El octavo y último mensaje de voz, recibido a las 20.35, era de Sonya: «Mierda, David, ¿estás vivo?».
Miró otra vez el reloj: 20.58.
Escuchó el último mensaje otra vez, y luego otra, en busca de una segunda intención en la pregunta de Sonya. No parecía haber ninguna, más allá de la exasperación de alguien a quien no le contestan las llamadas. Empezó a llamarla, pero entonces recordó que tenía un mensaje de texto y decidió leerlo antes.
Era corto, anónimo, ambiguo: «Cuántas pasiones, cuántos secretos, cuántas fotografías maravillosas».
Se sentó y lo miró. Al pensarlo otra vez, y pese a que dejaba mucho lugar a la imaginación, no le pareció ambiguo en absoluto. De hecho, lo que dejaba a la imaginación estaba más que claro.
Podía sentir el contenido imaginado de aquellas fotos explotando en su vida como una bomba de fabricación casera.
44
Mantener el equilibrio, permanecer concentrado y someter los hechos a un análisis desapasionado, esos habían sido los pilares del éxito de Gurney como detective de Homicidios.
En ese momento le estaba costando horrores hacer cualquiera de esas cosas. En su mente se arremolinaban incógnitas, posibilidades terribles.
¿Quién demonios era ese Jykynstyl? ¿O debería preguntarse quién diablos era ese personaje que se hacía pasar por Jykynstyl? ¿Cuál era la naturaleza de la amenaza, su propósito? Cabían escasas dudas de que el escenario, fuera cual fuese, era criminal. La esperanza de que se hubiera emborrachado de manera inocua, de que solo hubiera tenido un apagón inducido por el alcohol y que el mensaje de texto tuviera un significado inofensivo parecía delirante. Necesitaba afrontar el hecho de que lo habían drogado y ponerse en lo peor, lo que implicaría una dosis masiva de Rohipnol en esa primera copa de vino blanco.
Rohipnol más alcohol. El cóctel que produce desinhibición y amnesia. El llamado «cóctel de la violación», que disuelve el criterio claro, los temores y los arrepentimientos, que desnuda la mente de inhibiciones morales y prácticas, que bloquea la intervención de la razón y la conciencia, que tiene el poder de reducirte a la suma de tus apetitos primarios. La combinación de drogas con el potencial de convertir los propios impulsos, por alocados que estos sean, en acciones, por dañinas que estas sean. El asqueroso elixir que prioriza los deseos del cerebro animal primitivo, sin tener en cuenta el coste en la persona completa, y que luego oculta la experiencia-que podría durar entre seis y doce horas-en una amnesia impenetrable. Era como si lo hubieran inventado para facilitar los desastres. La clase de desastres que Gurney estaba imaginando al sentarse en el coche, impotente y disperso, tratando de comprender hechos incongruentes.
Madeleine lo había convertido en partidario de las acciones pequeñas y simples, en poner un pie delante del otro, pero cuando nada tenía sentido y cada dirección albergaba una amenaza imprecisa, no resultaba fácil decidir dónde poner ese primer pie.
No obstante, se le ocurrió que quedándose en el coche, aparcado en esa manzana oscura, no iba a conseguir nada. Si se alejaba, aunque no hubiera decidido adónde ir, al menos podría ver si lo estaban vigilando o siguiendo. Antes de enredarse en razones para no hacerlo, arrancó el coche, esperó a que el semáforo de la esquina se pusiera verde, dejó que pasara una fila de tres taxis, encendió los faros, se incorporó deprisa al tráfico y llegó al cruce de Madison Avenue justo antes de que el semáforo se pusiera en rojo detrás de él. Siguió conduciendo, girando al azar en una serie de cruces hasta que estuvo seguro de que nadie lo estaba siguiendo, recorriendo Manhattan desde aproximadamente la Ochenta Este hacia la Sesenta Este.
Sin haber pensado en ir hasta allí, llegó a la calle en la que estaba la residencia de Jykynstyl. Pasó una vez, dio la vuelta a la manzana y volvió a pasar. No había luces en las ventanas de la gran casa de arenisca. Aparcó en el mismo lugar no autorizado que había ocupado nueve horas antes.
