– Eso está muy bien, Jack, pero yo no soy detective privado.
– Por el amor de Dios, Davey, solo habla con ella. Eso es todo lo que te estoy pidiendo que hagas. Solo has de hablar con ella. Está sola, es vulnerable, preciosa, con mucho dinero para quemar. Y en el fondo, Davey, en el fondo hay algo salvaje en esa mujer. Te lo garantizo. ¡Que me parta un rayo si no es verdad!
– Jack, lo último que necesito ahora…
– Sí, sí, sí, estás felizmente casado, enamorado de tu esposa, bla, bla, bla. Muy bien. Perfecto. Y tal vez no te preocupa la posibilidad de desenmascarar a Rod Rodriguez de una vez por todas como el capullo redomado que es en realidad. Muy bien. Pero este caso es complejo. -Dio a la palabra una profundidad de significado, haciendo que sonara como la más preciada de todas las características-. Tiene capas y capas, Davey. Es una puta cebolla.
– ¿Y?
– Y tú eres un pelador de cebollas nato. El mejor que ha habido nunca.
3
Cuando finalmente reparó en Madeleine, Dave no estaba seguro de cuánto tiempo llevaba ella de pie junto a la puerta del estudio, ni siquiera de cuánto tiempo había estado él junto a la ventana, mirando al prado que ascendía hacia la cumbre boscosa por la parte posterior de la casa. No podría haber descrito el patrón de prados de solidago brillante, hierba marrón y ásteres silvestres azules a los cuales parecía estar mirando ni aunque le hubiera ido la vida en ello. Sin embargo, podría haber repetido su conversación telefónica con Hardwick casi palabra por palabra.
– ¿Y?-dijo Madeleine.
– ¿Y?-repitió él, haciendo como si no hubiera entendido muy bien la pregunta.
Ella sonrió con impaciencia.
– Era Jack Hardwick.
Gurney estaba a punto de preguntarle a su mujer si recordaba a Jack Hardwick, investigador jefe en el caso Mellery, pero al ver la expresión de su mirada no necesitó preguntar. Era la expresión que adoptaba cada vez que surgía un nombre relacionado con esa terrible cadena de asesinatos.
Ella lo miró, esperando, sin pestañear.
– Quiere que le aconseje.
Madeleine siguió esperando.
– Quiere que hable con la madre de una chica a la que mataron. El día de su boda. -Estaba a punto de decir cómo la asesinaron, de describir los peculiares detalles, pero comprendió que sería un error.
Madeleine asintió de manera casi imperceptible.
– ¿Estás bien?-preguntó él.
– Me estaba preguntando cuánto tardarías.
– ¿Cuánto…?
– En encontrar otra… situación que requiriera tu atención.
– Lo único que voy a hacer es hablar con ella.
– Exacto. Y luego, después de una larga y agradable charla, concluirás que no hay nada especialmente interesante en que maten a una mujer en el día de su boda, bostezarás y te irás. ¿Es así como lo ves?
La voz de Gurney se tensó como en un acto reflejo:
– Todavía no sé lo suficiente para verlo de ninguna manera en particular.
Madeleine le ofreció su clásica sonrisa de escepticismo.
– He de irme-dijo. Luego, al parecer reparando en la pregunta que aparecía reflejada en la mirada de su marido, añadió-: A la clínica, ¿recuerdas? Te veré esta noche. -Y se marchó.
Al principio, Dave solo se quedó mirando el umbral vacío. Luego pensó que debería ir tras ella, empezó a hacerlo, llegó hasta la mitad de la cocina, se detuvo y se preguntó qué iba a decirle, no tenía ni idea; pensó que debería ir tras ella de todos modos y salió al jardín por la puerta lateral. Sin embargo, cuando llegó a la parte delantera de la casa, el coche de Madeleine ya estaba en la mitad del bacheado sendero que dividía el prado en dos. Se preguntó si su mujer lo había visto por el espejo retrovisor y si cambiaba algo el hecho de que hubiera ido tras ella.
