En la pared del fondo había dos puertas. Recordó que una de ellas conducía al pequeño ascensor al cual lo había acompañado la hija de Jykynstyl; si de verdad era su hija, lo cual dudaba. La puerta de al lado estaba entornada, y la sala de detrás estaba tan brillantemente iluminada como el gran vestíbulo en el que se hallaba.
Parecía lo que los anuncios inmobiliarios denominaban una sala de ocio. Estaba dominada por una pantalla plana de vídeo con media docena de sillones dispuestos hacia ella en ángulos diversos. Había una zona de bar en un rincón y contra una pared lateral un aparador con un fila de copas de vino y cóctel y una pila de bandejas de cristal apropiadas para postres elegantes o rayas de cocaína. Miró en los cajones del aparador y vio que estaban todos vacíos. El mueble bar y una pequeña nevera estaban cerrados. Salió de la habitación con tanto sigilo como había entrado y se dirigió a la escalera.
La alfombra persa mitigó el ruido de sus pasos apresurados al subir los peldaños de dos en dos hasta el primer piso y luego al segundo. El sonido de la aspiradora era más fuerte allí e imaginó que en cualquier momento el equipo de limpieza podría bajar desde el piso de arriba, de manera que el tiempo de reconocimiento era limitado. Una entrada en arco conducía a un pasillo con cinco puertas. Supuso que la del fondo sería la del ascensor y las otras cuatro darían a habitaciones. Se acercó a la puerta más cercana y giró el pomo de la manera más silenciosa posible. Al hacerlo, oyó el ruido sordo del ascensor, que se detuvo pasillo abajo, seguido por el suave sonido de su puerta corredera.
Se metió con rapidez en una habitación oscura, que supuso que era un dormitorio, y cerró la puerta, con la esperanza de que quien había salido del ascensor, presumiblemente un miembro del equipo de limpieza, hubiera estado mirando en otra dirección.
Comprendió que se hallaba en una situación complicada: sin poder esconderse porque la habitación estaba demasiado oscura para que encontrara un lugar apropiado y sin poder encender la luz por temor a delatarse. Y si lo encontraban escondiéndose de manera penosa detrás de la puerta de un dormitorio, difícilmente podría escabullirse mostrando unas credenciales de detective retirado. ¿Qué demonios estaba haciendo allí, de todos modos? ¿Qué era lo que esperaba descubrir? ¿La cartera de Jykynstyl con una pista que le condujera a otra identidad? ¿Un mensaje de correo electrónico de una conspiración? ¿Las fotografías a las que se refería el SMS? ¿Algo que incriminara lo suficiente a Jykynstyl para neutralizar cualquier amenaza? Esas posibilidades eran material de películas de intriga inverosímiles. Así pues, ¿por qué se había puesto en esa posición ridícula, acechando en la oscuridad como un ladrón idiota?
La aspiradora cobró vida ruidosamente en el pasillo, al otro lado de la puerta; su sombra pasaba adelante y atrás por la rendija de luz que se colaba entre la puerta y la moqueta. Gurney retrocedió con cautela, pegado a la pared, a tientas. Oyó que se abría una puerta al otro lado del pasillo. Unos segundos después, el rugido de la aspiradora disminuyó, sugiriendo que la máquina y quien la llevaba habían entrado en la habitación de enfrente.
Las pupilas de Gurney estaban empezando a ajustarse a la oscuridad, una oscuridad que la rendija de luz que brillaba bajo la puerta diluía justo lo suficiente para que se distinguieran unas pocas formas grandes: los pies de una cama king-size, las orejas curvadas de un sillón estilo reina Ana, un armario oscuro apoyado en una pared de tono más claro.
Decidió intentarlo. Palpó la pared de detrás de él en busca de un interruptor y encontró un regulador. Lo giró hasta que estuvo aproximadamente en la zona de intensidad media, luego lo pulsó a su posición de encendido y, a continuación, a la de apagado. Contaba con que los empleados de limpieza estuvieran lo bastante ocupados para que les pasara inadvertido el resplandor de medio segundo de luz mortecina bajo la puerta.
