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– Estoy de acuerdo.

– ¿No habría que notificarlo a los departamentos de Policía locales?

– No es tan sencillo. Las chicas de las que Savannah está hablando eran como Jillian, presumiblemente de su edad, así que ahora tienen, por lo menos, diecinueve años; son todas, según la ley, adultas. Si sus familiares u otra personas que las ven regularmente no han denunciado de un modo oficial su desaparición, no hay mucho que la Policía pueda hacer. No obstante…

Sacó su teléfono móvil e introdujo el número de Scott Ashton. Sonó cuatro veces y ya iba a saltar el contestador cuando este lo cogió y respondió, después, aparentemente, de leer el visor del identificador de llamada.

– Buenas tardes, detective Gurney.

– Doctor Ashton, siento molestarle, pero ha surgido algo.

– ¿Progreso?

– No sé cómo llamarlo, pero es importante. Entiendo la política de confidencialidad de Mapleshade, que me ha explicado, pero tenemos aquí una situación que requiere una excepción, acceso a registros del pasado.

– Pensaba que había sido claro al respecto. Una política con excepciones no es política. En Mapleshade la confidencialidad lo es todo. No hay excepciones. Ninguna.

Gurney sintió que le subía la adrenalina.

– ¿Tiene algún interés en saber cuál es el problema?

– Cuénteme.

– Suponga que tenemos razones para creer que Jillian no fue la única víctima.

– ¿De qué está hablando?

– Supongamos que tenemos razones para creer que Jillian fue solo una de las graduadas de Mapleshade que fueron objetivo de Héctor Flores.

– No logro ver…

– Hay pruebas circunstanciales que sugieren que algunas de las graduadas que eran amigas de Héctor Flores no están localizables. Dadas las circunstancias, deberíamos averiguar cuántas compañeras de clase de Jillian están localizables en este momento y cuántas no.

– Dios, ¿se da cuenta de lo que está diciendo? ¿De dónde salen esas pruebas circunstanciales?

– La fuente no es la cuestión.

– Por supuesto que es la cuestión. Es una cuestión de credibilidad.

– También podría ser una cuestión de salvar vidas. Piense en ello.

– Lo haré.

– Le sugiero que lo haga ahora mismo.

– No me impresiona su tono, detective.

– ¿Cree que el problema es mi tono? Piense en esto: en la posibilidad de que algunas de sus graduadas podrían morir por su preciosa política de confidencialidad. Piense en explicarle eso a la Policía. Y a los medios. Y a los padres. Cuando lo haya pensado, vuelva a llamarme. Ahora tengo otras llamadas que hacer.

– Colgó y respiró hondo.

Madeleine estudió su rostro, sonrió de manera sesgada y dijo:

– Bueno, eso es un enfoque.

– ¿Tienes otro?

– En realidad, me gusta el tuyo. ¿Recaliento la cena?

– Claro. -Respiró hondo otra vez, como si la adrenalina pudiera exhalarse-. Savannah me dio los nombres y los números de teléfono de las familias de las chicas (las mujeres, debería decir) que ella asegura que han desaparecido. ¿Crees que debería llamar?

– ¿Es ese tu trabajo?-Recogió los platos de la pasta y los llevó al microondas.

– Bien pensado-concedió al sentarse a la mesa.

Algo en la actitud de Ashton lo había sacado de quicio y lo llevaba a responder de manera impulsiva. Sin embargo, cuando se obligó a pensar en ello con calma, comprendió que investigar el problema de las graduadas desaparecidas de Mapleshade era asunto de la Policía. Había ciertos requisitos para dar a alguien el estatus de «persona desaparecida», y para intentar averiguar con las bases de datos estatales y nacionales cuándo la habían visto por última vez. Más importante, había una cuestión de recursos humanos. Si, de hecho, resultaba que el caso implicaba a múltiples personas desaparecidas bajo la sospecha de secuestro o algo peor, un solo investigador no era la respuesta. La reunión del día siguiente con el fiscal del distrito y la prometida representación del DIC proporcionaría un foro ideal para discutir la llamada de Savannah y para trasladar la cuestión.

