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La atención de Gurney pasó a la cabaña, a lo que había ocurrido el día del asesinato, el día de la boda. Desde donde estaba sentado podía ver la fachada delantera y un lateral, así como la parte del bosque por la que Flores tenía que haber pasado para dejar el machete en el lugar donde se encontró. En mayo las hojas estarían saliendo, igual que ahora estaban menguando, con lo cual las condiciones de visibilidad en el bosquecillo serían más o menos iguales.

Como había hecho muchas veces durante la pasada semana, Gurney imaginó un latino atlético saltando por la ventana de atrás, corriendo con la zancada de un jugador de fútbol americano a través de los árboles y arbustos hasta un punto situado a unos ciento cincuenta metros y escondiendo a medias el machete ensangrentado bajo algunas hojas. Y entonces… ¿Entonces qué? ¿Poniéndose alguna clase de bolsas de plástico encima de los pies? ¿O rociándolos con algún producto químico para destruir la continuidad del rastro de olor? ¿Para poder seguir sin dejar rastro hasta algún otro destino en el bosquecillo o hasta la carretera? ¿Para poder reunirse con Kiki Muller, que esperaba en el coche para sacarlo de la zona y ponerlo a salvo antes de que llegara la Policía? ¿O llevarlo a su propia casa? ¿A su propia casa, donde luego él la mató y la enterró? Pero ¿por qué? ¿Qué sentido tenía todo eso? ¿O se equivocaba de pregunta al suponer que el escenario debía tener un sentido práctico? ¿Y si una gran parte de ello estuviera impulsada por una patología pura, por alguna fantasía retorcida? Pero esa no era una vía de investigación útil de explorar. Porque si nada tenía sentido, no había forma de darle sentido. Y Gurney tenía la sensación de que bajo la capa de furia y demencia todo tenía sentido de algún modo.

Entonces, ¿por qué el machete estaba solo parcialmente escondido? Parecía absurdo cubrir el filo y al mismo tiempo dejar el mango a la vista. Por alguna razón, esa pequeña discrepancia era la que más lo molestaba. Quizá «molestar» no era el verbo adecuado. De hecho le gustaban mucho las discrepancias porque sabía por experiencia que, al final, proporcionaban una ventana a la verdad.

Se sentó a la mesa y miró al bosque, imaginando lo mejor posible la ruta de fuga. Aquellos ciento cincuenta metros desde la cabaña a la ubicación del machete quedaban ocultos casi del todo, no solo por el follaje del bosque en sí, sino también por el seto de rododendros que separaba la zona silvestre del césped y los arriates. Gurney trató de calcular hasta qué punto de profundidad del bosque podía ver, y concluyó que no era mucha; resultaba fácil pasar por donde Flores había pasado sin que nadie reparara en él desde el césped. De hecho, desde donde estaba sentado, el objeto más distante que Gurney podía ver a través del follaje era el tronco negro de un cerezo. Y solo podía distinguir una estrecha rendija de él a través de un hueco en los arbustos de no más de unos centímetros de ancho.

Cierto, ese fragmento visible del tronco del árbol estaba en el lado más alejado de la ruta que Flores habría tomado y, en teoría, si alguien hubiera estado mirando al bosque, concentrado en ese punto en el momento adecuado, él o ella habría captado durante una fracción de segundo un atisbo de Flores al pasar. Pero en ese momento no habría significado nada. Y las posibilidades de que alguien se concentrara en ese punto preciso en ese momento eran casi tan probables como…

¡Cielo santo!

Gurney puso los ojos como platos al darse cuenta de que había pasado por alto algo obvio.

Miró a través del follaje a la corteza negra del cerezo. Sin perderlo de vista, caminó hacia él, recto por el patio, a través del arriate donde Ashton se había derrumbado, a través del seto de rododendros que rodeaba el césped, al bosquecillo. Su dirección era más o menos perpendicular a la que suponía que había tomado Flores desde la cabaña al machete. Quería estar seguro de que no había ninguna manera de que el hombre evitara pasar por delante del cerezo.