Estaba nervioso y no sabía qué iba a hacer a continuación, pero las decisiones que había tomado hasta el momento lo estaban calmando. Recordó que tenía un número de teléfono de Jykynstyl en su cartera, un número que Sonya le había dado por si se retrasaba por un atasco de tráfico. Marcó el número sin preocuparse de planear lo que iba a decir. Algo así como: «¡Menuda fiesta, Jay! ¿Tienes fotos?». O algo más al estilo de Hardwick como: «Eh, cabronazo, tú jódeme que te meteré una bala entre ceja y ceja». Al final no dijo ninguna de esas cosas, porque, cuando llamó al número que le había dado Sonya, una voz grabada anunció que estaba fuera de servicio.
Tuvo el impulso de ir a aporrear la puerta hasta que alguien saliera a abrir. Entonces recordó algo que Jykynstyl había dicho sobre estar siempre en movimiento, acerca de no permanecer nunca demasiado tiempo en el mismo lugar, y de repente supo que la casa estaba vacía: el hombre se había ido, así que golpear la puerta sería inútil.
Pensó que debería llamar a Madeleine, decirle que llegaría muy tarde. Pero ¿a qué hora iba a llegar? ¿Debería hablarle de la amnesia? ¿De que había despertado enfrente del John Francis? ¿De la amenaza de las fotos? ¿O todo eso solo la preocuparía sin motivo?
Quizá debería llamar antes a Sonya, ver si podía proyectar alguna luz sobre lo que estaba pasando. ¿Cuánto sabía ella en realidad sobre Jay Jykynstyl? ¿Había algo de realidad en la oferta de los cien mil dólares? ¿Todo había sido solo una trampa para llevarlo a la ciudad a un almuerzo privado? Para poder drogarlo y… ¿y qué?
Quizá debería ir a Urgencias para que le hicieran una prueba de drogas, descubrir antes de que las metabolizara qué clase de sustancias químicas había ingerido exactamente, sustituir sus sospechas por pruebas. Por otro lado, el registro de una prueba de toxicología provocaría preguntas y complicaciones. Se encontraba en la encrucijada de querer descubrir qué había ocurrido antes de dar ningún paso oficial para descubrirlo.
Cuando ya se estaba deslizando por el pozo de la indecisión, una furgoneta blanca grande se detuvo a menos de diez metros, justo delante de la casa de arenisca. El haz de los faros de un coche que pasó hizo que las letras verdes del lateral de la furgoneta resultaran legibles: WHITE STAR LIMPIEZA COMERCIAL.
Gurney oyó que se abría una puerta corredera en el otro extremo de la furgoneta y a continuación comentarios en español, antes de que la puerta volviera a cerrarse. La furgoneta arrancó y un hombre y una mujer con uniforme gris aparecieron en la semioscuridad, ante la puerta de la casa de arenisca. El hombre la abrió con una llave que llevaba sujeta al cinturón en un aro. Entraron en el edificio y, al cabo de un momento, se encendió una luz en el vestíbulo. Poco después se encendió otra luz en otra ventana de la planta baja. Y a intervalos de aproximadamente dos minutos fueron apareciendo luces en las ventanas de cada una de las cuatro plantas del edificio.
Gurney decidió colarse. Parecía un policía, sonaba como tal, y su tarjeta de miembro de una asociación de detectives retirados podía tomarse por credenciales activas.
Cuando llegó a la puerta vio que aún estaba abierta. Entró en el recibidor y escuchó. No oyó pisadas ni voces. Intentó abrir la puerta que conducía del recibidor al resto de la casa. Tampoco estaba cerrada con llave. La abrió y escuchó otra vez. No oyó nada salvo el susurro apagado de una aspiradora en una de las plantas superiores. Entró y cerró la puerta con suavidad tras de sí.
El personal de limpieza había encendido todas las luces, lo que daba al gran vestíbulo una apariencia más fría y desolada que la que Gurney recordaba. La claridad había disminuido la suntuosidad de la escalera de caoba que constituía la principal característica de la estancia. Los paneles de madera de las paredes también parecían de menor valor, como si la luz intensa hubiera eliminado su pátina de antigüedad.