A la hora en que salió de la autopista del condado y estaba siguiendo el camino de tierra que zigzagueaba desde el valle del río hacia las colinas, sus pensamientos lo habían dejado exhausto. Había un CD que sobresalía del reproductor del salpicadero. Lo metió, buscando distracción. La voz que emergió de los altavoces, acompañada por unos acordes lúgubres en una guitarra acústica, tenía el ritmo del sonsonete lastimero de Leonard Cohen en su estado más lúgubre. El intérprete era un folkie de mediana edad con el improbable nombre de Leighton Lake, a quien él y Madeleine habían ido a ver a una sala de conciertos local para la cual ella había comprado una suscripción anual. Durante el descanso, ella había adquirido uno de los CD de Lake. De todas las canciones que contenía, Gurney descubrió que la que estaba escuchando en ese momento, Al final de mi tiempo, era, de lejos, la más deprimente.
Hubo una vez
que tenía todo el tiempo
del mundo. Qué tiempo
pasé entonces, cuando tenía
todo el tiempo del mundo.
Mentía a mis amantes,
perseguía a todas las demás.
Dejé atrás a todas mis amantes,
cuando tenía
todo el tiempo del mundo.
Cogía lo que quería.
Nunca lo pensaba dos veces.
Tenía una vida de tiempo
cuando tenía
todo el tiempo del mundo.
Mentía a mis amantes,
perseguía a todas las demás.
Dejé atrás a todas mis amantes,
cuando tenía
todo el tiempo del mundo.
No queda nadie a quien mentir,
nadie a quien dejar,
en este momento de mi vida,
al final de mi tiempo
en este mundo.
Mentía a mis amantes,
perseguía a todas las demás.
Dejé atrás a todas mis amantes,
cuando tenía
todo el tiempo del mundo.
Cuando tenía
todo el tiempo del mundo.
Todo el tiempo del mundo.
Mientras Lake canturreaba el estribillo sensiblero, Gurney estaba pasando entre su granero y el estanque, con la vieja casa ya visible detrás de las plantas de solidago, en lo alto del prado. Al pulsar el botón para apagar el reproductor, lamentando no haberlo hecho antes, sonó su teléfono móvil.
El identificador de llamada decía «Galería Reynolds».
«Dios mío. ¿Qué demonios querrá?»
– Gurney. -Su voz era profesional, con un ápice de sospecha.
– ¡Dave! Soy Sonya Reynolds. -Su voz, como de costumbre, irradiaba un nivel de magnetismo animal que podría haberle costado la lapidación en algunos países-. Tengo fabulosas noticias para ti-susurró-. Y no me refiero a nada un poco fabuloso. ¡Me refiero a fabuloso para cambiar tu vida para siempre! Hemos de vernos lo antes posible.
– Hola, Sonya.
– ¿Hola? Te llamo para darte el mayor regalo que te van a dar nunca y es lo único que sabes decir.
– Me alegro de oírte. ¿De qué estamos hablando?
Su respuesta fue una sonora risa musical, un sonido tan inquietantemente sensual como todo lo demás en ella.
– Oh, ¡ese es mi Dave! El detective Dave con penetrantes ojos azules. Dudando de todo. Como si yo fuera…, ¿cómo lo llamáis?, ¿un sospechoso, como en la tele? Como si yo fuera un sospechoso, así llamáis al malo, ¿eh? Como si yo fuera un sospechoso que te vende la moto. -Tenía un ligero acento que le recordaba el universo alternativo que había descubierto en películas francesas e italianas en sus años de estudiante.
– ¿Qué moto? De momento no me has vendido nada.
Otra vez la risa, que le recordó sus luminosos ojos verdes.
– Y no voy a hacerlo a menos que te vea. Mañana. Tendrá que ser mañana. Pero no has de venir a Ithaca. Puedo ir yo. A desayunar, a comer, a cenar, mañana, cuando quieras. Tú dime la hora y elegiremos el sitio. Te garantizo que no lo lamentarás.
25
Todavía no tenía un nombre definitivo para la experiencia. «Sueño» no reflejaba su poder. Es cierto que la primera vez que ocurrió estaba a punto de quedarse dormido, con los sentidos desconectados de todas las feas realidades de un mundo desagradable, con el ojo de su mente libre para ver lo que fuera, pero ahí terminaba el parecido con un sueño común.
«Visión» era una palabra más grande, mejor, pero tampoco lograba transmitir ni una fracción del impacto.
«Guiding Light» [2] capturaba cierta faceta de ello, un aspecto importante, pero la asociación con una serie de televisión contaminaba irremisiblemente el significado.
¿Una meditación guiada, pues? No. Eso sonaba trillado y poco excitante: todo lo contrario de la experiencia real.
¿Una fábula vital?
Ah, sí. Eso se acercaba. Era, al fin y al cabo, la historia de su salvación, el nuevo patrón del propósito de su vida. La alegoría fundamental de su cruzada.
Su inspiración.
Lo único que tenía que hacer era apagar las luces, cerrar los ojos, dejarse llevar por el potencial infinito de la oscuridad.
Y convocar a la bailarina.
En el abrazo de la experiencia, la fábula vital, él sabía quién era, mucho más claramente que cuando sus ojos y su corazón se distraían por la basura brillante y las zorras viscosas del mundo, por el ruido, por la seducción y la inmundicia.
En el abrazo de la experiencia, en su absoluta claridad y pureza, sabía con exactitud quién era. Aunque ahora fuera técnicamente un fugitivo, ese hecho-como su nombre en el mundo, el nombre por el cual la gente común lo conocía-era secundario respecto a su verdadera identidad.
Su verdadera identidad era Juan el Bautista.
Solo de pensarlo se le ponía carne de gallina.
Él era Juan el Bautista.
Y la bailarina era Salomé.
Desde la primera vez que la había experimentado, la historia había sido toda suya, suya para vivirla y cambiarla. No tenía que terminar de la manera estúpida en la que concluía en la Biblia. Ni hablar. En eso radicaba la belleza. Y la emoción.
SEGUNDA PARTE
26
– Después de cargarme al estúpido hijo de puta, veo que solo lleva un zapato. Pienso, ¿qué coño? Me fijo y resulta que no lleva calcetín en el pie que tiene calzado. En la suela del zapato, veo esa M pequeña inclinada, el logo de Marconi, así que es un zapato de dos mil dólares. En el otro pie, el que no tiene zapato, sí que lleva calcetín. De cachemira. Pienso, ¿quién coño hace eso? ¿Quién coño se pone un calcetín de cachemira y un zapato de dos mil dólares, en pies diferentes? Os diré quién lo hace: un cabrón colgado con mucha pasta, un borracho forrado.
De esta manera abrió Gurney su presentación de esa mañana. La idea de ir al grano llevada al extremo. Y funcionó. Había captado la atención de todos los presentes en la gris sala de conferencias con paredes de hormigón de la Academia de Policía.
– El otro día hablamos de la falacia del eureka, la tendencia de la gente a confiar más en cosas que han descubierto que en cosas que le cuenta otra persona. Tendemos a creer que la verdad oculta es la verdad real. Cuando trabajamos infiltrados, podemos aprovecharnos de esa tendencia al dejar que el objetivo descubra las cosas que más queremos que crea. No es una técnica fácil, pero es muy poderosa. Hoy veremos otro factor que genera credibilidad, otra forma de hacer que nuestra mentira suene sincera: capas de detalles inusuales, asombrosos e incongruentes.