Los últimos meses había imaginado que las cosas estaban yendo muy bien. La emoción descarnada al final de la pesadilla del caso Mellery los había llevado a una paz imperfecta. Ambos se habían deslizado con suavidad, de una manera gradual y casi inconsciente, hacia patrones de conducta cariñosos, o al menos tolerantes, que semejaban órbitas elípticas separadas. Mientras él daba sus conferencias ocasionales en la Academia de Policía estatal, Madeleine había aceptado un puesto a tiempo parcial en la clínica de salud mental de la localidad, donde se ocupaba de realizar las evaluaciones de ingreso. Era una función para la cual estaba mucho más que cualificada, gracias a su título de trabajadora social clínica y su experiencia, pero parecía proporcionar un sentido de equilibrio a su matrimonio, un alivio de la presión de las expectativas poco realistas que tenían el uno del otro. ¿O eran meras ilusiones?
Ilusiones. El calmante universal.
Gurney se quedó de pie en la hierba mustia, observando el coche de su mujer, que desaparecía por detrás del granero hacia la carretera. Tenía los pies fríos. Bajó la mirada y descubrió que había salido en calcetines y que estos ya estaban absorbiendo el rocío de la mañana. Al volverse para entrar otra vez en la casa, un movimiento junto al granero captó su atención.
Un coyote solitario había salido de entre los árboles y estaba trotando por el calvero, entre el granero y el estanque. A mitad de camino, el animal se detuvo, volvió la cabeza hacia Gurney y lo estudió durante diez largos segundos. Era una mirada inteligente, pensó él. Una expresión de cálculo puro y objetivo.
4
– ¿ Cuál es el objetivo común en todas las misiones secretas? La pregunta de Gurney fue recibida con diversas expresiones de interés y confusión en las treinta y nueve caras del aula de la academia. La mayoría de los profesores invitados empezaban sus conferencias presentándose y mostrando los elementos más destacados de su currículo. Luego exponían con brevedad los temas que iban a tratar, el contenido, los objetivos, bla, bla, bla: una visión general a la cual nadie prestaba mucha atención. Gurney prefería ir directo al grano, sobre todo tratándose de un grupo de alumnos como ese, formado por agentes experimentados. Y de todos modos, ellos ya sabían quién era. Tenía una gran reputación en los círculos de los distintos cuerpos policiales. Profesionalmente, su reputación era insuperable, y desde su retiro del Departamento de Policía de Nueva York dos años antes, no había hecho sino mejorar; si el hecho de que lo trataran cada vez con más respeto reverencial, envidia y resentimiento podía considerarse «mejor». Desde un punto de vista personal, habría preferido no tener ninguna reputación, ninguna imagen con la cual estar a la altura o que desmerecer.
– Piensen en ello-dijo con calmada intensidad, estableciendo contacto visual con el máximo número posible de personas de la sala-. ¿Qué es lo que hay que lograr cuando se trabaja infiltrado? Es una pregunta importante. Me gustaría recibir una respuesta de cada uno de ustedes.
Se levantó una mano en la primera fila. El rostro, sobre un enorme cuerpo de jugador de fútbol americano, era joven y de aspecto desconcertado.
– ¿El objetivo no sería diferente en cada caso?
– La situación sería diferente-dijo Gurney, asintiendo en señal de acuerdo-. Las personas serían diferentes. Los riesgos y las recompensas serían diferentes. La profundidad y la duración de su inmersión en el entorno serían diferentes. El personaje que proyecte, la historia de su tapadera, podría ser muy diferente. La naturaleza de la información o de las pruebas que hay que adquirir variarán de caso en caso. Hay sin duda infinidad de diferencias. Pero…-hizo una pausa, estableciendo de nuevo el máximo contacto visual antes de continuar con creciente énfasis-hay un objetivo común en cada misión. Es su objetivo principal como agente camuflado. Alcanzar cualquier otro objetivo en una operación depende del éxito respecto a este objetivo principal. Su vida depende de ello. Díganme qué creen que es.