Lo que vio en el breve momento de iluminación fue un espacioso dormitorio con los muebles cuyos contornos había discernido en la semioscuridad, además de dos sillas pequeñas, una cómoda baja con un elaborado espejo encima y un par de mesillas de noche con lámparas ornadas. No había nada inesperado o extraño, salvo su reacción. En el instante en que fue visible, la escena encendió en él la experiencia del déjà vu. Estaba seguro de que ya antes había visto exactamente todo lo que había aparecido en ese destello de luz.
La sensación visceral de familiaridad fue seguida al cabo de unos segundos por una pregunta escalofriante: ¿había estado en esa habitación antes ese mismo día? El escalofrío se convirtió en una especie de náusea. Tenía que haber estado ahí, en esa habitación. ¿Por qué si no había experimentado una sensación tan intensa al ver la cama, la posición de las sillas, el copete festoneado del armario?
Más importante, ¿hasta dónde podía haberlo llevado el poder desinhibidor del alcohol y el Rohipnol? ¿Cuánto de lo que uno creía, cuánto del verdadero sistema de valores de uno mismo, cuánto de lo que era precioso para uno, cuánto de todo ello podía barrer esa mezcla química? Nunca en toda su vida se había sentido tan vulnerable, tan ajeno a sí mismo-tan inseguro de quién era o de qué podría ser capaz de hacer-como en ese momento.
Después, de un modo gradual, la sensación vertiginosa de impotencia e incomprensión fue sustituida por corrientes sucesivas de miedo y rabia. De manera inusitada, adoptó la rabia. El acero de la rabia. La fuerza y la voluntad de la rabia.
Abrió la puerta y salió a la luz.
El zumbido de la aspiradora procedía de una habitación en la otra punta del pasillo. Gurney caminó rápidamente hacia el otro lado, de nuevo hacia la gran escalera. El recuerdo de la brevedad del trayecto en ascensor de ese mediodía le decía que el salón y el comedor estaban casi con certeza en el primer piso. Bajó por la escalera, con la esperanza de que algo en aquellas habitaciones pudiera proporcionar un hilo de recuerdo que él pudiera seguir.
Igual que en el segundo piso, un arco conducía desde el descansillo al resto del primer piso. Al pasar bajo el arco, se encontró en el salón victoriano donde había conocido a Jykynstyl. Como en otros lugares de la casa, los empleados de limpieza habían encendido todas las luces, con un efecto igual que desolador. Incluso las grandes plantas en macetas habían perdido su esplendor. Gurney atravesó el salón hacia el comedor. Platos, copas, cubiertos… Se lo habían llevado todo. Igual que el retrato de Holbein. O el falso Holbein.
Se dio cuenta de que no sabía nada a ciencia cierta de su visita de ese día. La hipótesis más plausible sería que todos los elementos eran falsos, sobre todo la extravagante oferta de compra de sus retratos de ficha policial. La idea de que todo era mentira, de que nunca hubo dinero sobre la mesa, de que nunca hubo una admiración de su perspicacia o talento, asestó un sorprendente mazazo a su ego, seguido por la desilusión sobre lo mucho que habían significado para él la oferta y los halagos que la habían acompañado.
Recordó que un terapeuta le había dicho en una ocasión que la única forma en que alguien puede juzgar el apego a algo es por el nivel de dolor que causa su pérdida. Ahora parecía claro que las potenciales recompensas de la fantasía de Jykynstyl habían sido tan importantes para él como… creer que no eran importantes en absoluto. Aquello le hizo sentirse doblemente idiota.
Miró a su alrededor en el comedor. Su visión extática de un barco en Puget Sound retornó con el gusto agrio de un vino regurgitado. Estudió la superficie recién pulida. Ni un atisbo de mancha de huella dactilar en ninguna parte. Volvió al salón. Había en el aire un olor tenue, complejo, en el que apenas había reparado al pasar por la habitación momentos antes. Esta vez trató de aislar sus elementos: alcohol, humo rancio, cenizas en la chimenea, cuero, suelo húmedo de las plantas, cera de muebles, madera vieja. Nada sorprendente. Nada fuera de lugar.