Dejó a Gurney dando bandazos en el vacío.
Continuó sentado a la mesa mientras ella lavaba los platos. Empezaron a cerrársele los ojos. Como había descubierto muchas veces antes, la intensa ansiedad conllevaba agotamiento. Se fue deslizando a una especie de sopor.
50
– Deberías venir a la cama. -Era la voz de Madeleine.
Dave abrió los ojos. Su mujer había apagado todas las luces menos una y estaba saliendo de la cocina con un libro bajo el brazo. La posición de la cabeza caída sobre el pecho le había producido a Gurney un dolor agudo en la clavícula. Al enderezarse, descubrió un dolor equivalente en el cogote. En lugar de refrescarle, la cabezadita sobre la mesa había reconstituido sus temores.
Se sentía tan agitado que sabía que no podría dormir bien. Tenía que hacer algo para evitar rebotar de un escenario de horror de Saul Steck a otro.
Podía devolver la llamada a Sheridan Kline, que le había dejado aquel mensaje vago sobre la familia Skard. Gurney ya había hecho un seguimiento con Hardwick, pero quizás el fiscal sabía más que Hardwick. Por supuesto, la oficina del fiscal estaría cerrada. Era domingo por la noche.
Tenía el teléfono móvil personal de Kline. Como lo conservaba de los días del caso Mellery, no le había parecido apropiado usarlo en relación con el caso Perry sin que lo invitaran a hacerlo. Pero justo en ese momento el protocolo parecía menos importante que mantener su cordura.
Fue al estudio, consiguió el número e hizo la llamada. Estaba preparado para dejar un mensaje y recibir una llamada de respuesta más tarde, calculando que un maniático del control como Kline preferiría que las conversaciones telefónicas ocurrieran según su propia agenda. Así que le sorprendió que el hombre respondiera.
– ¿Gurney?
– Disculpe que le llame tan tarde.
– Pensaba que llamaría antes. Investigar ese asunto de Karmala fue idea suya.
– Lo siento, he estado un poco liado. En su mensaje de teléfono me decía que si había oído hablar de la familia Skard.
– Allí es adonde nos llevó la pista de Karmala. ¿Le suena?
– Sí y no.
– Eso no es una respuesta.
– Lo que quiero decir, Sheridan, es que me es familiar, pero no sé por qué. Jack Hardwick me informó de que los Skard son tipos malos con raíces en Cerdeña. Pero todavía no puedo situar de dónde conozco el nombre. Sé que lo he visto hace poco.
– ¿Es lo único que le dijo Hardwick?
– Me dijo que nunca habían condenado por nada a ningún Skard. Y que fuera el que fuese el negocio en el que estaba metido Karmala Fashion, no era el de la moda.
– Así que sabe lo mismo que yo. ¿Para qué más me llama?
– Me gustaría participar de una manera más oficial.
– ¿Eso qué significa?
– Actualizaciones, invitaciones a las reuniones.
– ¿Por qué?
– He estado más o menos adscrito al caso y hasta el momento el instinto no me ha fallado.
– Está por ver.
– Mire, Sheridan, lo único que estoy diciendo es que nos podemos ayudar mutuamente. Cuanto más sepa y cuanto antes lo sepa, más puedo ayudar.
Hubo un largo silencio. La intuición de Gurney le decía que era más una técnica que una indecisión por parte de Kline. Esperó.
Kline prorrumpió en una risa sin humor. Gurney siguió esperando.
– Ya sabe que Rodriguez no lo soporta, ¿verdad?
– Claro.
– Y sabe que Blatt no lo soporta.
– Desde luego.
– ¿Y que ni siquiera a Bill Anderson le cae bien?
– Exacto.
– Así que sería tan bien recibido en el DIC como una ventosidad en un ascensor, ¿se da cuenta de eso?
– No lo dudaría ni un minuto.
Hubo otro silencio, seguido por otra risa espeluznante de Kline.