Entre tanto, no obstante, podría ser interesante hablar con Allessandro.

Gurney cogió el portátil del estudio y lo colocó donde había estado su plato.

Una búsqueda en las páginas blancas de Internet para Nueva York proporcionó treinta y dos individuos con ese apellido. Por supuesto, era más probable que Allessandro fuera un nombre profesional elegido para proyectar cierta imagen. No obstante, no había listados de negocio en los que apareciera el nombre de Allessandro en cualquiera de las categorías en que podría estar relacionado con el anuncio del Times: fotografía, publicidad, marketing, gráfico, diseño, moda.

Parecía extraño que un fotógrafo comercial fuera tan esquivo; a menos que tuviera tanto éxito que la gente que importaba ya supiera cómo contactar con él y su invisibilidad para las masas formara parte de ese atractivo, como un nightclub de moda sin cartel en la puerta.

Se le ocurrió que si Ashton había adquirido la foto de Jillian directamente de Allessandro, tendría el número de teléfono del hombre, pero no era el mejor momento para pedirlo. Cabía la posibilidad de que Val Perry supiera algo al respecto, podría incluso conocer el nombre completo de Allessandro. En cualquiera de los casos, el día siguiente sería el momento adecuado para investigarlo. Y, muy importante, necesitaba mantener la mente abierta. El hecho de que dos antiguas estudiantes de Mapleshade con las que la asistente de Ashton había tenido problemas para contactar hubieran posado para el mismo fotógrafo de moda que Jillian podría ser una coincidencia sin sentido, aunque a las dos les gustara Héctor. Gurney cerró el portátil y lo dejó en el suelo, junto a su silla.

Madeleine volvió a la mesa, con los platos de pasta y los langostinos humeando de nuevo, y se sentó frente a él.

Dave cogió el tenedor y lo volvió a dejar. Miró por las puertas cristaleras, pero la noche ya había caído y los paneles de cristal, en lugar de proporcionar una visión del patio y el jardín, solo ofrecían un reflejo de los dos a la mesa. Su atención se fijó en las líneas severas de su propio rostro, en la expresión seria de su boca, un recordatorio de su padre.

Madeleine lo estaba observando.

– ¿En qué estás pensando?

– En nada. No lo sé. En mi padre, supongo.

– ¿En qué?

Pestañeó y la miró.

– ¿Alguna vez te he contado la historia del conejo?

– Me parece que no.

Dave se aclaró la garganta.

– Cuando era pequeño (cinco, seis, siete años), le pedí a mi padre que me contara historias de las cosas que él hacía cuando era pequeño. Sabía que había crecido en Irlanda y tenía una idea de cómo era aquel país por un calendario que conseguimos de un vecino que fue allí de vacaciones: todo muy verde, rocoso, un poco salvaje. Para mí era un lugar extraño y maravilloso; fabuloso, supongo, porque no se parecía en nada al sitio donde vivíamos en el Bronx.

El desagrado de Gurney por el barrio de su infancia, o quizá por su infancia en sí, se reflejó en su rostro.

– Mi padre no hablaba mucho, al menos con mi madre y conmigo, y conseguir que contara algo de cómo creció era casi imposible. Por fin, un día, quizá para que dejara de molestarle, me contó esta historia. Dijo que había un campo detrás de la casa de su padre (así la llamaba, la casa de su padre, una extraña forma de expresarlo, porque él también vivía allí), un gran campo de hierba con un murete de piedra que lo separaba de otro campo aún más grande con un arroyo que lo atravesaba y una colina en la distancia. La casa era una cabaña beis con un techo de paja oscuro. Había patos y narcisos. Cada noche me acostaba imaginándolo (los patos, los narcisos, el campo, la colina), deseando estar allí, decidido a ir algún día. -Su expresión era una mezcla de amargura y añoranza.