sido tan coherente como le permitían los hechos. Los Meeker habían escuchado con atención y sin decir nada.

Ya en la mesa-a medio camino de la ensalada de espinacas, nueces y queso Stilton-empezaron a llegar los comentarios y las preguntas, sobre todo por parte de Peggy.

– Así que si Flores fuera homosexual, el motivo de matar a la novia serían los celos. Pero el método suena psicótico. ¿Es creíble que uno de los psiquiatras más destacados del mundo no se haya fijado en que el hombre que vivía en su propiedad era un loco de remate capaz de cortarle la cabeza a alguien?

– Y si Flores no era homosexual-dijo Gurney-, ese motivo desaparecería, pero todavía tendríamos que tratar con la parte del «loco de remate» y el problema de que Ashton no se diera cuenta de ello.

Peggy se inclinó hacia delante en su silla, haciendo un gesto con el tenedor.

– Por supuesto, que no fuera homosexual encaja con que estuviera teniendo una aventura con la mujer de Muller, y que huyeran juntos, pero deja el hecho de que estuviera «loco de remate» como única explicación del asesinato de la novia.

– Además-dijo Gurney-, tenemos a Scott Ashton y a Kiki Muller sin darse cuenta de que Flores está chiflado. Y hay otro problema: ¿qué mujer iba a huir voluntariamente con un hombre que acaba de cortarle la cabeza a otra mujer?

Peggy se estremeció al pensarlo.

– No me lo imagino.

Madeleine habló con un suspiro de aburrimiento.

– No pareció molestarles a las mujeres de Enrique VIII.

Hubo un silencio momentáneo, roto por otro suspiro de George.

– Supongo que podría haber una diferencia-aventuró Peggy-entre el rey de Inglaterra y un jardinero mexicano.

Madeleine estudió una de las nueces de su ensalada y no contestó.

George intervino en la pausa de la conversación.

– ¿Qué hay del tipo con los trenes eléctricos, el Adeste fideles y demás? Supongamos que los mató a todos.

Peggy puso mala cara.

– ¿De qué estás hablando, George? ¿Quiénes son todos?

– Es una posibilidad, ¿no? Supongamos que su mujer es un poco zorra y se acostaba con el mexicano. Y quizá la novia era un poco zorra y también se había acostado con el mexicano. Quizás el señor Muller decidió matarlos a todos, deshacerse de la basura: dos zorras y su Romeo barato.

– ¡Dios mío, George!-gritó Peggy-. Parece como si te resultara bien lo que les ocurrió a las víctimas.

– Todas las víctimas no son necesariamente inocentes.

– George…

– ¿Por qué dejó el machete en el bosque?-intervino Madeleine.

Después de una pausa durante la cual todos la miraron, Gurney preguntó:

– ¿Es la pista lo que te preocupa? La senda de olor que va hasta un punto y luego se detiene.

– Me molesta que dejaran el machete en el bosque sin razón aparente. No tiene sentido.

– En realidad-dijo Gurney-, es una gran cuestión. Examinémosla más de cerca.

– Mejor que no. -La voz de Madeleine era controlada, pero iba subiendo de volumen-. Siento haberlo mencionado. De hecho, toda esta discusión me está revolviendo el estómago. ¿Podemos hablar de otra cosa?-Se hizo un silencio en torno a la mesa-. George, háblanos de tu araña favorita. Apuesto a que tienes una favorita.

– Oh…, no podría decirlo. -Parecía un poco desorientado, ausente.

– Vamos, George.

– Ya has oído que me han advertido de que no toque ese tema.

Peggy miró a Madeleine con nerviosismo.

– Adelante, George. No pasa nada.

Ahora todos lo estaban mirando. La atención parecía complacerle. Era fácil imaginar al hombre detrás de un atriclass="underline" el profesor Meeker, respetado entomólogo, fuente de sabiduría y anécdotas pertinentes.

«Ten cuidado, Gurney, cualquier juicio de él puede aplicarse a ti. ¿Qué estás haciendo en la Academia de Policía, si no?»

George levantó la barbilla con orgullo.

– Las saltarinas-dijo.

Los ojos de Madeleine se ensancharon.

– ¿Arañas que saltan?

– Sí.

– ¿De verdad saltan?

– Sí, de verdad. Pueden saltar cincuenta veces la longitud de su cuerpo. Es como si un hombre de un metro ochenta saltara la longitud de un campo de fútbol y lo sorprendente es que prácticamente no tienen músculos en las piernas. Así que, podríais preguntar, ¿cómo logran hacer un salto tan prodigioso? ¡Con bombas hidráulicas! Las válvulas de sus patas sueltan chorros de sangre a presión, haciendo que las patas se extiendan y las propulsen en el aire. Imaginad un depredador letal que cae sin previo aviso sobre su presa. No hay esperanza de huida. -Los ojos de Meeker destellaron. De manera no muy distinta a la de un padre orgulloso.

La idea del padre intranquilizó a Gurney.

– Y luego, por supuesto-continuó Meeker con excitación-, está la viuda negra, una máquina de matar verdaderamente elegante. Una criatura letal para adversarios mil veces más grandes que ella.

– Una criatura-dijo Peggy, cobrando vida-que encaja con la definición de perfección de Scott Ashton.

Madeleine le dedicó una mirada de asombro.

– Me estoy refiriendo al infame libro de Scott Ashton que trata de la empatía (la preocupación por el bienestar y los sentimientos de los demás) como un defecto, como una imperfección en el sistema de límites humano. La viuda negra, con su repugnante costumbre de matar y comerse a su compañero después del apareamiento, sería probablemente su idea de perfección. La perfección del sociópata.