– Esto es lo que le ofrezco: voy a decirle a todo el mundo que tenemos un problema con Gurney. Gurney es un cañón sin cureña. Y la mejor manera de controlar a un cañón suelto es no quitarle ojo, atarlo en corto, mantenerlo en el corral. Y la forma en que he planeado mantenerlo vigilado es tenerlo mucho por aquí, compartiendo sus ideas con nosotros. ¿Qué le parece?
Mantener un cañón suelto atado en corto en un corral le sonaba a síntoma de desintegración mental.
– Es factible, señor.
– Bien. Hay una reunión en el DIC mañana a las diez. No falte. -Kline colgó sin decir adiós.
51
Durante el resto de la noche, Gurney se sintió al mismo tiempo cargado de energía y calmado por la conversación y la promesa de Kline.
Estaba complacido y bastante sorprendido de sentirse todavía igual cuando se despertó al amanecer del día siguiente. En un esfuerzo por alimentar esa sensación, permanecer dentro de los confines comparativamente seguros y sólidos de un mundo en el cual era el cazador y no la presa, Gurney revisó el archivo Perry por enésima vez mientras tomaba el café de la mañana. Entonces llamó al número de Rebecca Holdenfield y dejó un mensaje en el que le preguntaba si podía pasar por su oficina de Albany esa tarde después de su reunión con el DIC.
Hacer y devolver llamadas, establecer citas: la actividad generaba una sensación de inercia. Llamó al número de Val Perry y le saltó el contestador. Apenas dijo «Soy Dave Gurney», ella contestó. Le sorprendió, nunca habría pensado que Val Perry se levantara temprano.
– ¿Qué está pasando?-preguntó.
Sin estar preparado para una conversación real, contestó:
– Solo quería mantener el contacto.
– Oh… ¿Y…?-Parecía nerviosa, pero quizá no más nerviosa que de costumbre.
– ¿El nombre Skard significa algo para usted?
– No. ¿Debería?
– Solo me preguntaba si Jillian lo habría mencionado.
– Jillian nunca mencionaba nada. No es que compartiera cosas conmigo. Pensaba que se lo había dejado claro.
– Perfectamente claro, varias veces. Pero algunas preguntas hay que plantearlas aunque se esté seguro al noventa y nueve por ciento de cuál va a ser la respuesta.
– Entendido. ¿Algo más?
– ¿Jillian le pidió alguna vez a usted o a su marido que le compraran un coche caro?
– No hay casi nada que Jillian no haya pedido en algún momento, así que supongo que sí. Por otra parte, dejó claro desde que tenía doce años que Withrow y yo éramos irrelevantes para su felicidad, que siempre podía encontrar a un hombre rico que le diera lo que quisiera, así que por lo que a ella concernía nos podíamos ir a tomar viento. -Hizo una pausa, quizá saboreando el tono escandaloso de sus observaciones-. Estaba saliendo. ¿Alguna pregunta más?
– Es todo por ahora, señora Perry. Gracias por su tiempo.
Como Sheridan Kline la noche anterior, Val Perry colgó sin molestarse en decir adiós. Fuera cual fuese la contribución de Gurney a la investigación del asesinato de su hija, estaba claro que no cumplía con sus expectativas.
A las 9.50, Gurney se metió en el aparcamiento del edificio con aspecto de fortaleza de la Policía del estado, donde tenía que celebrarse su reunión de las 10.00. Durante el minuto que estuvo buscando un sitio para aparcar, su teléfono sonó dos veces. La primera era una llamada de voz; la segunda, un mensaje de texto. Gurney confiaba en que al menos una de las comunicaciones fuera de Rebecca Holdenfield.
En cuanto aparcó, sacó el teléfono y comprobó en primer lugar el mensaje de texto. La fuente era un número de móvil con el código de área de Manhattan. Al leer el mensaje, una marea de miedo se elevó desde las tripas al pecho.
«¿Está pensando en mis chicas? Ellas están pensando en usted.» Lo releyó y lo releyó otra vez. Miró el número desde donde lo habían enviado. El hecho de que el remitente no se hubiera molestado en bloquearlo seguramente significaba que estaba asignado a un teléfono prepago imposible de rastrear. Pero también implicaba que podía responder al mensaje.