Cuando Gurney llegó al borde del barranco que recordaba de su primer examen del bosquecillo tres días antes, su hipótesis se confirmó. El árbol estaba en el otro lado del barranco, que era largo y profundo, de laderas muy empinadas. Cualquier ruta desde la cabaña que pasara por detrás del árbol implicaría cruzar ese barranco al menos dos veces, una tarea que consumiría tiempo y que sería imposible de cumplir antes de que la zona fuera un enjambre de gente después del hallazgo del cadáver; por no mencionar el hecho de que el rastro de olor iba por el lado más cercano del barranco y no por el más lejano. Aquello significaba que cualquiera que fuera desde la cabaña hasta el lugar del machete tenía que pasar por delante del árbol. Simplemente no había forma de evitarlo.

Gurney recorrió el camino a casa desde Tambury a Walnut Crossing en cincuenta y cinco minutos, en lugar de la hora y cuarto de costumbre. Tenía prisa por ver otra vez el vídeo de la recepción de la boda. También se daba cuenta de que su prisa podría estar relacionada con una necesidad de permanecer lo más implicado posible en el asesinato de Perry, un crimen que por horrendo que fuera le causaba mucha menos ansiedad que la situación con Jykynstyl.

El coche de Madeleine estaba aparcado junto a la casa y su bicicleta permanecía apoyada contra el cobertizo. Supuso que encontraría a su mujer en la cocina, pero cuando entró por la puerta lateral y gritó «Estoy en casa», no hubo respuesta.

Fue directamente a la mesa larga que separaba la amplia cocina de la zona de asientos, la mesa donde estaban extendidas sus copias de los materiales del caso, para enfado de Madeleine. Entre las carpetas había unos DVD.

El de encima, el que se había sentado a ver con Hardwick, llevaba una etiqueta que decía: «Recepción Perry-Ashton, edición del DIC». Pero Gurney buscaba otro DVD, uno de los originales sin editar. Había cinco para escoger. El primero estaba etiquetado «Helicóptero, visión aérea general y descenso». Las etiquetas de los otros cuatro, cada uno de los cuales contenía el vídeo capturado por una de las cámaras fijas en la recepción, indicaban la orientación del foco de cada una de las cámaras.

Se llevó los cuatro DVD al estudio, abrió Google Earth en su portátil y buscó «Badger Lane, Tambury, Nueva York». Treinta segundos más tarde estaba viendo una foto de satélite de la propiedad de Ashton junto con cotas de altitud y la orientación. Incluso la mesa de té del patio era identificable.

Gurney eligió el punto aproximado del bosque donde suponía que estaría el tronco visible del árbol. Usando los puntos de orientación de Google, calculó la dirección de la mesa al árbol. La dirección era de ochenta y cinco grados, casi directamente al este.

Pasó los DVD. El último estaba etiquetado «Este a noreste». Lo puso en el reproductor que estaba enfrente del sofá, localizó el momento en que Jillian Perry había entrado en la cabaña y se acomodó para prestar su total atención a los siguiente catorce minutos de vídeo.

Lo vio una vez, dos, con creciente desconcierto. Luego lo vio otra vez, esta tercera dejando que llegara hasta el punto en que Luntz, el jefe de la Policía local, había cerrado la escena y habían llegado los policías del estado.

Algo estaba mal. Más que mal. Era imposible.

Llamó a Hardwick, quien, sin ninguna prisa, respondió al séptimo tono.

– ¿Qué puedo hacer por ti, campeón?

– ¿Cómo de seguro estás de que las cintas originales de la recepción de boda están completas?

– ¿Qué quiere decir «completas»?

– Una de las cuatro cámaras fijas estaba situada de manera que su campo de visión cubría la cabaña y una amplia extensión de bosque a la izquierda de la cabaña. La extensión de bosque incluye todo el espacio que Flores tenía que pasar para dejar el arma homicida donde la dejó.